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HOMEOPATÍAS

Elogio del autodidacta

Una sociedad suministra a sus ciudadanos, junto a cuidados y golpes, muchas respuestas compartidas. Al contrario de lo que podríamos creer en una época de crisis, a los humanos no nos faltan respuestas; nos sobran

Santiago Alba Rico 29/09/2021

<p><em>Los primeros pasos </em>(1890).</p>

Los primeros pasos (1890).

Vincent Van Gogh

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La obra más conocida de la literatura hispano-árabe es sin duda la Risala Hayy Ibn Yaqzan fi asrar al-hikma al-musriqiya, del filósofo andalusí Ibn Tufayl, escrita hacia el año 1180 y traducida al latín en 1671 por Eduardo Pococke con el título que la hará luego célebre en Occidente: El filósofo autodidacto. No es el propósito aquí discutir la fuente de inspiración de este delicioso texto ni su deuda con Ibn Sayg (Avempace) o con Ibn Sina (Avicena). Recordemos más bien el argumento del relato. Un niño nacido en una isla por generación espontánea a partir del barro (o abandonado en el mar por una princesa adúltera, según la otra versión que el propio Ibn Tufayl sugiere) es amamantado por una gacela y crece en la soledad de la naturaleza sin ningún trato con otro ser humano. Hayy Ibn Yaqzan, que así se llama la criatura, no sucumbe, sin embargo, a su condición animal sino que se hace a sí mismo humano –podríamos decir– sin necesidad de ningún intercambio social, a través del ejercicio desnudo de la pura razón, capaz de ordenar los datos sensibles que le entrega el mundo para construir en cadena todo la ciencia humana. A los siete años aprende el uso de herramientas; a los catorce, la muerte de su madre gacela activa en él el razonamiento filosófico, alimentado, como el de una mariposa, por el fulgor del fuego, y desarrolla el interés por la anatomía; a los veintiún años “inventa” la botánica y la mineralogía y pone las bases de la taxonomía; a los veintiocho emprende una larga investigación sobre el movimiento y las funciones del alma y reconstruye todo el conocimiento astronómico de la humanidad. Así va pasando de una ciencia a otra, desde las más empíricas a las más teológicas, hasta alcanzar, naturalmente, el “conocimiento intuitivo” del verdadero Dios, al que Ibn Yaqzan llega en el quinto septenio de su vida o, lo que es lo mismo, a los treinta y cinco años, subiendo en solitario, desde dentro, la escalera del espíritu.

La Risala se inscribe, obviamente, en una tradición que es al mismo tiempo platónica (o neoplatónica) y sufí. A Ibn Tufayl le interesa colocar a su personaje en una especie de laboratorio  incontaminado a fin de poner a prueba la fitra, ese concepto teológico islámico que define la inclinación natural del hombre a la verdadera religión, pero también para defender la idea de una universalidad previa al lenguaje y, por tanto, a la convivencia en sociedad, en la que se hallaría contenida, antes de cualquier estímulo externo, toda la ciencia de la humanidad. Ese “laboratorio” es mental y, desde luego, literario. Ibn Tufayl no pretende que la historia de Ibn Yaqzan sea cierta; a través de ella expone su apología de Plotino, de los falasifa y de las tariqas sufíes. Lo que a mí me interesa ahora, en todo caso, es esta figura, central en el texto, de un “filósofo autodidacta” o “autodidacto”, según la versión latina; es decir, de un ser humano que lo habría aprendido todo por sí mismo o se lo habría enseñado todo a sí mismo. Lo que me interesa es explorar la posibilidad de un saber sin mediación en el que el maestro y el discípulo serían la misma persona.

