CRÓNICAS PARTISANAS
Las libertades arrancadas
Las guerras nunca acaban bien. Ninguna guerra ha mejorado nunca nada, y todas ellas han hecho que las cosas fueran peor de lo que eran. Todas, sin excepción
Xandru Fernández 27/02/2022
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El 23 de julio de 1914, Jean Jaurès pronunciaba en Lyon un encendido discurso contra la participación de los obreros europeos en la inminente guerra. Abogaba por la presión sindical sobre los gobiernos para evitar el desastre. Insistía en que la clase trabajadora no debía participar en la masacre que se avecinaba. Una semana más tarde, en París, tan solo tres días después del inicio de las hostilidades, el nacionalista Raoul Villain asesinaba a Jaurès de un tiro en la cabeza.
Intentar encontrar un héroe en este escenario no es solo un ejercicio de frivolidad bizantina sin perspectivas de éxito: es también una completa inmoralidad
En el funeral de Jaurès, el secretario general de la CGT, Léon Jouhaux, dejó clara la postura que en adelante marcaría la posición del sindicalismo y el socialismo franceses: “Nos movilizamos para rechazar al invasor, para salvar el patrimonio de la civilización y la ideología liberal que nos ha legado la historia. No queremos que se pierdan las pocas libertades arrancadas a las fuerzas del mal con tantos sufrimientos”. Ya sabemos a qué condujo la movilización total y la lucha por las libertades: unos veinte millones de muertos y una cantidad equivalente de heridos, mutilados, desplazados, refugiados, la ruina económica de Europa y el fascismo y de nuevo el nacionalismo como remedios milagrosos y otra vez la guerra, una matanza global de ochenta millones de personas. Las fuerzas del mal. Los sufrimientos.
No creo que Jouhaux fuera un cínico, ni que su llamamiento a la movilización estuviera inspirado por un odio nacional tan feroz como sus palabras daban a entender. Probablemente no odiaba a los austríacos, o no a todos. Seguro que responsabilizaba al gobierno alemán de haber conducido a su pueblo a la guerra. Pero tenía que saber que, en el campo de batalla, quienes se sacarían las tripas no serían ni los emperadores centroeuropeos ni la oligarquía francesa, sino los campesinos, los caldereros, los mineros, los tenderos. Los pobres.
Jaurès tenía razón: las guerras nunca acaban bien. Ninguna guerra ha mejorado nunca nada, y todas ellas han hecho que las cosas fueran peor de lo que eran. Todas, sin excepción. Las reconstrucciones a posteriori refuerzan siempre el relato de los vencedores, y naturalmente los vencedores siempre eran los que estaban del lado de la razón, la democracia, la civilización y “las pocas libertades arrancadas a las fuerzas del mal con tantos sufrimientos”. Solo un psicópata absoluto justificaría una guerra enarbolando en su favor el daño y la muerte y la agonía infligidos a su propia gente. Solo un verdadero imbécil se presentaría en casa de la madre y el padre del soldado muerto y les diría que su hijo murió por nada. Hay que vestir la muerte de hazaña, alabar el óbolo de la viuda, invocar la gran tragedia que ese sacrificio evitó, aunque nadie sepa cuál era exactamente porque, al haberla evitado, la tragedia real ha sido la guerra en sí misma.
Quizá no era tanto la guerra lo que despreciábamos, quizá lo nuestro no era empatía con las víctimas sino resentimiento contra algunos de sus verdugos
No me cabe la menor duda de que el gobierno ucraniano está en manos de una pandilla de sinvergüenzas más cercanos al ideario de Hitler que al de la Unión Europea. Tampoco dudo de que Putin sea un tirano más cercano al fascismo que a cualquiera de las muchas versiones de democracia que hemos conocido en los últimos cien años, incluidas las democracias populares. Y desde luego no dudo en absoluto de la responsabilidad de Estados Unidos y sus socios de la OTAN, España entre ellos, en hacer más intenso el sufrimiento de millones de personas por todo el planeta. Intentar encontrar un héroe en este escenario no es solo un ejercicio de frivolidad bizantina sin perspectivas de éxito: es también una completa inmoralidad.
Creo que es necesario discutir si tenía razón Jaurès o la tenía Jouhaux. Yo estoy de parte de Jaurès, pero respeto los argumentos de quien cree que, en ocasiones, es legítimo intervenir militarmente en un país extranjero para evitar una carnicería. El patrimonio de la civilización etcétera. Las libertades arrancadas etcétera. No dudo de esas bellas intenciones, aunque sí pongo en duda la fiabilidad de los relatos en que se sustentan: suenan siempre muy parecidos.
Nada ha movilizado tanto a mi generación como el antimilitarismo: nos sacó a la calle contra la OTAN en 1986, contra la primera guerra del Golfo en 1991, contra el servicio militar obligatorio hasta que se suprimió en 2001, contra la invasión de Irak en 2003. Pero son muchas más las veces que el antimilitarismo no fue suficiente para levantarnos del sofá: Chechenia, Sierra Leona, Liberia, Yemen, Etiopía. Las bajas de Bosnia y Kosovo, como las de Ruanda y Burundi, como las de Israel y Palestina, servían de excusa para aburridas discusiones sobre el tablero de un Risk imaginario. Fuimos añadiendo partidas en Libia, en Siria. Hay motivos para sospechar de nuestros motivos: quizá no era tanto la guerra lo que despreciábamos, quizá lo nuestro no era empatía con las víctimas sino resentimiento contra algunos de sus verdugos.
No creo que haya sido así, o no del todo, pero qué error de juicio que sea justo el lema más limpio de cuantos se nos podían ocurrir, ese “no a la guerra” que traduce a consigna el ideal kantiano de la paz perpetua, el que se ponga hoy bajo sospecha de ingenuidad e infantilismo. Qué rabia también que algunos lo hayan convertido en expresión de una nostalgia grandilocuente y desafinada de la guerra fría. Qué oportunidad perdida para dignificarlo.
El 23 de julio de 1914, Jean Jaurès pronunciaba en Lyon un encendido discurso contra la participación de los obreros europeos en la inminente guerra. Abogaba por la presión sindical sobre los gobiernos para evitar el desastre. Insistía en que la clase trabajadora no debía participar en la masacre que se...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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