Gran reportaje
Yibutí, camino de lágrimas
Equidistante de los cruentos conflictos en los vecinos Yemen y Etiopía, el país más pequeño del Cuerno de África es punto de encuentro de decenas de miles de migrantes y solicitantes de asilo
Diego Gómez Pickering 23/05/2021
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Yibutí, Yibutí. “Hay que comprar pan, varias barras o baguettes, y agua, mucha agua”. El whatsapp de Houssein me llega tres veces seguidas. No sé si es porque, ante la urgencia de la solicitud, me lo ha enviado en repetidas ocasiones, porque la intermitencia de la conectividad del wifi hace que aparezca más de una vez en la pantalla de mi móvil o porque la plataforma de la red social registra fallos en el servicio. Podrían, quizá, ser las tres razones o, tal vez, ninguna de ellas. En este recóndito rincón del Cuerno de África todo, y al mismo tiempo nada, es posible.
Al despuntar el alba, pasadas las seis de la mañana, emprendemos camino hacia el norte del país independizado de Francia en 1977, nos esperan entre cinco y siete horas de trayecto entre carreteras y caminos de terracería para alcanzar la región de Obock, fronteriza con Eritrea y, a través del mar Rojo, con Yemen. El mensaje reiterado de Houssein adelanta los cuidados, preparativos y vicisitudes que conlleva nuestra inminente travesía, la misma que tan sólo en 2019 emprendieron cerca de 90.000 migrantes y solicitantes de asilo a través de los desiertos paisajes del interior de Yibutí, de acuerdo con cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la dependencia líder de Naciones Unidas en materia migratoria.
El afable joven de mirada color de almendra y de origen afar, uno de los dos grupos étnicos que junto con el clan somalí de los issa conforman el mosaico demográfico del país, ronda los 30 años y lleva por lo menos 12 recorriendo el camino que une la capital yibutiana con su provincia natal. Transportista de profesión, Houssein se ha convertido, también, en humanitario y cooperante de ocasión, no hay día o itinerario, desde o hacia la región de Obock, en el que no se tope con decenas de migrantes, etíopes de diferentes etnias en su mayoría, pero también somalíes de varios clanes, eritreos e, incluso, subsaharianos de orígenes y proveniencias múltiples, más allá del Cuerno de África, andado en sandalias, zapatillas o descalzos, atrapados, a veces, en esos parajes tan idílicos y lunares como áridos, peligrosos y mortales.
El llamado corredor del este, que lleva desde el Cuerno de África hasta Arabia Saudí y más allá, es una de las rutas migratorias más transitadas del continente
Desde la ciudad de Yibutí, rodeando el golfo de Tadjourah, atravesando el confín septentrional del gran valle del Rift con sus respectivas fallas tectónicas incluidas y haciendo camino hacia la costa del mar Rojo, en los derroteros del golfo de Adén y del océano Índico, nuestra ruta es paralela a la que recorren diariamente migrantes y solicitantes de asilo, hombres, mujeres y también niños, en el llamado corredor del este, que lleva desde el Cuerno de África hasta Arabia Saudí y más allá. Una de las rutas migratorias más transitadas del continente y de las que menos se conoce en el mundo occidental. Una ruta que durante el 2020 y el primer trimestre del 2021 ha adquirido particular relevancia, como resultado de la pandemia, del apremiante conflicto en la región etíope del Tigray y de la aparentemente interminable guerra civil yemení. Un camino que migrantes y refugiados, apostando por futuros inciertos y enterrando pasados dolosos, allanan con lágrimas y lamentaciones.
Bab el Mandeb
La puerta de las lágrimas o la puerta de las lamentaciones es el significado en español del término árabe con el que se conoce internacionalmente al estrecho localizado al extremo sur del mar Rojo. Bab el Mandeb es el punto del mapa en que el Cuerno de África y la península arábiga parecen tocarse, sólo 30 kilómetros separan, en esta garganta marítima, las costas de Yibutí de las de Yemen.
