regresión social
La vida privada de Urdangarín
Ojalá vivir en un país donde a nadie le importe con quién se acuesta nadie ni a quién coge de la mano
Joaquín Urías 26/01/2022
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Al marido de una infanta lo han fotografiado paseando de la mano con una mujer. A partir de ahí, hasta los periódicos más serios se lanzaron a redactar semblanzas de la señora en cuestión; en los platós televisivos los tertulianos discutían sobre qué pensaba el rey emérito de su yerno y, con más o menos humor, se escandalizaban con la “infidelidad”; en las redes, los monárquicos se lanzaron a buscar nueva pareja para la infanta entre los solteros más rancios del país; los republicanos se cebaban en la supuesta desgracia de la pareja, mofándose de la supuesta traición… en unas horas todo el país hablaba del tema con severos juicios morales.
Pocos días después, el reproche social, la lástima y la práctica unanimidad acerca de que un señor casado estaba haciendo algo indebido llevaron a que la Casa Real anunciara oficialmente que la pareja interrumpía su matrimonio.
Este debate público sobre la supuesta infidelidad de Urdangarín tiene perversos efectos sociales
Al exceso de atención sobre la familia real se ha sumado un estallido de moralina retrógrada. Este debate público sobre la supuesta infidelidad de Urdangarín tiene perversos efectos sociales. De una parte ratifica a la familia real como referente social. De otra, demuestra un retroceso lamentable en la moral social.
El papel de los famosos como modelos sociales es algo bastante estudiado. Hay investigadores que hablan de la espiral de las celebridades: como aparecen en los medios, la gente las toma como referentes y esa popularidad provoca que aparezcan aún más en los medios. A partir de ahí, esa sobreexposición mediática crea en el público una sensación de pertenencia que casi lleva a ver a los famosos como parte de la propia familia.
La sobreexposición mediática crea en el público una sensación de pertenencia que casi lleva a ver a los famosos como parte de la propia familia
En el caso de la familia real, hasta hace poco, nuestro país había esquivado una situación bien conocida en el Reino Unido. Sin embargo, de pronto nuestros royals empiezan a ser tan entretenidos como los suyos. Tenemos dos hermanos luchando por ser las ovejas descarriadas. Uno de ellos se pegó un tiro en un pie, luego fue incapaz de aprobar el bachillerato y ahora es rara la semana que no aparece ebrio u orinando en una esquina. Su hermana le va a la zaga y aparece casi a diario saltándose restricciones por la pandemia y entregándose al lujo ostentoso más chabacano. En la familia hay estafadores condenados y un rey retirado, propenso a la corrupción y las amantes voluptuosas, refugiado en un emirato árabe. Es razonable que mucha gente se sienta identificada con una familia tan variopinta.
Quienes han estudiado los mecanismos psicológicos de la fama destacan la irresistible atracción que sufrimos por este tipo de aristócratas que representan lo contrario de la vida real: consiguen dinero, fama y capacidad de influencia sin ningún esfuerzo y lo dilapidan con total irresponsabilidad. Sin embargo, esta popularidad, incluso aceptando lo que tiene de crítica feroz, funciona también como mecanismo legitimador de la monarquía. Tras la caída del Antiguo Régimen, cuando los reyes van perdiendo poder efectivo, su existencia sólo se justifica en la magia. La Constitución atribuye al rey un poder simbólico derivado de su continuidad histórica, capaz de personalizar la unidad del Estado. Ese es su único sentido y por ello la familia real está obligada permanentemente a mantener el teatro. El futuro de la monarquía depende de su capacidad de evocar la magia de los cuentos y las historias fantásticas. En nuestros tiempos, esa función la cumplen las revistas del corazón y los programas de cotilleos. Cuando el rey, su padre, sus hermanas o sus sobrinos son protagonistas de la vida social del país, incluso como objeto de crítica o burla, se asienta el papel de la monarquía y se la legitima.
Adicionalmente, la ola de críticas a la supuesta infidelidad del cuñado del rey trae consigo una ola de conservadurismo puritano cuyos efectos no siempre son evidentes.
Ciertamente, los cotilleos cumplen una importante función social. En contra de lo que se piensa, la charla intrascendente sobre los aspectos sorprendentes de los demás sirve para adquirir pautas que permiten a las personas afrontar diversos problemas sociales. Evaluamos a los demás también para saber cómo actuar: qué ropa ponernos, qué beber o cómo decorar la casa. Sin embargo, con frecuencia, este tipo de comentarios valorativos obligan a homogeneizar conductas. Nos hacen a todos sentirnos observados y, ante la amenaza de la crítica ajena, adaptar nuestras conductas a las aceptadas socialmente.
Los cotilleos contribuyen a crear la moral social que luego se impone como una losa sobre quien quiere vivir conforme a sus propias opciones
Por eso, los cotilleos contribuyen a crear la moral social que luego se impone como una losa sobre quien quiere vivir conforme a sus propias opciones. En el caso de Urdangarín, el problema no es ya que cualquiera se sienta legitimado para juzgar la vida privada de los demás. El problema es que se invita a hacerlo a partir de un único criterio moral; la monogamia, la fidelidad, las relaciones cerradas y excluyentes se presentan como el único parámetro aceptable socialmente.
Desde que aparecieron las famosas fotografías de ese señor paseando por la playa de la mano de una mujer nadie dudó en hablar de crisis en la pareja, de engaño, de cuernos. La opción de que el matrimonio pueda tener sus propias reglas en las que cada uno se enamore o se acueste con quien quiera sin necesidad de renunciar a su vínculo común nunca fue tomada en consideración.
Sufrimos una regresión social por la que valores tradicionales como la exclusividad sexual, la castidad o el matrimonio vuelven a presentarse como el único parámetro aceptable. El sueño de que existen múltiples maneras de querer –de que el deseo, el amor y el sexo pueden manifestarse de formas muy diferentes– se está desvaneciendo. Las opciones afectivas se reducen y el mayor pecado que puede cometer una persona es tener más de una pareja.
No conozco los arreglos personales a los que llegaron los señores Urdangarín-Borbón cuando decidieron juntarse y convivir. Ni me interesan. Pero este juicio público que da por sentado que es repudiable que él se relacione con otra mujer me asusta. La realidad distópica en la que hordas de justicieros populares persiguen con sus cámaras a cualquier famoso para pillarlo en un desliz moral y exponer en público sus vergüenzas está cada día más cerca.
Ojalá vivir en un país en el que el referente de la sociedad no fuera una familia destinada por herencia a dirigirlo. En un país donde a nadie le importe con quién se acuesta nadie ni a quién coge de la mano. Sería un país más libre que el nuestro.
Al marido de una infanta lo han fotografiado paseando de la mano con una mujer. A partir de ahí, hasta los periódicos más serios se lanzaron a redactar semblanzas de la señora en cuestión; en los platós televisivos los tertulianos discutían sobre qué pensaba el rey emérito de su yerno y, con más o...
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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