Ni el niño de Pasamenito ni Rómulo y Remo ni Hayy Ibn Yaqzan (ni, por supuesto, Mowgli o Tarzán) podían aprender ni enseñar nada sin la compañía lingüística de otros humanos

El historiador griego Heródoto (siglo V de la era cristiana) relata el experimento del faraón Psamenito I, quien habría dejado a un bebé recién nacido al cuidado de dos campesinos, en un apartado paraje de la montaña, con la orden expresa de no dirigirle una sola palabra ni pronunciar ninguna en su presencia. El faraón quería saber en qué lengua iba a expresarse “naturalmente” el niño una vez alcanzada la edad de hablar, y ello con el propósito de averiguar cuál era la lengua original de la humanidad o con el propósito de confirmar, más bien, la primacía cronológica de la lengua egipcia. Según Heródoto, Psamenito habría quedado muy contrariado, pues llegado el momento, al enunciar sus primeros sonidos articulados, el niño habría gritado “pecos”, “pecos”, que es lengua frigia, y no egipcia, y quiere decir “pan”. Siglos de experimentos con los llamados “niños salvajes”, que fascinaron a la ciencia ilustrada europea a finales del siglo XVIII, demostraron, contra todos los nacionalismos, que no hay una “lengua original de la humanidad”, que los humanos poseemos, sí, una especie de gramática universal innata capaz de adoptar luego una forma particular, pero que sin un contacto temprano con cualquiera de estas formas particulares –con una lengua concreta– las facultades cognitivas del sujeto quedan seriamente dañadas. No se puede hablar si no se tiene la capacidad de hablar, pero esa capacidad necesita el intercambio social precoz para desarrollarse. Ni el niño de Pasamenito ni Rómulo y Remo ni Hayy Ibn Yaqzan ni Victor de Aveyron (ni, por supuesto, Mowgli o Tarzán) podían aprender ni enseñar nada y, mucho menos, desarrollar en su cabeza los conocimientos matemáticos y teológicos de la humanidad sin la compañía lingüística de otros seres humanos. La incorporación más o menos tardía al lenguaje –tal y como lo indica el caso de los sordos, a los que ha salvado del naufragio el llamado “lenguaje de signos”– determina el destino cognitivo de los niños y, en consecuencia, su capacidad de aprendizaje.

Esto es, en todo caso, una banalidad científica. Lo que me importa aquí, como digo, es pensar más bien en esa idea del “filósofo autodidacta” de Ibn Tufayl a partir del legado platónico, que en definitiva es también socrático. Hayy Ibn Yaqzan, como recordamos, cuando entra en contacto con Asal y aprende a hablar, ya lo sabe todo y se limita a traducir luego su refinadísimo saber a la lengua árabe que le enseña su estupefacto amigo. Tal cosa no es posible desde un punto de vista neuronal, pero es muy estimulante desde un punto de vista filosófico.

Sócrates, que nada sabía, no podía enseñar nada; se limitaba a preguntar. A través de sus preguntas su interlocutor descubría que todo lo que creía saber carecía de fundamento

La frase más conocida del filósofo griego Sócrates (muerto en el 399 antes de Cristo) es esa que dice: “Sólo sé que no sé nada”. ¿Por qué Sócrates, el más sabio de los hombres, se mostraba tan enfáticamente modesto? Porque en realidad estaba muy preocupado por lo que creía saber, por lo que los hombres creían saber. Este “saber que no se sabe” es, en realidad, el resultado de un descubrimiento sin el cual no puede haber verdadero saber: el descubrimiento de que lo que creo saber no lo sé verdaderamente. Con el lenguaje, que solo se adquiere en sociedad, adquirimos también los valores, las evidencias, los conocimientos propios de esa sociedad; sus prejuicios y miopías, si se quiere. Cuando Sócrates decía “sólo sé que no sé nada” estaba demoliendo los saberes incuestionados de su época y de su comunidad; no saber nada era ignorar el poder de los dioses, los procedimientos retóricos de las asambleas, las convenciones que regulaban la política ateniense, los mecanismos tradicionales de transmisión del conocimiento: todo lo que formaba parte inalienable, en fin, de la identidad de los griegos. Quizás si se interpreta de este modo su citadísima frase se entiende mejor por qué un tribunal lo condenó a muerte por “impiedad”. Nadie ha explicado mejor la historia de esta condena, en libros y clases, que mi amigo Carlos Fernández Liria, del que tomo prestadas algunas de las ideas de este texto.