Más allá de sus raíces etimológicas, que aducen a los presuntos ahogados provocados por el terremoto que separó la orilla árabe de la africana, el nombre del accidente geográfico responde a los particulares fenómenos climáticos y meteorológicos que desde tiempos ancestrales marcan el área en donde se mezclan las aguas del golfo de Adén y el océano Índico con las del mar Rojo: fuertes corrientes, vientos furiosos y tormentas de arena. Elementos que en su conjunto hacen de esta avenida marítima una de las más imprevisibles y mortales del mundo.
Según datos de la OIM, hasta abril del presente año han fallecido ahogadas 89 personas tratando de realizar el cruce clandestino
La OIM describe la ruta migratoria que conecta la provincia de Obock, en Yibutí, con Yemen como “arriesgada y dura”. Una ruta arriesgada puesto que las condiciones descritas vuelven vulnerables en extremo a las pequeñas y poco equipadas embarcaciones utilizadas por los traficantes de personas para trasladar migrantes y solicitantes de asilo entre ambas costas. Originalmente construidos para la pesca, los endebles botes que pueden observarse en un día cualquiera languideciendo bajo el sol del puerto de Obock acaban no pocas veces en el fondo del mar, poniendo con ello fin a decenas de vidas. Son barcas frágiles en demasía ante esas corrientes, esos vientos y esas tormentas, tan usuales en Bab el Mandeb, que los enormes cargueros encaminados desde o hacia el canal de Suez logran sortear sin problemas. Según datos de la organización internacional, hasta abril del presente año han fallecido ahogadas 89 personas tratando de realizar el cruce clandestino. Una ruta dura porque, antes o después de cruzar esas puertas construidas con lágrimas, conlleva atravesar la aridez de las depresiones, valles y montañas de Yibutí.
Agotamiento, deshidratación y sus enfermedades derivadas se encuentran entre los principales obstáculos, y en ocasiones causa de muerte, para todos aquellos que, antes de llegar al estrecho o después de haberlo cruzado, han de recorrer, a pie, la ruta migratoria que disecciona a Yibutí en dos. Temperaturas que se alzan por encima de los 40 grados centígrados la mayor parte del año y falta de acceso a comida y agua hacen de este recorrido algo temerario. Ello sin contar con las innumerables amenazas contra la seguridad y la dignidad de los migrantes y solicitantes de asilo provenientes de los mismos traficantes de personas, de las autoridades de los países de origen, tránsito o destino o de las poblaciones de los territorios que atraviesan y que incluyen abusos físicos, sexuales y psicológicos, esclavitud laboral o, también, la muerte.
Aun así, el llamado corredor humano del este sigue siendo transitado todos los días, todas las semanas y todos los meses. Sea Ramadán o no, temporada de lluvias o de sequía, haya guerras o pobreza extrema o pandemia o las tres al mismo tiempo. Oromos, tigriñas y amáricos; jóvenes y no tan jóvenes; hijos, madres, tíos y padres; migrantes económicos, solicitantes de asilo, desplazados, auto exiliados, perseguidos, apátridas, refugiados. Todos tratando de alcanzar el otro lado, cada vez, quizá, con mayor urgencia.
Choisissez la vie…
El notorio letrero, maltrecho por el sol y la sequedad, se yergue, a casi 38 kilómetros de Yibutí, a un lado de la Route Nationale 1, la principal carretera del país, una colección de curvas atravesada por baches, camellos e incesantes camiones de carga que vienen del puerto y van encaminados a la capital etíope, rebosantes de mercancías.
“Elija la vida”, rezan las letras blancas sobre un fondo azul, oxidado por el salitre y el viento. Está escrito en francés, en árabe y en amárico, las tres frases en las tres lenguas con el mismo mensaje: elegir la vida, por encima de la muerte. El solitario y vapuleado rótulo vial, que se repite a intervalos a lo largo de la autopista, es parte de una campaña de concienciación sobre los riesgos inherentes de la migración, financiada por la OIM y la Unión Europea, cuyos logos, en diminuto, firman el letrero metálico, coronado por una foto de dos personas andando, de espaldas al observador, en un paisaje cuasi idéntico al que se puede observar desde la ventana de la Toyota automática que conduce Houssein. Una campaña que más bien parece testimonio de lo inevitable.
“Es mejor volver a casa, aunque lo que haya en casa no sea lo mejor”, me dice con aire filosófico Issa Ahmed, traducido por Houssein, mientras nos sentamos en dos rocas de considerable tamaño y de origen volcánico al pie de la carretera a escuchar su historia, que es la de todos los migrantes que pasan por estos solitarios parajes, tan seductores como macabros.
