IMPUNIDAD REAL
Retrato de un rey corrupto (y II)
Las investigaciones realizadas en torno al emérito no están judicialmente cerradas. Solo la Sala Penal del Tribunal Supremo puede decidir si el cierre es definitivo o si se van a poner en marcha los resortes del Estado de derecho
José Antonio Martín Pallín 16/03/2022
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El retrato inicial que describía en mi anterior entrega quizá debería ser retocado para añadir a un personaje exótico con vestimenta árabe, asomándose por una puerta al fondo como en el cuadro de Las meninas de Velázquez. Lamentablemente, en este país nadie puede escandalizarse por el hecho de que se cobren comisiones por adjudicación de obra pública. Este tributo, o alcabala, forma parte de un imaginario de fiestas nacionales entre las cuales se encuentran los toros, las oposiciones y algunas otras fiestas de relevancia mundial como los Sanfermines, las Fallas o la tradicional Semana Santa. Incluso la hemos exportado a los países de la América hispana. Algunos como México le han dado un sentido autóctono con una denominación que ha hecho fortuna: la coima. Esta expresión ha enriquecido el diccionario de la lengua española. María Moliner la define como “dinero con que se soborna a un funcionario público”. Se puede extender a la conducta de un funcionario público que exige el pago de una cantidad en concepto de comisión, para adjudicar alguna obra, suministro o servicio público. Solo un cínico, como el capitán Louis Renault en la película Casablanca, podría exclamar al verse envuelto en esta circunstancia: “¡Qué escándalo, me piden una comisión!”.
Los 67 folios del segundo informe de la Fiscalía sobre la investigación de las andanzas personales del rey Juan Carlos nos proporcionan algunas secuencias que son difíciles de comprender si no derrochamos una gran dosis de fantasía e imaginación oriental, como si estuviésemos leyendo un cuento de Las mil y una noches. Para no alargar en exceso este escrito me centraré en algunos aspectos que, además de su relevancia penal, tienen unas derivaciones o consecuencias políticas que creo que han obviado los partidos políticos, los medios de comunicación y la opinión pública.
En mi opinión, el acontecimiento estrella de entre toda esta catarata de sucesos inimaginables en una democracia con sólidos valores lo ostenta, con notable diferencia, la donación de 100 millones de euros que el rey Abdalá bin Abdelaziz de Arabia Saudí “regala” al rey Juan Carlos de Borbón y Borbón. Este rasgo de generosidad, insólito en las relaciones internacionales, por muy amistosas que sean, merece una explicación verosímil y no una burda e insultante justificación.
La entrega de 100 millones de dólares, transferidos por el Ministerio de Finanzas de Arabia Saudí al rey emérito el 8 de agosto de 2008 a la Banca Mirabaud, es un hecho cierto e incontrovertido que ha acreditado la Fiscalía del Cantón de Ginebra y acepta, sin objeciones, el dictamen de nuestra Fiscalía. Para tratar de soslayar el árido lenguaje burocrático, relataré los hechos en un tono literario parecido al de los cuentos de Las mil y una noches.
Érase una vez un rey árabe, llamado Abdalá, que gobernaba un país de ingentes riquezas. Era famoso por sus alardes de generosidad con los monarcas de otros países, a los que regalaba dinero y otros bienes Sucedió que el rey generoso pensó en construir un tren de alta velocidad entre las dos principales ciudades de su Reino con destino a La Meca, santuario al que acuden los musulmanes de todo el mundo. En un país llamado España, su rey Juan Carlos I conoció el anuncio de este proyecto en el año 2006 y se interesó para que la obra se adjudicase a empresarios de su país. Abdalá, movido, al parecer, por su inmensa magnanimidad, pensó que debía hacer una generosa donación de 100 millones de dólares al rey de España porque, según consta en la documentación del banco receptor, se trataba de un “importe enviado por el rey ABDALLAH de Arabia Saudí como regalo según la tradición saudí de cara a otras monarquías”. Para que el ambiente oriental adquiera más exotismo, en la cuenta del emérito español aparece una donación de cerca de dos millones de dólares del sultán de Bahréin. El rey agraciado, seducido por la belleza de Scherezade, le entregó la totalidad del dinero recibido a la mujer. ¿Adivinan quién es Scherezade? Aquí se acaba la historia y no le den más vueltas, amables lectores, porque los cuentos, cuentos son. Y como dice el lema de la Orden de la Jarretera: “Que se avergüence quien de esto piense mal”.
