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El fin del mundo está cerca. Bueno, en realidad no. El mundo va bien, gracias, lo que está cerca es el fin de las condiciones que permiten a nuestra especie vivir de la manera en que ha venido haciéndolo durante las últimas décadas. O vivir en absoluto, que también está por ver.
Un mediodía de agosto estaba yo en un bar de Somiedo, sentada debajo de la pantalla de la tele para no verla, una táctica que recomiendo. Ponían un reportaje informativo sobre los incendios en Atenas, la favorita de los dioses. Si el Olimpo da la espalda a Atenas es que el fin está cerca. También ardían Turquía y California, pero el reportaje era solo sobre Atenas. Una niña de unos diez años, con su mascarilla y su flequillo negros, miraba a la pantalla sobre mi cabeza con mucha atención. Yo solo podía ver sus ojos, abiertos como platos, así que nada más puedo intuir qué era lo que pasaba por su cabeza. Pero a mí me daba vergüenza. Yo me voy a morir dentro de unos años, quiera o no, pero ella se va a quedar a vivir en las cenizas de este planeta.
A los pocos días, llovía en Groenlandia, se filtraron documentos de trabajo de diferentes paneles del IPCC que venían a decir algo así como “el fin del mundo está cerca”. Y luego, ya lejos de Somiedo, leí entrevistas a Antonio Turiel, artículos de Manuel Casal Lodeiro, y no podía evitar preguntarme, no puedo aún, por qué la emergencia climática no es el núcleo central de todas las conversaciones.
Si la amenaza para el planeta fuera inexorable, si no hubiera nada que hacer salvo esperar la destrucción, a lo mejor sí que reaccionaríamos e intentaríamos hacer algo
Pero hay un pero. Siempre hay un pero en las historias de redención para que puedan funcionar. Y es que no es una sentencia firme: hay una pequeñísima rendija por la que se cuela un rayo de esperanza. Hollywood lleva más de un siglo entreteniéndonos con historias en las que, cerca del final, de repente todo parece perdido. Es de las primeras cosas que aprenden las personas que quieren ser guionistas: para que el final feliz sea aún más feliz tiene que haber parecido inalcanzable un instante antes. Si la amenaza para el planeta fuera inexorable, un enorme asteroide que se acercara a toda velocidad hacia la Tierra, si no hubiera nada que hacer salvo encoger el cuello y esperar el impacto y la destrucción, a lo mejor sí que reaccionaríamos e intentaríamos hacer algo. Bueno, no. Confiaríamos en que al final un viento solar lo desviara, un providencial agujero negro se abriera súbitamente y se lo tragara, o un dios, o, qué sé yo, la mano invisible del mercado, lo apartara de su trayectoria fatal, tanto nos ha condicionado esa técnica narrativa, “nada hay fuera del texto”.
Esto de que todo parezca imposible justo antes de lograrlo en realidad no es tan reciente. En el ciclo de los Argonautas aparecen las Rocas Simplégades, que son una especie de “estrecho móvil” cuyos extremos se acercan y se alejan de modo aleatorio y chocan entre sí. A los Argonautas les fue dado un truqui para cruzarlos: lanzar una paloma, siempre tan socorridas, y, si la paloma cruzaba, detrás iba el barco. No funcionó muy bien. La paloma llegó a cruzar pero perdió algunas plumas de la cola. Y desde entonces las palomas se pasaron al sector de las ramas de olivo. El caso es que ahí se precipitan nuestros aguerridos Argonautas contra las Rocas Simplégades y consiguen milagrosamente pasar en el último segundo perdiendo solo un faro de atrás, un gálibo y parte del embellecedor del timón.
Otro discurso que siempre funciona es el “arrepentíos”. No sé por qué. La primera vez que aparece, que yo sepa, es en boca de Juan el Bautista, en Mateo 3:2. Se dice que quien tiene una Biblia y no la lee es una persona católica, quien tiene una Biblia y lee siempre los mismos pasajes es protestante, y quien tiene una Biblia y la lee a fondo no es creyente. Supongo que con la Constitución pasará algo parecido.
En todas las versiones de la Biblia que he consultado en Internet, el Bautista en Mateo 3:2 predica “¡arrepentíos!”. En la Biblia que tengo en casa dice “¡convertíos!”. No sé si ir a reclamar. Luego explica más abajo que el verbo griego es epistréfein, que suena a pomada para la candidiasis pero que implica un cambio de mentalidad, una metánoia. Y quizás sería un concepto más útil para ensanchar esa rendija por la que se cuela un rayo de esperanza si algún profeta con un vestido de pelo de camello ceñido por un cinturón de cuero cuyo alimento sea a base de langostas y miel se molestara en predicar que el Reino de los Cielos está más lejos que nunca en la desdichada historia de la estirpe humana.
(La semana pasada estaba en una ciudad del norte de Italia, cerca de donde Savonarola reivindicó el “¡arrepentíos!”, y desde la comodidad del inodoro se podía ver, bajo el grifo cromado del lavabo, una arandelita plateada que enmarcaba una especie de desagüe de emergencia. Dentro, en la penumbra descascarillada, podía adivinarse el rostro asombrado de Walter Benjamin).
Lucas, el médico amado, escribió que Jesús, en el instante de su muerte, pidió a su padre, que para él era dios, o eso se desprende del texto, que perdonara a sus asesinos y torturadores porque no sabían qué era lo que estaban haciendo (Lucas 23:24). No nos es aplicable esa solicitud de clemencia. Sabemos lo que estamos haciendo. Lo sabemos desde hace décadas, además.
El fin del mundo está cerca. Bueno, en realidad no. El mundo va bien, gracias, lo que está cerca es el fin de las condiciones que permiten a nuestra especie vivir de la manera en que ha venido haciéndolo durante las últimas décadas. O vivir en absoluto, que también está por ver.
Un mediodía de agosto...
Autora >
Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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