Hace no más de 15 minutos que tomamos la bifurcación hacia el norte desde la ruta nacional número uno. En el kilómetro 51 dejamos atrás el tráfico incesante enfilado hacia Adís Abeba y avanzamos, por una autopista más estrecha, con menos curvas, pero igual número de baches, hacia Obock y la “puerta de las lamentaciones”. Acabamos de rodear el lago Assal, que con sus 155 metros por debajo del nivel del mar constituye el punto más deprimido de la geografía africana, el calor es sofocante y la aridez sobrecogedora. Issa y sus dos acompañantes, tío paterno y tío materno, aparecen como un espejismo.
“Fue la guerra la que nos detuvo”, explica el joven de 20 años y expresiva mirada. Llevan tres días caminando, en sandalias, pantalones vaqueros y camisetas, desde que desembarcaron en la costa yibutiana de Obock, tras una travesía de seis horas por el estrecho de Bab el Mandeb, procedentes de Yemen. “Nuestra intención era llegar a Arabia Saudí, trabajar ahí y poder ahorrar dinero, para enviar de vuelta a casa, pero nada de eso fue posible”, ahonda Issa sobre sus intenciones rotas, erguido y elocuente, con un aire de dignidad que el desierto circundante, sus días de viaje y el viento empolvado, no logran borrar.
La migración clandestina de etíopes, eritreos, somalíes e, incluso, yibutianos, a Arabia Saudí y los ricos emiratos del golfo Pérsico, a través de Yemen, es un fenómeno existe desde hace décadas. Provenientes de regiones sumamente castigadas económicamente, como el este de Etiopía o el norte de Somalia, estos migrantes económicos se han empleado históricamente como trabajadores agrícolas, domésticos o de la construcción, logrando forjar un pequeño patrimonio que les permite sostener a su familia. Mano de obra barata, a ojos de muchos, rayando en el esclavismo. Muchos, tradicionalmente, trabajaban unos meses para luego volver a sus pueblos y regiones, en ciclos de movimiento anuales que no distan de los observados en otras partes del mundo. Eso pretendían Issa y sus familiares. La prolongada guerra civil en Yemen y, particularmente, la pandemia por coronavirus, han sido desastrosas para todos ellos.
El joven y sus tíos, de 30 y 28 años, respectivamente, salieron de su pueblo al este de Etiopía, a mediados de 2019, esperaron en la ciudad yemení de Rada, en una especie de limbo, durante año y medio, la oportunidad de proseguir su peregrinar hacia la frontera saudí. El recrudecimiento de las circunstancias en Yemen, por la guerra y las restricciones epidemiológicas, lo hicieron imposible. Sobrevivieron haciendo trabajos de jardinería, el poco dinero ahorrado les sirvió para pagar el bote de vuelta a Yibutí. Los tres días andados, por montañas y desierto, desde su desembarco los han sobrevivido con apenas algunas monedas en la bolsa. En su camino de vuelta a Dire Dawa, la provincia etíope de la que son originarios, falta aún muchos días, semanas incluso.
Para Yvonne Ndege, vocera regional de la OIM para África del Este y el Cuerno de África con sede en Nairobi, a lo largo del 2020 los migrantes que alcanzaron las costas de Yemen se enfrentaron a una situación incrementalmente adversa que redujo de manera considerable sus posibilidades de encontrar trabajo y sustento y disparó su regreso a sus lugares de origen, a través de Yibutí y del corredor del este. “Los traficantes que usualmente se ocupaban del movimiento entre Obock y Yemen comenzaron”, en 2020, “a sacar jugo de la creciente demanda de migrantes en retorno”, afirma la funcionaria del organismo multinacional. Entre mayo del año pasado y abril de 2021, Ndege sostiene, se registraron 11,000 retornos desde Yemen hacia Obock.