Si tenemos en cuenta la fecha en que ocurrieron estos fantásticos acontecimientos, no tiene mucho sentido enredarse en la discusión sobre si pudiera haber un hipotético delito de cohecho pasivo impropio, porque estaría prescrito y además cubierto por el sagrado manto de la inviolabilidad. En una sociedad democrática regida por el principio de la soberanía popular, cualquier interpretación que considere que la inviolabilidad permite a la persona del rey cometer toda clase de delitos, me parece pura teología teocrática. Me recuerda a la sentencia del teólogo escolástico Juan Duns Escoto cuando resolvió el dogma de la Purísima concepción con una frase rotunda: Dios pudo, quiso y lo hizo. En mi opinión, la inviolabilidad absoluta de la persona del rey se basa en una afirmación apodíctica, apoyada exclusivamente en la literalidad de la palabra, sin aportar razonamiento alguno. Lo desmintió el propio beneficiado, el entonces rey Juan Carlos, en el mensaje de Navidad, en un momento en el que se encontraban inmersos en un proceso penal su hija Cristina y su marido Iñaki Urdangarín. Afirmó solemnemente: “Todos somos iguales ante la ley”.
Admitida la extravagante y barroca causa de la donación, se abren algunas incertidumbres en relación sobre cuál debería haber sido el destino de esa suculenta cantidad de 100 millones de euros. Ante los escándalos en cadena que hemos ido conociendo, el rey Felipe VI renuncia a la herencia de los bienes que tuviesen una procedencia irregular y al mismo tiempo establece una normativa, en el año 2015, sobre los regalos a favor de los miembros de la familia real. En uno de sus apartados, dictamina que los miembros de la Familia Real no aceptarán préstamos sin interés o con interés inferior al normal del mercado, ni regalos de dinero. En este último caso se procederá a su devolución o a la donación a una entidad sin ánimo de lucro que persiga fines de interés general. Es significativo que la normativa se remita a la Ley de Patrimonio Nacional de 1982, porque sitúa los hechos bajo los efectos de esta ley. Su aplicación en el año 2008, cuando se produjo la generosa donación al rey emérito, obligaba el rey Juan Carlos a tomar en cuenta lo dispuesto en su artículo cuarto, apartado ocho, en el que se declara que: “Integran el Patrimonio Nacional las donaciones hechas al Estado (otras monarquías) a través del Rey y los demás bienes y derechos que se afecten al uso y servicio de la Corona”. No existe la menor duda de que la donación se hizo de Jefe de Estado a Jefe de Estado. Por tanto, no puede sostenerse que, en el año 2008, el rey Juan Carlos de Borbón estuviese liberado de su compromiso jurídico y ético que le obligaba a hacer pública la donación e incluso, si tenía dudas, someterla al dictamen de los órganos consultivos para que dirimiesen si los cien millones de dólares se deberían destinar al patrimonio del Estado.
La Fiscalía insinúa que pudo haber comisiones y un posible delito de corrupción derivado de la forma en que se produjo la adjudicación, en octubre de 2011, de las obras de la denominada Fase II de la construcción de la línea de ferrocarril de alta velocidad que une las ciudades de Medina y La Meca, en Arabia Saudí, al consorcio Al-Shoula, formado por doce empresas españolas y dos saudíes. Sin embargo, entiende que en ningún caso los cien millones de dólares (64.884.405 de euros) ingresados por el entonces rey de Arabia Saudí “en la cuenta de la Fundación LUCUM de la que S.M. D. Juan Carlos de Borbón sería su verdadero titular” (Fiscalía dixit) tienen que ver con posibles comisiones pagadas por las empresas concesionarias.
