Legado
La memoria de Almudena Grandes: afectiva y afiliativa
Como novelista de éxito comprometida con la memoria, la autora permitió a miles de lectores españoles ‘afiliarse’ emocional, moral y políticamente a un pasado silenciado
Sebastiaan Faber 28/11/2021
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El 14 de abril de 1931 “no ha estado nunca tan cerca”, escribió Almudena Grandes en una tribuna en El País en marzo de 2006, a tres semanas del 75 aniversario de la proclamación de la Segunda República. “Esta primavera republicana”, decía, “encuentra a los herederos naturales de los españoles del 31 en un estado de ánimo muy sensible a las emociones”. Emociones, eso sí, que en ningún caso incluían el temor: “Los nietos, biológicos o adoptivos, de los republicanos del 31 nos hemos hecho mayores. Somos la primera generación de españoles, en mucho tiempo, que no tiene miedo, y por eso hemos sido también los primeros que se han atrevido a mirar hacia atrás sin sentir el pánico de convertirse en estatuas de sal”.
Lo que describía Grandes en su tribuna era un fenómeno social del que ella misma ya estaba convirtiéndose en una referencia central: un cambio de paradigma en la relación de las y los españoles vivos con su pasado colectivo. Unos seis años antes, Emilio Silva había logrado exhumar la fosa leonesa en que yacía su abuelo, dando pie a un movimiento cívico marcado por una actitud nueva hacia los años de la República, de la guerra, de la dictadura y de la Transición.
Como bien decía Grandes, era una actitud movida por emociones –curiosidad, amor, indignación– pero desprovista de miedo. El movimiento de la memoria se atrevía a oponerse no solo a una derecha cada vez más desacomplejada en su revisionismo neofranquista (Pío Moa ya hacía varios años que era un autor de bestsellers promocionado por el PP de Aznar) sino a una izquierda institucional que llevaba años proclamando que la única relación moralmente adecuada y políticamente segura que cabía establecer con la España de 1931-1978 era neutral, distante, objetiva –en una palabra: aséptica–. Como escribiría el historiador Santos Juliá en un polémico ensayo en Revista de Occidente en ese mismo año de 2006, su generación estaba convencida de que era preferible tomar ese pasado y “echarlo al olvido”: estudiarlo, sí, pero considerándolo “como historia, como un pasado clausurado, algo … de lo que era preciso librarse si se quería desbrozar el único camino que podía reconducir a la democracia, a la libertad”.
Las novelas históricas de Almudena Grandes –empezando con la obra maestra que es El corazón helado (2007), en la que estaba trabajando cuando escribió la tribuna en El País– proponen algo radicalmente distinto. Insisten en la idea de que las generaciones vivas asuman una relación con el pasado que no sea aséptica, sino afectiva y política, partiendo de la idea –en última instancia, moral– de que ciertos legados de ese pasado merecen un lugar en el presente porque tienen algo que decirle. “La II República”, escribía Grandes en marzo de 2006, “se perfila en la nitidez que da la distancia como un ejemplo moral, un modelo de dignificación de la vida pública, un limpio ejercicio de la política entendida como el compromiso de guiar a un pueblo hacia su futuro. Sus valores resultan no sólo admirables en la lejanía, sino imprescindibles en nuestra realidad actual”.
Darle ese lugar no es fácil. Requiere una empecinada lucha social y política. Y mucho, mucho trabajo. Por algo, los alemanes hablan de Erinnerungsarbeit, la dura labor de la memoria. Fue la tarea a la que Grandes se dedicó sin descanso durante los últimos quince de su vida, como intelectual pública, pero, ante todo, como novelista.
Si las novelas históricas que nos ha dejado son el resultado de esa dura, minuciosa labor de la memoria –un ejemplo concreto de cómo una persona hoy puede establecer una relación moral y políticamente relevante con el pasado reciente– las tramas de esas novelas también escenifican ejemplos de esa difícil labor a través de las vivencias de sus personajes. No es casual que El corazón helado abra con el entierro del amado padre del protagonista, Álvaro Carrión, cuya fortuna familiar –como irá descubriendo Álvaro a medida que avance la trama– nace de un expolio conectado con la represión franquista. El dilema de Álvaro es personal –¿cómo redefinir la relación con un padre al que se le descubre ladrón y corrupto después de su muerte?– pero también es colectivo: escenifica el dilema de una generación de españoles reacios a abrazar una crítica política del franquismo en la medida en que implique una revisión moral de su propia genealogía (¿o fortuna?) familiar.
Si sus novelas históricas son el resultado de una minuciosa labor de la memoria, las tramas también escenifican ejemplos de esa difícil labor a través de los personajes
La solución narrativa al dilema moral que nos ofrece la novela es doble. Por un lado, Álvaro se enamora de una descendiente de la misma familia republicana a la que su padre expolió; por otro, emprende una investigación de su pasado familiar a través de la cual descubre a una abuela republicana con cierta prominencia pública que murió en una cárcel franquista. El repudio del padre le permite rescatar a la madre de este.
La relativa sencillez de esta resolución –ligeramente melodramática– no impide que la novela cobre una función ejemplar que va mucho más allá. En el fondo, con su novela Grandes invita a sus lectores a establecer una relación con las y los españoles del pasado que no solo sea afectiva en lugar de aséptica, sino que, al mismo tiempo, trascienda lo genealógico: una afectividad expansiva, en suma, que no se limite al amor –virtuoso pero apolítico– que sentimos hacia las madres, padres, abuelas y abuelos. Es una afectividad que, al desvincularse de las líneas filiativas, se puede convertir en un compromiso cívico o político. Se parece a lo que Edward Said, en su día, llamó un acto de afiliación: “Lazos sociales … que puedan sustituir a aquellos vínculos que relacionan a los miembros de una misma familia a través de las generaciones”. Si la filiación es impuesta biológicamente, la afiliación se asume activamente, por “convicción social y política, circunstancias económicas e históricas, un esfuerzo voluntario y una voluntad deliberada”. Por algo Grandes, en su tribuna de 2006, hablaba de “los nietos, biológicos o adoptivos, de los republicanos del 31”.
Si la escritura es un acto afiliativo, también lo es la lectura. Como novelista de éxito comprometida con la memoria, Grandes permitió a miles de lectores españoles afiliarse emocional, moral y políticamente a un pasado silenciado en la educación pública y al que la historiografía académica de la España democrática había tratado como un vertedero tóxico vedado a la ciudadanía común.
La muerte prematura de Almudena Grandes deja un gran vacío. Pero el hecho de que no pudiera terminar sus Episodios de una guerra interminable nos debería servir de recordatorio: la labor de la memoria, además de dura, es interminable, colectiva e intergeneracional. “El vínculo que establecen los nietos con sus abuelos en el terreno de la identidad”, escribía Grandes en 2006, “se concreta, aquí y ahora, en una reivindicación que no tiene tanto que ver con la memoria del pasado como con la que nosotros mismos legaremos a nuestros descendientes. … Y nosotros somos la memoria de su futuro”.
El 14 de abril de 1931 “no ha estado nunca tan cerca”, escribió Almudena Grandes en una tribuna en El País en marzo de 2006, a tres semanas del 75 aniversario de la proclamación de la Segunda...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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