Pero el coronavirus y la inestabilidad yemení no son los únicos factores agravantes de la emergencia humanitaria en el corredor del este. La severidad del conflicto armado en la provincia etíope de Tigray desatado en noviembre de 2020 preocupa también y mucho. No sólo por el excesivo uso de la fuerza por parte del ejército abisinio denunciada incluso por el Secretario General de Naciones Unidas, que ya ha causado importante número de desplazados, amén de heridos y muertos. Sino porque dicha actitud sostenida podría provocar que los tigriñas, migrantes por cultura, necesidad, historia y naturaleza, más allá de escapar ahora de las balas, además del hambre, se aventuren por el corredor del este, a través de Yibutí, hacia Arabia.
La campaña de aparente exterminio emprendida por el ejército etíope en la región hará que muchas más personas intenten salir
Si bien la OIM no ha detectado un incremento sustantivo desde el inicio del conflicto entre los rebeldes y el gobierno central etíope en el número de personas provenientes del Tigray que utilizan la ruta migratoria que atraviesa Yibutí, es un tema que se monitorea acuciosamente, en palabras de Ndege, quien no descarta que un aumento en el flujo humano desde el Tigray pueda registrarse en los próximos meses. La campaña de aparente exterminio emprendida por el ejército etíope en la región hará que muchas más personas intenten salir y quienes no puedan hacerlo a través del vecino Sudán lo harán a través de Eritrea o Yibutí, a pesar de las distancias y de los riesgos que implica.
Nos despedimos de Issa y de sus tíos, de los ojos, enormes, del joven de elegante piel morena. Un par de ojos que parecen salirse de sus órbitas, alentados por unos pómulos excesivamente marcados por la delgadez. Una delgadez que se hace extensiva a sus manos, finas y largas, a sus brazos, a su semblante, a su perfil y al resto de su figura. Les dejamos entre manos cuantas barras de pan y botellas de agua pueden sus delgados brazos cargar. Nos despedimos con un ligero asentimiento de cabeza y un apretón de labios. Con un inaudible inshallah, un ojalá lleguen a su destino, un ojalá lo hagan con bien. En Dire Dawa, al otro lado del horizonte, en Etiopía, les espera el resto de la familia, mientras otras, quizá, están esperando salir de allí.
“Putos negros, tío”
Son pasadas las dos de la tarde y la piscina del hotel Djibouti Palace Kempinski, en la capital del país, está en su punto más álgido. Nadie parece querer salir de ahí. Desde los altavoces colocados estratégicamente junto al bar, que lo mismo sirve zumos frescos de sandía que cervezas heladas, se escuchan éxitos recientes de música en inglés. Ceniceros plagados de colillas, crema de sol, gafas, sombreros, tangas y bikinis. Cuerpos dorados y bien torneados. Un ejército de camareros, mucamas y empleados atendiendo las mesas, las tumbonas y las sombrillas. Una cacofonía de lenguas indoeuropeas, risas, chismes y conversaciones entremezcladas, indiferentes. A la distancia, mar adentro, donde la gran boca del golfo de Tadjourah se abre al mar Rojo, se distinguen una fragata y un portaviones.
“Qué pasada, tío”, un fornido hombre que porta la cabeza a rape y parece tener acento andaluz se dirige a su compañero de sombrilla. El español peninsular destaca entre la babel idiomática en torno a la alberca del lujoso hotel. No es fortuito, en sus lujosas habitaciones se hospeda el contingente español destacado como parte de la misión militar conformada por la Unión Europea en 2008, bajo el nombre de Atalanta en la nación del Cuerno de África con el propósito de desincentivar y prevenir la piratería en las aguas circundantes y garantizar el libre tránsito de buques mercantes por el estrecho de Bab el Mandeb y el corredor del Canal de Suez, fundamentales para Europa. El ver hombres y mujeres en uniforme marcial, o en traje de baño, si están en su día libre, como hoy portan muchos, alrededor de la piscina, es algo usual en la capital yibutiana.
