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Cuerda

Volver a ser cuerdos, llegar a acuerdos, afinar el instrumento olvidado que ata el corazón a la cabeza. No somos agua ni barro ni bacterias: somos un montón de cuerdas que hay que anudar hacia dentro y hacia fuera

Santiago Alba Rico 20/08/2022

<p>‘Alejandro corta el nudo gordiano’. Jean-Simon Berthélemy, 1767. </p>

‘Alejandro corta el nudo gordiano’. Jean-Simon Berthélemy, 1767. 

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De entre los fundadores míticos de ciudades, mi preferido es sin duda Gordias, quien construyó la ciudad de Gordio tras ser nombrado rey de Frigia en cumplimiento de un oráculo. Gordias era un pobre campesino que llevaba al mercado en su carreta algunas pobres verduras cuando unos cuervos sobrevolaron su cabeza; de esa manera señalaban, según los sacerdotes, al elegido por los dioses para ocupar el trono vacante. El nuevo rey, a modo de agradecimiento y como testimonio de su origen, ató su carreta al templo de Zeus con un nudo tan complicado que ninguna mano humana podía deshacerlo. De hecho, anunció a sus súbditos que, mientras ese nudo se mantuviese intacto, la ciudad de Gordio y el reino de Frigia florecerían invulnerables. Durante siglos, en efecto, lo fueron. Hasta que, hacia el año 330 antes de Cristo, llegaron a las puertas de Gordio los invencibles ejércitos del imperioso Alejandro Magno, el cual amenazó con conquistar y saquear la ciudad. Los gordianos mandaron embajadores y desafiaron al conquistador. “Te entregaremos sin resistencia la ciudad y el reino”, le dijeron con ingenua seguridad, “si desatas el nudo de la carreta de Gordias”. Alejandro aceptó el reto, acudió solemne al templo, dejó pasar unos segundos de meditabundo suspense. Luego sacó su espada y de un tajó cortó la cuerda. A continuación sus ejércitos conquistaron y saquearon la ciudad.

De esta vieja leyenda procede la expresión “nudo gordiano” para referirse a un problema hasta tal punto difícil que solo puede solucionarse de un plumazo. En uno de mis libros usé la fábula de Gordias para proponer dos modelos de humanidad que se habrían enfrentado y cruzado a lo largo de la historia: yo las llamaba “civilización del nudo” y “civilización del tajo”, la pugna entre –si se quiere– los dedos que atan y desatan con paciencia el mundo y la espada que lo conquista a empellones rápidos: entre el trabajo cuidadoso y la violencia fulminante, finalmente siempre victoriosa por distintas vías y atajos, militares o tecnológicos. Más allá de la metáfora, en cualquier caso, las cuerdas y los nudos han sido muy importantes en los últimos 15.000 años. Lo eran, por ejemplo, en el imperio inca, cuya memoria colectiva dependía de ellos. Según nos cuenta Charles Mann en su maravilloso 1491, los llamados quipus no eran simples colgajos mnemotécnicos sino que constituían un verdadero sistema de escritura táctil, semejante, al parecer, al braille de los invidentes o incluso al sistema digital (pues era binario y se leía con los dedos) de la informática. Otro mundo cuya supervivencia dependía (y en parte depende) de las cuerdas y los nudos es el marinero, sostenido mágicamente casi sin clavos ni fuerza y capaz, sin embargo, de atar el mar mismo con nudos simples, franciscanos, de tope, de rizo, de escota, de guía, nombres que evocan manos rudas y cuidadosas, hábiles y callosas. La fascinación que ejerce sobre nosotros el mundo clásico de la marinería tiene que ver, a mi juicio, con esta desproporción –traducida en una mezcla de extravagancia y paciencia– entre el océano y las cuerdas. Lo contrario de un marinero es un conquistador terrestre. Al parecer, tras cortar el nudo gordiano Alejandro habría exclamado despectivo: “Tanto da desatarlo o cortarlo”. De ahí habría tomado nuestro Fernando el Católico, por cierto, su famoso lema privado: “Tanto monta monta tanto”, emblema de una España que siempre ha preferido cortar que anudar. Pero no, no da igual cortar o desatar, golpear o enhebrar, desgarrar o hilar, aunque solo sea porque la cuerda desatada se puede anudar de nuevo –en un renovado, digamos, contrato social– mientras que el nudo roto no se puede entreverar otra vez. Un abrazo es un nudo; un nudo es un abrazo. Un hachazo es la destrucción de los cuerpos y, por lo tanto, la imposibilidad del amor. El universo mismo, según una discutida teoría, podría estar más bien atado con cuerdas que compuesto de electrones y partículas.

En castellano tenemos la palabra “hilo”, cuya delgadez casi inaprehensible permite metáforas textiles y ontológicas: “Su vida depende de un hilo”, decimos, evocando sin darnos cuenta la tarea atribuida a las Moiras o las Parcas, esas hilanderas de la mitología griega y romana que tejían y tejían y finalmente cortaban la existencia de los humanos. También tenemos la palabra “soga”, del latín “soca” y antes tal vez de un homónimo celta, que asociamos inevitablemente con la muerte más atroz: la soga del ahorcado, áspera y voluminosa, con ese nudo antinarrativo –antitextil– que se cierra sobre el cuello de la víctima. España tiene la ventaja de ser un país malhadado, de amplia historia criminal, que expulsó a los moriscos y quemó sus libros, pero que se quedó con buena parte de sus palabras, de manera que a menudo, junto al término latino, tenemos en castellano un sinónimo o aledaño árabe. Este es el caso de “maroma” (del hispano-árabe mabruma), esa cuerda gruesa, muy marinera, compuesta de fibras trenzadas, cuyo masculino “maromo” nos traslada a la fisiognómica humana para describir, con un poco de desprecio, a un tipo también grueso, de cuerpo y de alma, al que consideramos poco refinado y más bien amenazador. O a veces ocurre al revés: cuando consideramos a alguien amenazador, lo consideramos también poco refinado y lo llamamos, sin que nos oiga, “maromo”.

Pero no, no da igual cortar o desatar, golpear o enhebrar, desgarrar o hilar, aunque solo sea porque la cuerda desatada se puede anudar de nuevo mientras que el nudo roto no se puede entreverar otra vez

Pero la palabra más común, la más general, es “cuerda”, cuyo origen es el latín chorda, procedente a su vez del griego khordé, que nombraba las tiras de tripa o de intestino con que se hacían las cuerdas de los instrumentos. Volveremos aquí. Conservemos, en cualquier caso, esta idea, central a mi juicio, de un vínculo entre las cuerdas, la intimidad del cuerpo y los instrumentos musicales.

Antes diré que mi cuerda favorita es la de tender, de la que colgamos las verdaderas banderas de la humanidad: bragas y calzoncillos limpios, camisas recién lavadas, pantalones vacíos encabritados al viento. Ese paisaje de ropas volanderas entre dos balcones ha ido desapareciendo de las ciudades, con excepción quizás de Nápoles, en cuyas callejuelas aún puede verse el mar cromático y encrespado de la colada al aire. No solo ocurre que nuestra ropa limpia, metonimia mojada de nuestra fragilidad corporal, ya no está a la vista, porque ha sido condenada a lugares excusados, como patios o ventanas traseras, sino que algunos países han prohibido su exhibición. Es una cosa extraña: los vestidos son privados; la publicidad de Zara no. Indicio fatal de retroceso cósmico, los tendederos han ido dejando su lugar en las calles y plazas a las separatistas banderas rojigualdas y a las pantallas publicitarias. Hace algunos años me inventé a un viejo poeta gallego, Bibiano Piñeira, autor de un poemario dedicado a la ropa tendida, cuyo primer poema comenzaba así: “Sacaron las mujeres/ sus banderas/ al balcón”. Y cuyo último verso termina evocando con dolor “la civilización antigua y verdadera del agua y del jabón”.

Mi cuerda favorita es la de tender, de la que colgamos las verdaderas banderas de la humanidad: bragas y calzoncillos limpios, camisas recién lavadas, pantalones vacíos encabritados al viento

Pero volvamos a las etimologías. Porque lo interesante de la palabra “cuerda” es que es imposible no dejarse llevar por la tentación de emparentarla de algún modo con cor-cordis, “corazón” en latín. No hay entre ellas, es verdad, ninguna relación verbal, aparte la asonancia, pero esa misma asonancia ha acabado por entreverar o anudar sus sentidos. No olvidemos que del cor latino se desprende una multitud de vocablos que acaban cubriendo, sin abandonar su centro, un vasto espectro semántico: tenemos, por ejemplo, “cordial”, “acuerdo”, “coraje”, “misericordia”, “recuerdo”; y también el adjetivo “cuerdo”, que nos sirve para atar el corazón y la cabeza en un equilibrio cada vez más raro. El caso del verbo “recordar” es el más inquietante. Sabemos que memorizar, en francés, se dice “apprendre par coeur” o, valga decir, “aprender de corazón”; y que en portugués y en castellano antiguo “recordar” quiere decir también “despertar” (pensemos, por ejemplo, en nuestro Jorge Manrique, donde encontramos combinados todos estos sentidos: “Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte”). Pero “recordar” hace pensar asimismo en el hecho de retejer o volver a anudar una cuerda, y esto es así porque establecemos un paralelismo intuitivo entre olvidar y desatar o, al revés, entre la memoria y esa sucesión de ataduras precarias o de nudos gordianos materializados en los quipus peruanos. Re-cordar es volver a atar el corazón y la razón, re-anudar los nudos que están siempre a punto de disolverse en el abismo. ¿No se habla de red neuronal? ¿No se habla también del corazón como de un instrumento de cuerda?

Hasta tal punto esta filtración acústico-semántica está presente en mi cabeza que en una ocasión, hace muchos años, tuve un encuentro elocuente. Buscando otra cosa en el diccionario de la RAE (edición de 1981, revisión de la de 1936), topé con la definición más extraña y –creo– desasosegante de mi vida. Se trataba de la palabra “canute”. ¿Qué es un canute? El diccionario dice así: “Gusano de seda que enferma después de recordar y muere a los pocos días”. De entrada uno siente, al leerla, un sobresalto de angustia. Se nos impone la acepción más banal y común del verbo y el terror nos oprime el corazón: ¿acaso los gusanos de seda recuerdan? ¿Acaso tienen malos recuerdos? ¿Cómo serán de malos y –qué contenido tendrán– para que la nostalgia o el miedo de traerlos de nuevo a la memoria les provoque la muerte? Pasé un largo rato sobrecogido por la literalidad de la frase hasta que, pensando en la seda, se me ocurrió que “recordar”, en este caso, podía ser un término técnico para referirse a la acción del gusano de seda que teje su capullo: que re-cuerda o re-anuda –digamos– la seda. Parecía y parece una solución cabal, muy coherente con el tema que nos ocupa, si no fuera porque, en el mismo diccionario, el verbo “recordar” no contempla esta acepción. Así que lo que hace el canute no es rememorizar su vida (primer y más evidente significado) ni tampoco hilar la seda (como yo deduje llevado por este falso y verdadero parentesco entre chorda y cor): el canute, pobre, muere al “despertar”: o está dormido o está muerto.

¿Qué es un canute? El diccionario dice así: “Gusano de seda que enferma después de recordar y muere a los pocos días”

Ahora bien, para hallar la expresión más sintética y acendrada de este parentesco intuitivo, con el que construimos nuestros afectos y nuestros pensamientos, hay que acudir a la lengua italiana y concretamente a un poema del gran Eugenio Montale, muerto en 1981. En su bellísimo poema de 1928, Corno inglese, el último verso dice: “Scordato strumento, cuore”, cuya correctísima traducción al castellano sería: “desafinado instrumento, corazón”, porque “afinar” en italiano se dice “accordare”, verbo donde las “cuerdas” y el “acuerdo” se dan cita de un modo mucho más evidente y sonoro que en castellano. Ocurre, en cualquier caso, que “scordare” quiere decir asimismo “olvidar”; es decir, lo contrario de “recordar”, de manera que “scordato strumento, cuore”, en un segundo plano, resonaría en el paladar de un lector de Roma de esta manera: “olvidado instrumento, corazón”. Los filólogos italianos discuten aún si se trata de una pura homonimia o si el “scordare” de la memoria y el “scordare” del instrumento tienen un mismo origen etimológico, pero lo que aquí me importa destacar es cómo el verso de Montale reúne magistralmente la ambigüedad mencionada: el corazón es un instrumento de cuerda, un instrumento de cuerdas anudadas cuya rotura (o cuyo desafinamiento) es inseparable de la vida misma: lo raro en los humanos es la “cordura” y la memoria. El corazón es, además, un instrumento de cuerda cuya existencia tendemos a olvidar; un violín o una guitarra olvidados, como la ropa de los tendederos, en una época en la que claramente el tajo ha vencido al nudo.

El capitalismo, al contrario que el universo, al contrario que los barcos, al contrario que los latidos y los argumentos, no tiene cuerdas. Si hay un proyecto político digno de ese nombre debe ser el de re-cordar, en el sentido que yo atribuía al pobre canute, pero sin morirnos a los pocos días. Despertar, hacer memoria, templar las cuerdas: uncir de nuevo el carro al templo de Zeus con un nudo que ningún Alejandro pueda cortar, pero que cualquier mujer sensata pueda desatar. Volver a ser cuerdos, llegar a acuerdos, afinar el instrumento olvidado que ata el corazón a la cabeza. Somos cuerdas que hay que anudar hacia dentro y hacia fuera. No somos agua ni barro ni bacterias: somos un montón de cuerdas.

Tú eres, vida mía, mi nudo gordiano, mi nudo cordiano; y no tengo espada.

Sólo tú podrías desatarlo. Por favor, no lo hagas.

De entre los fundadores míticos de ciudades, mi preferido es sin duda Gordias, quien construyó la ciudad de Gordio tras ser nombrado rey de Frigia en cumplimiento de un oráculo. Gordias era un pobre campesino que llevaba al mercado en su carreta algunas pobres verduras cuando unos cuervos sobrevolaron su cabeza;...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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1 comentario(s)

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  1. fguardo

    Strings (cuerdas), es una maravillosa película de marionetas cuyas vidas dependen de los hilos: https://www.youtube.com/watch?v=-xj473aLMKE

    Hace 2 años 2 meses

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