Niñering
Incendios en el solsticio
Nunca me había detenido a pensar en la forma que tomarían las apocalípticas predicciones de los científicos acerca de las consecuencias del cambio climático
Adriana T. 21/06/2022
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No recuerdo el momento exacto en el que empecé a aborrecer el mes de agosto, pero sé que fue hace ya mucho. Si enero se siente como un lunes larguísimo, agosto es una abrasadora tarde de domingo que demora treinta y un días en terminar. La vista de los campos resecos que rodean mi ciudad me deprime, el cielo anormalmente azul me pone en alerta, la tórrida quietud, la ausencia de noticias, la sensación de que el mundo entero se ha desvanecido: todo me incomoda profundamente.
Pero lo que peor llevo del mes de agosto es el calor sofocante, la falta de lluvia, las largas noches con el motorcillo del ventilador arrullándome para poder conciliar el sueño durante unas pocas –y siempre insuficientes– horas sueltas. Y los incendios. Fue en un mes de agosto de no hace todavía tres años cuando, recién llegada de vuelta a casa tras mi periplo europeo, descubrí una noche un resplandor anormal en el cielo. Era hermoso, aterrador y totalmente apocalíptico. No recordaba haber visto algo así nunca antes, pero enseguida me di cuenta de que aquello solo podía ser un incendio. El sonido inconfundible de las avionetas y helicópteros sobrevolando la zona no hizo sino confirmar mis sospechas.
No estamos en agosto, me hago cargo. Escribo estas líneas el mismo día del solsticio en el que damos inicio al verano astronómico en el hemisferio boreal.
Hace apenas unos días, me disponía a salir de casa por la tarde con todas las precauciones que el sentido común aconseja cuando la temperatura exterior es de más de 40ºC. En mi ciudad natal, la temperatura en junio no suele exceder unos sensatos 25ºC. Recuerdo los veranos de mi infancia saliendo casi siempre de casa con una chaquetilla a mano, actitud frecuente en buena parte del norte de la Península que ha dado lugar a los típicos chistes y chascarrillos sobre cómo reconocer a un pamplonica –a cualquier norteño, de hecho– cuando viaja fuera de casa, porque se resiste con hilarante terquedad a despegarse de su ropa de abrigo. Estaba saliendo, como digo, cuando nada más poner un pie en la calle me di de frente otra vez con aquel ominoso resplandor cubriendo buena parte del cielo. “Dios mío, dónde está el foco, cuándo ha ocurrido esto, mierda, mierda, mierda”, fue lo único que conseguí pensar con claridad. Han pasado cuatro días de eso, y en los mismos instantes en los que tecleo, sigo escuchando el ruido de las avionetas y helicópteros que trabajan en las labores de extinción de los incendios que están devorando mi tierra.
Por supuesto, lo que está sucediendo en Navarra palidece en comparación con el destrozo que han causado ya las llamas en Zamora, donde se habla en estos momentos de 30.000 hectáreas de tierra arrasadas, una extensión de terreno análoga a la que ocupa todo el área metropolitana de la ciudad de Barcelona, o la mitad de la isla de Ibiza. La cavilación a la que no paro de dar vueltas estos días, sin embargo, no es el calor inusualmente sofocante en estas fechas, o los incendios funestos con los que, una vez más, se está lidiando con menos personal y menos medios de los necesarios debido a la nefasta gestión de ciertas administraciones. El pensamiento del que no consigo desprenderme por más que lo intento es el de que esto es solo el principio.
Nunca me había detenido a pensar en la forma corpórea exacta que tomarían las apocalípticas predicciones de los científicos acerca de las consecuencias del cambio climático. Pensaba en calor, en abstracto, o en lluvias en épocas raras. A lo sumo, inundaciones y cosas así. Pero eso era todo. No es que no creyese en lo que decían, simplemente nunca he sido muy buena recreándome en el horror. Prefería alejarlo de mi mente. No había imaginado a niños desmayándose en clase en junio porque sus aulas habían alcanzado más de 35ºC. No había pensado en todos los bosques destruidos por los incendios, cada vez más frecuentes, más feroces, más incontrolables y de aparición más temprana. No había vislumbrado las ciudades de tamaño medio, como la mía, cercadas por las llamas, los pueblos desalojados, las casas quemadas, los corazones rotos de la gente mayor. No creí que iba acostumbrarme tan rápido a identificar con precisión la causa del resplandor en el cielo seguido del ruido de helicópteros. Me aburría el mes de agosto, sí, pero no había conjeturado un agosto que durase, ya no uno, sino al menos tres meses, y que resultase tan mortalmente aterrador. No vi venir las abejas desaparecidas al quemarse las flores que les sirven de alimento –un asunto particularmente grave, pues la biodiversidad terrestre y la producción global de alimentos dependen de manera directa de la polinización–, las cosechas perdidas, la subida de los precios de la comida, la energía o el combustible –que estamos experimentando ya, aunque en principio por otras causas–. Por encima de todo, nunca habría siquiera presentido la posibilidad de que alguien tratase como a terroristas a los científicos que intentan denunciar esta situación.
Pienso a menudo en todos los niños que he conocido y querido. Intento imaginar las vidas que les esperan cuando crezcan. No sé si tendrán una buena juventud, o por el contrario habrán de enfrentarse a cosas que todavía no soy capaz de imaginar bien porque no quiero recrearme en el horror. Supongo que se acostumbrarán con resignación a los agostos de tres meses, a la ceniza que cae del cielo, a las riadas iracundas, a la pérdida de la biodiversidad que amenaza a todo el planeta, a una economía global tan impredecible como los fenómenos metereológicos extremos.
No sé qué pensarán esos niños de nosotros cuando sean mayores. No sé si cuando los bosques y campos de los que les hablen sus familias sean tan solo un recuerdo lejano nos guardarán rencor, o simplemente se encogerán de hombros y nos perdonarán, magnánimos, por no haber sabido ni querido hacerlo mejor.
No recuerdo el momento exacto en el que empecé a aborrecer el mes de agosto, pero sé que fue hace ya mucho. Si enero se siente como un lunes larguísimo, agosto es una abrasadora tarde de domingo que demora treinta y un días en terminar. La vista de los campos resecos que rodean mi ciudad me deprime, el cielo...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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