En sus menos de 23.200 kilómetros cuadrados, Yibutí concentra una de las presencias militares internacionales más nutridas no solo en África sino en todo el mundo
En el Kempinski se alojan también parte de los contingentes alemán e italiano que complementan la misión Atalanta. Justo al lado del hotel, se encuentra la base militar francesa y en un radio de menos de 10 kilómetros se encuentran las correspondientes bases estadounidense, china y japonesa. En sus menos de 23.200 kilómetros cuadrados, Yibutí concentra una de las presencias militares internacionales más nutridas no solo en África sino en todo el mundo. Esta prolongada presencia extranjera ha traído a lo largo de la última década y media una consistente derrama económica. El fortificado complejo hotelero del Kempinski, favorito entre la comunidad expatriada, y financiado por Dubái es ejemplo claro de ello, también lo es el recién ampliado puerto, pagado por Pekín, y los edificios inteligentes apostados estratégicamente enfrente del mismo, cuyas decenas de oficinas son alquiladas en cientos de miles de dólares americanos al mes por una plétora de compañías internacionales. Las flamantes construcciones son propiedad de los hijos del presidente, Ismail Omar Guelleh, en el poder desde 1999 en un país que no cuenta con medios de comunicación independientes y en el que la oposición política brilla por su ausencia, la mayoría vive en el exilio desde hace años.
La derrama económica en mención, evidente en los amplios y barrocos salones y pasillos del Kempinski, en el reluciente puerto o en los edificios regentados por la familia presidencial, poco se nota en el resto del país, por no decir de la ciudad capital. Calles inundadas constantemente, sin alcantarillado ni alumbrado público, barrios con cortes de luz intermitentes y sólo dos horas de agua potable al día, limitados servicios sanitarios. La precariedad en Yibutí está por donde se le quiera ver. Una precariedad que la pandemia, como en otros rincones del planeta, ha agudizado. De entre los que la sufren, los que más, quizá, los refugiados yemeníes.
“Trato de venir todos los días, aunque no todos los días me dejan salir a pescar” afirma, sentado sobre la arena del pequeño puerto pesquero de Obock, Adbdul Gabrasalem. El refugiado yemení, quien porta un paño tradicional amarrado por la cintura, tiene 38 años y vive junto con su mujer y sus seis hijos en el campamento de Markazi, gestionado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), a tres kilómetros de la localidad, hogar de poco más de la mitad de los cerca de 5,000 refugiados del país arábigo que viven en Yibutí.
Pescador por herencia y por oficio, Abdul llegó hasta Obock hace siete años en la lancha de madera que utilizaba para pescar en su natal Yemen. Con lo puesto y la familia, de cuatro en aquel entonces, Abdul atravesó el temible estrecho de las lágrimas la madrugada después de que cazabombarderos saudíes destruyeran su casa y la de prácticamente todos los vecinos del pueblo. Al desembarcar en Obock su bote fue confiscado, sigue ahí, lo muestra señalando con el dedo varias vigas de madera que apenas pueden identificarse como lo que fueron, mientras que Abdul y su prole fueron trasladados al citado campamento. En un principio el apoyo fue sostenido y edificante, reconoce Abdul, pero todo ello ha ido menguando y con el año pandémico desapareciendo, incluso.
“Yo sólo sueño con poder regresar, pero para ello necesito conseguir suficiente dinero para reconstruir mi casa”, dice con cierta tristeza en la voz. Para Abdul el peligro ya no yace en la inacabada guerra civil yemení sino en quedarse a esperar en Yibutí. De acuerdo con cifras de la ACNUR, desde que en 2014 iniciase el conflicto civil en la vecina nación, son más de 39.000 los yemeníes que en calidad de refugiados y solicitantes de asilo han llegado a o pasado por Yibutí.
En el campamento, por intermediación de la ONARS, la agencia estatal para la asistencia a refugiados y siniestrados del gobierno de Yibutí, cada familia recibe el equivalente mensual de 9,000 francos, aproximadamente 42 euros. De vez en cuando, harina o leche en polvo. “Esto no alcanza para vivir”, se lamenta estoico el pescador yemení, por ello que se autoemplee como estibador o pescador eventual con alguna de las embarcaciones locales del puerto de Obock. En días de suerte, logra llevar a su modesta tienda de campaña familiar en el campamento hasta 1,500 francos yibutianos, alrededor de 7 euros. Le molesta que comida e ingredientes no perecederos donados por la ACNUR, la ONARS, el Programa Mundial de Alimentos o países donantes, termine vendiéndose en las tiendas de Obock y tenga que ir a comprar en ellas, con el dinero extra que se gana como trabajador eventual, lo que supuestamente está destinado para él, en tanto refugiado. Varios colegas, refugiados yemeníes también, sentados alrededor con las piernas cruzadas y la mirada concentrada asienten, vehementes, al escucharle.
