terfismo
Neorrancios sin fronteras
Los rojipardos y las terfas se alinean con la derecha y la ultraderecha en las guerras culturales relativas al género y la cuestión nacional
Jesús Santos 17/01/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
De un tiempo a esta parte, ha ganado notoriedad una facción de la izquierda a la que sus detractores denominan usualmente como rojipardos y a veces también como nazboles, neorrancios o socialchovinistas. Simplificando acaso en exceso, podría decirse que el rojipardismo está compuesto por activistas y opinadores que abogan por políticas de izquierdas en la esfera de lo económico (si bien muchos de ellos no van más allá de planteamientos obreristas de resonancias socialdemócratas) al mismo tiempo que se alinean con la derecha y la ultraderecha en las guerras culturales relativas a los derechos civiles de las minorías, la moral y las costumbres o la cuestión nacional. En las redes sociales y otros foros públicos, los rojipardos más prolíficos despotrican a diario contra la políticas de la identidad (a las que responsabilizan de dividir a la clase obrera), aluden despectivamente a conceptos cuyo significado ni siquiera parecen entender como “posmo” y “queer”, caricaturizan el lenguaje inclusivo, realizan comentarios burlescos sobre el ecologismo y el animalismo, dedican nostálgicos panegíricos a la familia tradicional y a la vida rural, exhiben ramalazos patrioteros, militaristas y xenófobos, reivindican el pasado imperial español y vituperan los nacionalismos periféricos. De hecho, tal es su sintonía con los discursos reaccionarios que procede preguntarse hasta qué punto estamos realmente ante un movimiento de izquierdas o bien deberíamos hablar de un caso de quintacolumnismo criptofalangista. Rojipardos relevantes son, entre otros, Santiago Armesilla, Paco Arnau, Daniel Bernabé, Pedro Insua, Víctor Lenore, Pascual Serrano, Ana Iris Simón, Guillermo del Valle y Roberto Vaquero.
De manera poco más o menos simultánea al auge del rojipardismo, en el seno del feminismo ha cobrado forma y alcanzado popularidad una curiosa corriente conocida como terfismo. La característica más llamativa de las terf (trans-exclusionary radical feminist) es su renuencia a aceptar el derecho de autodeterminación de género, lo que les ha valido justificadas acusaciones de transfobia. Estos dos colectivos, en principio separados, han ido confluyendo hasta acabar solapándose parcialmente. Así, en la actualidad es harto frecuente que rojipardos y terfs compadreen entre sí y den entusiastas muestras de mutua simpatía.
Es significativo que tuitstars terfs como Lucía Etxebarria o Paula Fraga alternen mensajes tránsfobos con exaltados alegatos patrióticos en los que defienden la unidad
Todo esto es sabido por cualquier persona de izquierdas que preste atención al debate público. Lo que me interesa ahora es examinar sólo uno de esos puntos de coincidencia ideológica entre rojipardismo y terfismo: la cuestión nacional. Es significativo que tuitstars terfs como Lucía Etxebarria, Paula Fraga o Laura Redondo alternen sus mensajes tránsfobos con exaltados alegatos patrióticos en los que defienden la unidad de España o jalean la represión policial y judicial contra los independentismos. A simple vista, la correlación positiva entre ultraespañolismo y transfobia puede ser desconcertante, pues entre ambas ideologías no parece existir ninguna conexión lógica obvia. Una aproximación inicial a la posible explicación de este enigma consistiría en señalar que el pensamiento conservador constituye una cosmovisión omnicomprensiva que como tal resulta aplicable a multitud de asuntos por diferentes que sean entre sí. O dicho de modo más simple: cuando alguien es reaccionario, nunca lo es sólo en un único tema. Sin embargo, esta primera tentativa de explicación, aun pareciéndome acertada, no nos permite dilucidar en qué consiste exactamente el pensamiento conservador ni cuál es la lógica común que subyace tanto a la oposición a la autodeterminación nacional como a la oposición a la autodeterminación de género.
Para responder a estas preguntas necesitamos tener presente que uno de los rasgos definitorios de las ideologías reaccionarias es la naturalización del statu quo. Lo actualmente existente y dominante, lo hegemónico, es concebido no como un punto de partida susceptible de ser cuestionado, reformado y eventualmente superado, sino como un marco hermético e inmutable del que no es posible ni lícito sustraerse. En lo tocante a la cuestión nacional, el status quo se corresponde con la integridad del Estado español y la sujeción a éste de naciones como Cataluña o Euskadi. La naturalización de esa particular forma de organización político-territorial implica que, en el imaginario colectivo de la mayoría de nuestros compatriotas, España sea no tanto una creación humana arbitraria y contingente como una instancia suprahumana determinada por fuerzas tan inexorables como las leyes de la física. En otras palabras, la existencia del Estado español y su delimitación fronteriza se consideran una parte esencial del orden natural. Obsérvese asimismo que el concepto de “orden natural” es utilizado por lo general como un sinónimo de “orden divino” en tanto en cuanto la configuración de la Naturaleza se interpreta como resultado directo de la voluntad de Dios. En consecuencia, cuestionar la unidad nacional supone a la vez una aberración antinatura y una escandalosa blasfemia.
