Crónicas de pánico y circo (II)
Lo nuestro
A lo largo de la historia podemos rastrear políticas nativistas cuya bases argumentales no difieren mucho de las que oímos a diestra y también desde cierta siniestra
Silvia Cosio 23/07/2021
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Cuenta la leyenda que, durante su viaje a Roma desde su Siria natal, el emperador adolescente Heliogábalo se hizo acompañar de un enorme y lujoso séquito y que en cada parada se organizaban orgías y se adoraba al extraño dios El Gabal del que él era sacerdote supremo. También cuentan que en uno de sus banquetes ahogó a sus invitados en pétalos de rosas. En los cuatro años que fue emperador de Roma, el muchacho no se hizo muy popular: demasiado extranjero para el gusto romano. Su dios, su aspecto, su moral y sus costumbres escandalizaron a los romanos de toda la vida, que pensaban que ni siquiera respetaba la moralidad sexual tradicional ya que un día se casaba con una virgen vestal y al otro se acostaba con su rubio esclavo. Nada que no hubieran hecho otros emperadores, pero por lo menos habían sido romanos de pura cepa. Al final, Julia Mesa, la abuela del muchacho, buena conocedora de cómo se manejaban las intrigas políticas en Roma, con la misma mano con la que le había hecho emperador le sustituyó por su primo Alejandro Severo, mucho más del gusto de los y las romanas de bien. Se dice que el pobre Heliogábalo murió a los dieciocho años abrazado a su madre, quien permaneció con él hasta el final y compartió su trágico destino. Mil ochocientos años después todavía llamamos Heliogábalo a Marco Aurelio Antonino Augusto, acrecentando la leyenda de outsider y el exotismo de un emperador tan romano como el propio Augusto, pero al que se le atribuyeron todos los males, excesos y excentricidades de un extranjero.
Los dos grandes hitos que dieron paso a la Modernidad, la Revolución americana y la Revolución francesa, tampoco parecen librarse afortunadamente de la nueva historiografía crítica
Más allá de los intereses políticos y económicos y de los movimientos geopolíticos e ideológicos que subyacen bajo el fenómeno de la xenofobia, encontramos a lo largo de la historia un sustrato de desconfianza hacia todo aquello y aquellos que cuestionan las formas de vida tradicionales. Este acaba manifestándose en períodos especialmente confusos o complejos. Un racismo estructural, muy difícil de combatir, que impregna nuestro lenguaje y del que se tiende a negar vehementemente su existencia, pero del que no se duda en echar mano políticamente a conveniencia. Un año después de la universalización del Black Lives Matter, y con Europa asumiendo su pasado colonial y su responsabilidad en el tráfico de personas, ya no resulta tabú sacar estos temas en la conversación pública, aunque en España aún resqueme cualquier mención, siempre a la defensiva en cuanto a nuestro pasado colonial y esclavista. Los dos grandes hitos que dieron paso a la Modernidad, la Revolución americana y la Revolución francesa, tampoco parecen librarse afortunadamente de la nueva historiografía crítica que comienza a reconocer que los pilares que sostienen los Estados modernos se forjaron con mano esclava. Ninguna nación parece librarse de esa especie de pulsión, de ese pánico moral hacia el otro, que es la base de los pogromos contra los judíos y de las leyes contra el pueblo gitano. A lo largo de la historia podemos rastrear políticas nativistas cuya bases argumentales no difieren mucho de las que continuamente oímos a diestra y también desde cierta siniestra: defender lo nuestro, nuestro trabajo, nuestras mujeres, nuestras costumbres de las hordas que vienen a robarnos y a abusar de nuestra hospitalidad. Que se queden en su país, que ayuden allí a pagar las pensiones de sus abuelos.
En las elecciones presidenciales estadounidenses de 1856, el Know Nothing Party, un partido de corte nativista, logró casi el 22% de los votos. Esta formación acusaba a los irlandeses católicos de socavar los principios de la república al someterse al poder del Papa. También dirigía sus dardos contra la comunidad asiática. La violencia verbal se tradujo pronto en violencia física contra irlandeses y asiáticos. Con el tiempo, el partido se transmutó en la Liga por la Restricción de la Inmigración, cuya mayor victoria política fue el Acta China de Exclusión, de 1882, que prohibió la inmigración de todo ciudadano de origen chino a EE.UU. El Partido Republicano ha incorporado parte del ideario nativista, cuya más moderna encarnación la podemos ver en el “Build the Wall” trumpiano. Cuando las colonias australianas formaron la Commonwealth de Australia en 1901, uno de sus principios fundacionales fue la llamada política “White Australia”. En los años veinte en Brasil se intentó legislar para prohibir la inmigración de personas de origen africano con el fin de garantizar la “blanquitud”. En la tolerante Canadá, la Liga de Orange pedía la expulsión de los irlandeses y en los años veinte el Ku Klux Klan tenía una rama canadiense. Los nazis no inventaron el antisemitismo y en España, desde 1499, se han promulgado 200 leyes contra el pueblo gitano, además de haber expulsado a los judíos y a los moriscos.
Estudiar el discurso de odio contra las personas migrantes y la “otredad” como un pánico moral –aunque no exclusivamente– nos permite entender la permeabilidad de las sociedades actuales a estos discursos. La pasividad con la que aceptamos la violencia que el Estado ejerce sobre las personas migrantes, las políticas migratorias y de asilo de la UE y el discurso que deshumaniza y criminaliza la inmigración son consecuencias directas de esta pulsión. Es el mismo mecanismo que opera con respecto a todo tipo de disidencias, también las sexuales y las afectivas, y que se materializa en forma de legislaciones homófobas, algunas de las cuales ya se encuentran en territorio de la UE. Si bien es cierto que tanto en España como en parte de la UE se ha hecho una labor importante para combatir el discurso homófobo –por parte de las autoridades, pero principalmente por los y las activistas LGTBIQ+, lo que no evita que sigan sufriendo todo tipo de violencias–, hemos legitimado, sin embargo, el discurso de odio antimigrante en sede parlamentaria hasta convertirlo en un discurso políticamente aceptable. Los partidos políticos de extrema derecha lo exhiben sin complejos, pero hay atisbos de que una parte de la izquierda no se encuentra del todo incómoda ante las soluciones salvinistas. A los gobiernos de la UE no les tiembla el pulso tampoco a la hora de expulsar sin garantías a las personas migrantes o de convertir los campos de refugiados en un infierno y el Mediterráneo en una fosa común.
Una vez legitimados, estos discursos acaban traduciéndose en violencia: el asesinato de Younes Bilal el 12 de junio en Mazarrón no es un acto casual, como tampoco la agresión a Mimun Kutaibi. El apuñalamiento de una mujer en una cola del hambre en Cartagena, el fuego que arrasó las infraviviendas de los trabajadores de El Ejido o la granada lanzada contra un centro de menores en Madrid son algunos de los ejemplos más mediáticos de la violencia sistemática y sistémica que las personas migrantes y racializadas, sean estas últimas migrantes o no, sufren en España.
Cuenta la leyenda que, durante su viaje a Roma desde su Siria natal, el emperador adolescente Heliogábalo se hizo acompañar de un enorme y lujoso séquito y que en cada parada se organizaban orgías y se adoraba al extraño dios El Gabal del que él era sacerdote supremo. También cuentan que en uno de sus banquetes...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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