Cuando Sócrates decía “sólo sé que no sé nada” les estaba diciendo a sus compatriotas: no sabéis nada y ni siquiera sabéis que no sabéis. Que era lo mismo que si les estuviera diciendo: tenéis que dejar de saber lo que creéis saber para comenzar a saber de verdad. Sócrates inventó un método de aprendizaje al que llamó mayéutica, en referencia al oficio de la comadrona, la cual ayuda desde fuera a parir a las madres, de cuyo interior nace, por su propio impulso, la nueva criatura. Ese método es el que, a partir de Platón, se conoce como “dialéctica”, pues literariamente cristalizó en la forma “diálogo” que hizo famoso al discípulo de Sócrates. Sócrates, que nada sabía, no podía enseñar nada; se limitaba a preguntar. A través de sus preguntas su interlocutor descubría de entrada que todo lo que creía saber carecía de fundamento, que todo el conocimiento adquirido se desmoronaba frente a esa interrogación como un castillo de arena lamido por las olas. Así que la pregunta misma operaba como un drenaje o un barrido propedéutico: el interlocutor, incapaz de responder, se descubría vacío, lo que no siempre generaba, como sabemos, reacciones de simpatía o agradecimiento.

Ahora bien, la mayéutica contenía, al mismo tiempo, una potencia constructiva. Esta es la dimensión que introdujo propiamente Platón y que enlaza con el “filósofo autodidacto” de Ibn Tufayl. Una vez que el interlocutor había descubierto que no sabía nada, porque lo que creía saber no era realmente un saber, descubría, en dirección contraria, que sabía, en realidad, muchas más cosas de las que sabía: cosas que no sabía que sabía, cosas que creía no saber. Sócrates dijo: sólo sé que no sé nada. Platón añadió: todos sabemos más de lo que sabemos. Antes de empezar a hablar (digamos) el interlocutor de Sócrates lo sabía todo: sabía lo que el lenguaje de los griegos le había transmitido, pero una vez desalojado este saber adventicio, minado por el preguntar socrático, se percataba de que ese vacío estaba lleno: de que sabía todo lo que este saber adventicio le había impedido saber. Encadenando preguntas, el alma era capaz de descubrir en sí misma, por ejemplo, la geometría. Pensemos en el conocido diálogo Menon, en el que el filósofo interroga pacientemente a un esclavo, el cual desarrolla por sí mismo, para su propia estupefacción y la de su amo, el teorema de Pitágoras: en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Un extranjero, un no griego y además esclavo, ¡llevaba dentro de sí un saber común y universal! No es extraño que una versión muy simplificada de la “teoría de las ideas” de Platón –que es la que luego recoge el neoplatonismo y nos enseñan en la escuela– pretendiera que los humanos nacemos con un yacimiento reprimido de ideas verdaderas, olvidadas en la niebla del cuerpo y de sus relaciones mundanas, de tal manera que conocer, por tanto, es sencillamente recordar. Esta noción del conocimiento como recuerdo de una vida anterior es, en todo caso, una buena metáfora para describir el oficio del filósofo: un  hombre extravagante que, porque no sabe nada, puede ayudarse a sí mismo y a los demás a recuperar del fondo del alma lo que aún ignora que sabe.