Otro aspecto que considero de especial relevancia política y económica se desprende de las actividades de la Fundación Zagatka, constituida en octubre de 2003 en Vaduz (Liechtenstein) por Álvaro de Orleans-Borbón. El objeto social, según sus Estatutos, era la inversión y gestión de bienes inmuebles de todo tipo, la tenencia de participaciones y otros derechos, además de “realizar aportaciones a los beneficiarios designados por el Consejo de la Fundación”. Así lo ha declarado públicamente Álvaro de Orleans, primo lejano del rey emérito. Como apunta la Fiscalía, según el reglamento de la Fundación, “son beneficiarios D. Juan Carlos de Borbón, así como sus hijos, Felipe, Elena y Cristina”. Estos tres últimos dejaron de serlo tras la modificación de dicho reglamento en 2018.
Trataré de explicar el porqué de mi interés en esta extraña Fundación de la que se desconoce el origen de sus fondos. Ni la Fiscalía del Cantón de Ginebra ni la nuestra han podido averiguar su procedencia y cuantía. Sin embargo, a partir de la fecha de la abdicación, aparecen detallados minuciosamente los pagos realizados por los viajes, en jets privados, de Juan Carlos de Borbón. El importe de los viajes realizados desde 2014 hasta 2018 alcanza la no despreciable suma de 7.706.817 de euros. No creo que a un alto ejecutivo de una multinacional de primer rango mundial le permitan ese dispendio. Existen otros gastos, entre ellos el pago de una atención médica en una clínica de nombre muy apropiado para las circunstancias: Sociedad de Medicina Antiaging y Longevidad Saludable.
La afición del rey emérito a las escapadas, sin dar cuenta al Gobierno de su paradero, está suficientemente contrastada
Podemos sospechar razonablemente que los pagos a la compañía aérea y a otras entidades, desde 2003 hasta 2014, también fueron cuantiosos. Pienso que la Fundación se ha negado a facilitar los datos, basándose en el derecho a la intimidad. La afición del rey emérito a las escapadas, sin dar cuenta al Gobierno de su paradero, está suficientemente contrastada. Todas las monarquías escandinavas y la de los Países Bajos establecen en su Constitución que el rey no puede abandonar el territorio nacional sin el permiso y consentimiento del Gobierno o del Parlamento. En nuestro país, “el salvador de la democracia” considera que puede hacer lo que le salga de su real gana y que se lo debemos como agradecimiento a los servicios prestados.
Los que han ostentado la Presidencia del Gobierno durante estos años conocen sus escapadas subrepticias. La prepotencia del emérito les ha colocado en situaciones embarazosas. En ocasiones han tenido que hacer encaje de bolillos para disimular su firma en leyes que no admitían demoras. Gracias a informaciones del jefe de la Casa del Rey, se pudieron enterar de que se encontraba en Suiza o en las montañas nevadas de los Estados Unidos. Afortunadamente no se produjeron sucesos inesperados, salvo su rotura de cadera cuando estaba matando elefantes en Botsuana (África).
De todos estos trapicheos, minuciosamente relatados en los informes de la Fiscalía, el emérito se ha librado de rendir cuentas gracias a la ayuda de la Agencia Tributaria y a la holgada interpretación del sistema legal de regularización fiscal, realizada por la Fiscalía General del Estado. Las investigaciones realizadas no están judicialmente cerradas. Solo la Sala Penal del Tribunal Supremo puede decidir si el cierre de las investigaciones es definitivo o si se van a poner en marcha los resortes del Estado de derecho.
El retrato inicial que describía en mi anterior entrega quizá debería ser retocado para añadir a un personaje exótico con vestimenta árabe,...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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