“La pandemia lo ha hecho todo más difícil de llevar”, concluye el treintañero antes de presentarme a Adil Ali, quien viene corriendo por la playa para indagar lo que discutimos. Hace año y medio el menor de apenas 10 años perdió a su madre y a su padre en un bombardeo saudí. Sin familiares restantes, se embarcó a los pocos días desde su Yemen natal con destino a Obock. En el campamento de Markazi, Abdul y varias otras familias, le han, de cierta forma, adoptado. Es lo único que tienen, el uno al otro, y a Yemen, tan cercano, pero a la vez tan distante, en la memoria y del otro lado de una puerta, marítima, infranqueable por el momento. Una puerta de lamentos.
“¡Qué va! Los peores son éstos”, el musculoso de acento andaluz sube el tono mientras conversa con su compañero de sombrilla junto a la piscina, con el dedo índice apunta hacia todas direcciones, al norte, hacia Eritrea, al oeste, hacia Etiopía, al sur, hacia Somalia, y al este, hacia Yemen. “Putos negros, tío”, no queda claro a quien o a quienes se refiere, pero lo enfático y enervado de su voz confirma que lo hace con arrebato. El compañero le responde algo que, desde mi mesa, aunque contigua, resulta inaudible. Los dos rompen en risas antes de darle una calada más al cigarrillo de turno y pedirle a la graciosa camarera un par de Tuskers más, la cerveza keniana servida en botellas de litro que parece ser la predilecta de la clientela y de los huéspedes del Kempinski.
“A la par de la covid-19, hemos observado un sensible incremento en las manifestaciones de xenofobia (contra los migrantes), una mayor discriminación y más reticencia y hostilidad por parte de las comunidades de destino o tránsito. Todo ello acompañado de arrestos y/o detenciones arbitrarias a lo largo de su camino,” confiesa Yvonne Ndege de la OIM sobre un fenómeno, el de la xenofobia, el rechazo y el racismo, que nunca ha estado exento de la ecuación migrante, pero que afirma, se ha incrementado y preocupa más que nunca.
El racismo y la xenofobia detectadas por la OIM de los que habla Ndege pueden producirse en Arabia Saudí o en Yemen contra los etíopes, eritreos y somalíes; en Yibutí, contra los yemeníes y los etíopes; o en la Europa española, italiana, alemana o francesa que ríe, bebe, se baña y se divierte entre las murallas que resguardan al Kempinski, contra todos los anteriores.
“Para mí no hay diferencia”, dice por su parte Houssein mientras enfila la Toyota 4x4, otrora blanca, ahora gris, pintada por el polvo del camino, hacia la ciudad de Yibutí. Hace horas que el sol se metió por el horizonte, camino de Etiopía, como Issa y sus tíos. Casi 14 horas desde que iniciamos la travesía circular al despuntar el alba. En el coche ya no quedan botellas de agua y la baguette sobrante la venimos picoteando entre los dos. “Quien tiene hambre, la tiene, quien tiene sed, la tiene, como yo o como tú. Puede ser de cualquier etnia o de otro clan, ser musulmán practicante o incluso cristiano, nada de eso importa. Esa persona siente lo mismo que yo, cuando está perdido. Como puedo perderme yo o puedes perderte tú, por eso hay que ayudarle a encontrar el camino”, agrega en tono triunfante Houssein.
Hay que ayudarle a encontrar el camino. Aunque ese camino, quizá, esté plagado de lágrimas.
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Diego Gómez Pickering es periodista, diplomático y escritor. Su libro más reciente es Cartas de Nueva York, crónicas desde la tumba del imperio (Taurus, 2020).
Yibutí, Yibutí. “Hay que comprar pan, varias barras o baguettes, y agua, mucha agua”. El whatsapp de Houssein me llega tres veces seguidas. No sé si es porque, ante la urgencia de la solicitud, me lo ha enviado en repetidas ocasiones, porque la intermitencia de la conectividad del wifi hace que aparezca...
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Diego Gómez Pickering
es escritor, periodista. Su libro más reciente es África, radiografía de un continente (Taurus, 2023).
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