Porque la cuestión es precisamente ésta. Los humanos, bichos lingüísticos, adquirimos el lenguaje en sociedad; adquirimos con el lenguaje –es decir– la sociedad misma. Pero una sociedad, incluso la peor de las sociedades, consiste fundamentalmente en un conjunto estable de respuestas. Una sociedad –una sociedad cualquiera– suministra a sus ciudadanos, junto a cuidados y golpes, muchas respuestas compartidas. Al contrario de lo que podríamos creer en una época de crisis, a los humanos no nos faltan respuestas; nos sobran. Nacemos en un mundo que se nos anticipa ya construido y, mediante las palabras, lo interiorizamos en nuestros cuerpos, como por metástasis sucesivas, en un proceso expansivo de aprendizaje que es también un necesario proceso de integración social. Desde niños sabemos, sin haberlo preguntado, cuántos sexos hay, qué es un padre y qué una madre, cómo se saluda, cómo se come, cómo se trata a los huéspedes, a los ancianos y a los muertos, cuál es nuestra bandera y nuestra ropa, qué significa casa y qué significa poder, dónde hay que hablar y dónde hay que estar callado, qué se puede esperar de un gobierno, de un vecino, de un amante, de un desconocido. Sabemos que la tierra es plana y luego sabemos que la tierra es redonda, sabemos que la tierra está en el centro del universo y luego sabemos que gira alrededor del sol, sabemos que el hombre fue creado por Dios y luego sabemos que procede evolutivamente de otras especies biológicas. Algunas de estas respuestas, antropológicas o científicas, son sensatas y hasta buenas o al menos inocentes; otras erróneas y peligrosas. Todas son, en cualquier caso, tranquilizadoras, pues nos ahorran la angustia de tener qué decidir en cada momento cómo debemos comportarnos con las cosas y con los cuerpos. (Digamos, entre paréntesis, que la pandemia ha destruido uno de los saberes comunes más elementales y ansiolíticos: antes los españoles sabíamos al menos cómo teníamos que saludarnos y ahora ya no; el umbral de nuestros encuentros es una vacilación, una irresolución que probablemente ha alterado, sin que nos demos cuenta, el tono y contenido de todas nuestras conversaciones). Sin esas respuestas ya dadas, en fin, la vida social sería imposible; sin cuestionarlas la vida en general se volvería finalmente insoportable o destructiva. Como quiera que sea, nacemos con todas o con casi todas las respuestas y de lo que se trata es de averiguar qué hacemos con ellas. Saber que no sabemos nada, como pretendía Sócrates, es ya una forma de rebelarse contra las respuestas recibidas; saber que ya sabemos, sin saberlo, muchas cosas no sabidas, como pretendía Platón, es una forma de anticipar otro mundo posible. Una sociedad democrática debe encontrar un equilibrio entre la transmisión de respuestas establecidas por las anteriores generaciones y la renovación de las preguntas que impiden la fosilización social y garantizan la serendipia colectiva. Sin tradición no hay sociedad; sin interrogación no hay aprendizaje individual y social. Toda sociedad debe transmitir al mismo tiempo una forma satisfactoria de saludar, de celebrar, de tratar a los muertos y el impulso insatisfecho de hacer nuevas preguntas.

Tenemos demasiadas respuestas, sobre todo en tiempos de crisis. Los padres dan respuestas. Los sacerdotes, los muftis y los rabinos dan respuestas. Los dictadores dan respuestas. Las máquinas dan respuestas. El mercado da respuestas. Los filósofos, por su parte, hacen preguntas. Ninguna sociedad necesita dictadores; necesitamos padres, aunque se equivoquen, y necesitamos más o menos (casi siempre menos) sacerdotes, máquinas y mercados. Pero hay algo mucho más necesario: toda sociedad, además de madres, necesita reservar un espacio, al margen de las respuestas sociales y protegido –aún más– de las respuestas sociales, donde la gente se limite a hacerse preguntas. Preguntas que a veces no se pueden responder o para las que solo tenemos respuestas provisionales; es decir que fungen como meros pasajes o pasarelas hacia nuevos interrogantes.

Cuando hablamos de educación, podemos concebirla, pues, de una de estas dos maneras: o como un puro vehículo de reproducción de las respuestas sociales ya manufacturadas o como un encuentro desinteresado de autodidactas que, ayudados por una comadrona, descubren todo lo que no sabían que ya sabían. Ese es el conflicto, en realidad, entre Sócrates y el tribunal que lo mató; o, si se quiere, entre democracia y tradición. De la reproducción de las respuestas sociales se ocupan las familias, las máquinas, los mercados, a veces para bien y a veces para mal; de la producción de autodidactas sólo puede ocuparse –frente a las familias, las máquinas y los mercados– la escuela: una escuela, naturalmente, pública, laica y universal.