Los independentismos y los movimientos trans tienen en común que ambos aspiran a subvertir un supuesto orden natural que se identifica con un orden divino
A menudo, quienes se autodenominan orgullosamente como “internacionalistas” o, peor aún, como “ciudadanos del mundo” tratan de denunciar el dogmatismo e irracionalidad de los nacionalismos equiparándolos con las confesiones religiosas. El caso español ilustra que la analogía es más apropiada de lo que ellos mismos sospechan. La convulsión chauvinista –con proliferación de rojigualdas incluida– que sacudió el territorio nacional como reacción al procés puso de manifiesto que la religión más extendida y arraigada en nuestro país no es el catolicismo sino el españolismo. Bajo la férula de ese dios autoritario, a los ciudadanos se nos reservan dos únicos roles: o el de fieles creyentes que se someten gustosos al designio divino o el de incrédulos merecedores de anatema. No está de más recordar en este sentido que los juicios a los líderes soberanistas catalanes fueron planteados casi como autos de fe, con grotescas exigencias a los acusados de que abjurasen de sus ideas y mostrasen arrepentimiento por los pecados cometidos; o que la metáfora del nacionalismo como religión devino en literalidad cuando, fusionando españolismo con catolicismo, el cardenal Antonio Cañizares advirtió a Oriol Junqueras que la condición de independentista es incompatible con la de buen cristiano. La consecuencia de dicha visión teológica de España es que la voluntad de los ciudadanos, el principio democrático del consentimiento de los gobernados y los derechos civiles y políticos de los individuos concretos y reales terminan por subordinarse al valor supremo a proteger a toda costa: la preservación e inalterabilidad ad eternum de ese glorificado e hipertrofiado espectro llamado Patria.
Vagamente conscientes de los elementos fundamentalistas implícitos en su concepción de la nación, algunos rojipardos intentan racionalizar su postura con endebles argumentos pseudoizquierdistas por los que atribuyen al Estado Español un carácter instrumental: el mantenimiento de la unidad nacional, dicen, es necesario porque favorece la unidad de la clase trabajadora. No obstante, este argumento teórico se estrella contra la realidad fáctica de la atomización y descoordinación de la lucha obrera en la España actual. Ciertamente, la unidad nacional no parece estar produciendo el efecto benéfico cacareado. Más aún, resulta inverosímil que el Régimen del 78, una mutación del tardofranquismo diseñada deliberadamente para impedir o limitar cualquier logro social o democrático de auténtico calado, pueda constituir un ámbito propicio para la consecución de la emancipación del proletariado. Es probable que una Cataluña o una Euskadi independientes, aun cuando serían también estados burgueses, ofreciesen menos resistencias al movimiento obrero.
El discurso tránsfobo de las terf se sustenta sobre un esquema lógico similar. Conceptos difusos y polisémicos pero pretendidamente objetivos e inapelables como “la biología” o “lo material” cumplen ahora esa misma función de instancia suprahumana a la cual deben supeditarse los derechos de las personas de carne y hueso. En la mente reaccionaria, la persona trans es representada como un enajenado que en su delirio rechaza absurdamente que la anatomía defina su identidad de forma inexorable. Frente a esa evidente realidad anatómica, nos aseguran, sólo cabe la aceptación ya sea feliz o resignada, es decir, la sumisión a lo establecido. Tanto la autodeterminación nacional como la autodeterminación de género parten en cambio de la asunción de que la voluntad y el bienestar de los ciudadanos –y no la sumisión a abstracciones magnificadas– son los principios que han de regir la organización de la vida social. Los independentismos y los movimientos trans tienen en común que ambos aspiran a subvertir un supuesto orden natural que, como hemos visto, se identifica con un orden divino eterno e inmutable. Por ello suscitan por igual la aversión de los reaccionarios españoles, incapaces de tolerar cualquier transgresión contra los siniestros dioses ante los que se inclinan. Pero cuando lo que está en juego es la emancipación individual o colectiva de seres humanos, ninguna estructura sociopolítica, ninguna presunta realidad biológica, ninguna falsa deidad debe ser considerada inmutable.
--------------
Jesús Santos es licenciado en psicología y funcionario.
De un tiempo a esta parte, ha ganado notoriedad una facción de la izquierda a la que sus detractores denominan usualmente como rojipardos y a veces también como nazboles, neorrancios o socialchovinistas. Simplificando acaso en exceso, podría decirse que el rojipardismo está compuesto por activistas y opinadores...
Autor >
Jesús Santos
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí