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¡Oh, el Imperio! Miré los muros de la patria mía y todo eso.
El irredentismo, la Gran Serbia, la Gran Bulgaria, la Gran Hungría, el Reich, el Imperio Británico. Un territorio donde no se ponga el sol es casi como vencer a la muerte. Y funciona, engancha, moviliza a la población, y, si no, por lo menos, el sufragio.
Tiene sus contrapartidas, como todo, y la principal es que los imperios no se construyen por consenso, por lo general, y eso, quieras que no, genera rencores. Castilla se individualiza como agente político autónomo en el siglo IX, en la esquinita donde León y Navarra guardaban las escobas. Alfonso III el Magno, de Asturias, escribe como cosa curiosa “Bardulia quae nunc appellatur Castella” (Vardulia, que ahora se llama Castilla), como diciendo mira estos muchachos, qué ganas de andar cambiándole el nombre a las cosas.
Pues al loro con los chavales, que acabaron comiéndose Asturias, León y todo lo demás por ahí para abajo para constituirse, en solo seis siglos, a finales del XV en una de las tres grandes potencias de la Península Ibérica junto a Portugal y Aragón. Y con la tremenda potra de que financiaron una expedición disparatada que acabó por abrirles las puertas de un continente entero.
La gente que sabe de esto señala que el problema de la entidad política heredera de aquella alianza desigual entre las coronas de Castilla y Aragón, lastrada de inercias bajomedievales, lo que hoy llamamos España para entendernos, tuvo el problema de convertirse en un imperio antes de llegar a consolidarse como un Estado, y eso es malísimo, según nueve de cada diez odontólogos. Y si seguimos el dinero, como recomendaba Garganta Profunda, al final el imperio español se constituye en una especie de correa de transmisión del flujo de metales preciosos que se origina en los potosíes de las Américas y que va a acabar financiando la acumulación primitiva de capital de los banqueros de Europa Central. ¿Cómo va a ser eso? Porque a mediados del XVI, ante la amenaza terrorista del luteranismo, el emperador Carlos I de España y V de Alemania lo apuesta todo a la Contrarreforma y se embarca en una serie de guerras de religión, que luego continuaría su hijo, de cuyo negocio rampante se beneficia todo el mundo menos Castilla.
Es procedente aclarar que el Emperador Carlos V de Alemania lo era porque heredó la dignidad del Sacro Imperio Romano Germánico, no porque en sus dominios no se pusiera el sol. Es como si dentro de mil años las comunidades “reneolíticas” que pueblen la Europa post colapso elijan de entre sus caudillos uno singular que lleve el título, más bien simbólico, de Presidente de la Comisión Europea.
Los contratos de la gente que trabajaba extrayendo el oro y la plata de las entrañas de los potosíes de las Américas nos harían ver con otros ojos la reforma laboral del PP. La esclavitud es una institución de origen prehistórico, en el sentido de que las primeras sociedades que desarrollan sistemas de escritura ya tienen esclavos. Así que su origen es terreno abonado para la especulación. Y yo tengo la mía. Creo que la esclavitud no se le pasa a nadie por la cabeza hasta que no se empieza a utilizar a bóvidos, asnos, más tarde caballos, camellos y dromedarios, como fuerza de trabajo. Alguien diría “uy, tengo mucho campo que arar y pocos bueyes que uncir, voy a obligar a toda esta gente a que trabaje para mí a cambio de nada como hago con estos bueyes tan hermosos”. No tiene por qué haber sido así, pero el otro día fuimos a montar a caballo y me pareció… no sé, feo, obligar a aquel bicho tan bonito a cargar con mis setenta y ocho kilos braña arriba.
He vuelto a estudiar, después de mayor, y en griego clásico seguimos la historia de un campesino que trabaja un campo de su propiedad junto a un esclavo, también de su propiedad. El esclavo se escaquea de currar tanto como puede y el amo, el déspota en griego, le recrimina que sea tan vago. Y yo no puedo evitar sentir cierta simpatía por el muchacho y deseo que trabaje lo menos posible. Aprovecho para decir que en griego antiguo el verbo trabajar comparte raíz con la palabra que significa dolor, sufrimiento, y en griego moderno con la palabra que significaba esclavo en el griego clásico. Nuestro “trabajo” viene de tripalium, un instrumento de tortura.
Poco después de descubrir América, Castilla completó la conquista de las dos islas canarias que se le habían quedado atragantadas: La Palma y Tenerife. La venta de población canaria en los mercados esclavistas de Sevilla y Valencia está muy bien documentada, hasta el punto de que muchos de los nombres aborígenes que se utilizan hoy en día provienen de esas listas de personas vendidas allí. A lo mejor es por eso por lo que no me entusiasman los discursos encaminados a exaltar las virtudes de la evangelización y la civilización de los pueblos de ultramar. Y de a medio ultramar.
A lo largo del siglo XV se suceden las prohibiciones eclesiásticas de “tener canarios cautivos”, pero hay evidencia arqueológica de población aborigen esclava con posterioridad a 1599. Imagínate cómo sería la vaina en América.
Ante estas cosas, y si lo que se quiere es glosar las bondades de los procesos coloniales conducentes a la formación de imperios, solo cabe señalar lo mal que lo hicieron “otros”. Como si el crimen ajeno justificara el nuestro. O la ridiculización de “los intentos de mirar el pasado con ojos del siglo XXI”. Independientemente de los ojos con los que lo mires, el exterminio es exterminio, la esclavitud esclavitud y el abuso abuso. No cambia nada la mirada.
Pero ofende a determinada sensibilidad que se miente la bicha, que se ensucie el cuadro de la “gloriosa gesta evangelizadora, solo comparable a la romanización” con molestas pinceladas de realidad.
Parece que del mismo modo que en su España no cabemos la mitad de la población española, en su Historia de España no caben la mitad de los hechos históricos contrastados por las fuentes. A ver si en realidad la Historia de España tampoco les gusta.
¡Oh, el Imperio! Miré los muros de la patria mía y todo eso.
El irredentismo, la Gran Serbia, la Gran Bulgaria, la Gran Hungría, el Reich, el Imperio Británico. Un...
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Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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