La escuela pública hace fracasar ese proyecto de repetición familiar y de este fracaso nace la novedad: la novedad de un individuo –digamos– autodidacta

Detengámonos aquí un momento antes de terminar. ¿Qué quiere decir “laica” y qué quiere decir “pública y universal”? “Laicismo” es un término que da lugar a crecientes malentendidos en una época que, como ocurre señeramente en Francia, confunde “republicanismo” con “defensa de valores nacionales”; y que en Occidente ha acabado por convertir el “eurocentrismo” en la más verdadera de las religiones. Hemos olvidado así la enseñanza –precisamente– de uno de los padres del liberalismo francés, Benjamin Constant, quien en 1819 exponía con toda claridad las hechuras del concepto. El “laicismo”, decía, es la garantía institucional de que nadie va a ser perseguido por sus creencias u opiniones, lo que quiere decir que tan “religiosa” es, y por ello igualmente poco “laica”, una teocracia que persigue a los ateos y un régimen ateo que persigue a los creyentes. El laicismo no sólo puede sino que debe permitir la pluralidad de razonamientos y la pluralidad de disparates. Lo que no puede permitir es que ningún grupo potencial de perseguidores (ningún razonamiento y ningún disparate) se apodere de y pase a gestionar las instituciones públicas; entre estos potenciales perseguidores hay que incluir –estiraría yo, sin forzarla, la noción de Constant– a los lobbies económicos, tan excluyentes en términos de clase como lo son las iglesias en términos religiosos. Una escuela laica, por tanto, es una escuela sustraída tanto a las presiones de los sacerdotes como a las de los bancos; una escuela que se abre hueco –que abre un hueco– entre las respuestas de los muftis y las respuestas del mercado.

 ¿Y “pública”? Es casi un pleonasmo. “Pública” es una escuela que no excluye a nadie, claro, por razones de clase, género, raza o ideología. Habría que defenderla, pues, por elemental sentido de la justicia. Pero ocurre que esta “universalidad” tiene además irrenunciables consecuencias civilizacionales, si se quiere; consecuencias sobre las que también ha insistido a menudo Carlos Fernández Liria. Hemos dicho que con el lenguaje los seres humanos recibimos respuestas sociales cuyos proveedores fundamentales son, entre otros vehículos, las propias familias, que querrían prolongar su sustancia en una inmanencia sin salida. “Público” quiere decir aquí lo contrario de “doméstico”; evoca un espacio fuera de casa en el que, precisamente porque es exterior, puede ocurrir cualquier cosa. La “escuela pública” garantiza, sí, la contingencia, que es, si se quiere, el primer y fundamental derecho de los niños, pues asienta su derecho inalienable a no ser como sus padres: a escuchar más palabras que las de sus padres, a tener otros ejemplos más allá de los que ofrecen sus padres, a aspirar a un amor distinto al de sus padres. Cuando se habla de “derechos” hay que pensar en los de los niños y no en los de los padres, siempre subsidiarios o accesorios. Y si hay que defender los derechos de los niños, y no los de los padres, la “escuela pública” constituye el derecho infantil por antonomasia, frente al cual todo ejercicio de libertad parental es ya tiranía. En la cultura humana, como en la evolución de las especies, cualquier novedad es una repetición fallida. Los padres querríamos repetirnos en nuestros hijos, llevarlos a una escuela que fuese una prolongación ideológica de la casa, ponerlos sencillamente en nuestro lugar y fuera del mundo. La “escuela pública” hace fracasar ese proyecto de repetición familiar y de este fracaso nace la novedad: la novedad de un individuo –digamos– autodidacta (y por lo tanto potencialmente sabio y libre) y la novedad colectiva de una sociedad que, aunque así lo quisiera, gracias a la escuela pública, no puede reproducirse sin variación o, lo que es lo mismo, sin nuevas preguntas. Así lo expresa Ibn Tufayl, citando a Al-Ghazali, en el arranque de su Filósofo autodidacto: “Y aunque estas palabras no tuvieran otra virtud que hacerte dudar de tus convicciones heredadas, tendrían ya utilidad suficiente; porque el que no duda, no mira; el que no mira, no ve; y el que no ve, permanece en la ceguera y en la perplejidad”.

Esta escuela es lo que llamamos, en realidad, “filosofía”. Al final de la Risala, Ibn Yaqzan y su compañero Asal renuncian a transmitir su conocimiento a los hombres, a los que juzgan toscos, indignos e incapaces de aprender, de manera que deciden volver a la isla para entregarse en soledad a su gnosis divina. Es aquí donde Ibn Tufayl abandona las enseñanzas platónicas sobre la necesidad del “retorno a la caverna”, en la que estamos obligados a enseñar con carboncillo y entre las sombras a todos los hombres por igual, incluidos los esclavos (que de ese modo quedan también liberados). Contra lo que sugiere la novela de Ibn Tufayl, no hay conocimiento autodidacta porque no hay conocimiento sin lenguaje y sin compañía social; pero todo verdadero conocimiento es paradójicamente autodidacta en la medida en que lo descubre el propio sujeto, con esfuerzo asistido, en el fondo de su mente, oculto bajo la arena del lenguaje y la compañía social. Es más paradójico aún: porque lo que está encerrado en el fondo de nuestras mentes (oh milagro) es precisamente lo más común –lo que vincula, a través del arte o la ciencia, a todos los humanos– y su único acceso posible es la “filosofía”; es decir, el lugar donde se produce ese diálogo público entre autodidactas preguntones que llamamos “escuela”. La escuela siempre estuvo amenazada por las iglesias y las dictaduras y sus respuestas fósiles; hoy también por el capitalismo, que necesita individuos incomunicados (en el trabajo, en el mercado y en las redes) y no autodidactas unidos por los libros, los maestros y los debates públicos.

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Una versión más corta de este texto fue publicada en el periódico aljumhiriya.net en traducción al árabe de Yassin Swehat.

La obra más conocida de la literatura hispano-árabe es sin duda la Risala Hayy Ibn Yaqzan fi asrar al-hikma al-musriqiya, del filósofo andalusí Ibn Tufayl, escrita hacia el año 1180 y traducida al latín en 1671 por Eduardo Pococke con el título que la hará luego célebre en Occidente: El filósofo...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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1 comentario(s)

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  1. Aramis

    Primero mostrar agradecimiento por un texto sugerente en tiempos de sequía, si bien pasar de un Sócrates –que solo sabe que no sabe nada–, a un Platón que sabe más de lo que sabe exige de una «potencia constructiva» muy superior a la del “filósofo autodidacto,” o a la del ilustre esclavo de Menon. Así que más que simplificación de la teoría de las ideas de Platón, mucho me temo que estamos ante una jibarización un tanto salvaje de yacimientos y nubes todocerebrales con fondos de armario que ignora. No veo a los griegos presocráticos removiendo en el baúl de los recuerdos para cantar “eureka” descubriendo en el siglo V, antes de Cristo, bragas y calzoncillos de women’secret, o Kalvin Klein so pena de considerarlos idiotas primitivos dotados de una fantasía desmedida. Ciertamente sin tradición no hay sociedad. Pero las tradiciones cambian tanto como las sociedades, y el error de la historia está siempre en interpretar lo distinto de ayer con los instrumentos analíticos de hoy. Pensemos por un instante en la hipótesis de que las escuelas de pensamiento más relevantes en la Grecia clásica, no son ni Aristóteles, ni Platón, sino Euclides y Pitágoras y que la idea central es la idea de «armonía» como patrón fundamental de orden. Bajo esta hipótesis la caverna de Platón se ilumina de otra forma muy diferente a la contemporánea. Incluso Sócrates cambia de perspectiva. ¡Pero esto es otra historia!

    Hace 3 años 1 mes

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