ANARQUÍA RELACIONAL
La revolución desde los vínculos
Fuera del sistema monógamo de burbujas familiares normativas existen marcos relacionales menos individualistas. Y parece que eso molesta a los guardianes de la moral y preocupa a las élites más reaccionarias
Juan Carlos Pérez Cortés 5/05/2023
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Entre el 14 y el 28 de marzo de este año 2023, dos mil cuatrocientas noventa y una personas residentes en España contestaron por teléfono a una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas en la que se les preguntaba su nivel de acuerdo con la frase “Una persona puede mantener dos o más relaciones afectivosexuales a la vez”. El 6,2% contestaron muy de acuerdo y el 41,4% de acuerdo.
Es decir, que casi la mitad de la población considera la posibilidad de mantener o de que otras personas mantengan simultáneamente más de una relación que incluya afectividad e intimidad sexual. La pregunta no indica si se habla específicamente de relaciones éticas y consensuadas, conocidas por todas las partes, o bien también de las furtivas y clandestinas (las de toda la vida). Tampoco plantea si, para cualquiera de los supuestos anteriores, se valora esa opción como aceptable, saludable, conveniente o moralmente válida. Es probable que algunas personas, al ser preguntadas, fantasearan con una posibilidad interesante o gozosa y otras se inquietaran al evocar el fruto de una inevitable mala suerte. Eso que ocurre cuando, estando en pareja, te cruzas con otro ser que te fascina, se te complica la vida y no sabes ya qué hacer, como dicta el imaginario clásico de tantas historias escritas, filmadas, recitadas y cantadas, sin escatimar en casos ni en excesos. Es el Corazón Loco de Machín.
Casi la mitad de la población considera la posibilidad de mantener o de que otras personas mantengan más de una relación
Sin embargo, obviando todas estas posibilidades y a partir de tan modesto y ambiguo dato, nos encontramos durante los días siguientes decenas de artículos de prensa que titularon la noticia así: “Un 47,4% de la población cree en el poliamor”, “… acepta el poliamor” o “… está a favor del poliamor”.
Pocos días más tarde, preguntado por el tema en un encuentro con la prensa, el arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, responsable del servicio de pastoral vocacional de la Conferencia Episcopal Española, expresó su preocupación por “la cultura dominante del poliamor”, reivindicando el matrimonio, la paternidad y la maternidad. El jerarca católico estima que nuestras sociedades están “genuinamente desvinculadas” y que la “fugacidad de los vínculos tiene consecuencias”. Que “se puede vender con el envoltorio de una vida de ‘jiji jaja’ en la que cada cual puede hacer lo que quiera y cuando quiera, pero luego pasa lo que pasa, y al mismo tiempo decimos: ‘¿Qué les pasa a los adolescentes? ¿Qué pasa con la salud mental? ¿Qué pasa con la nueva edición del malestar cultural?’”. Y continuó relacionando el asunto con el individualismo y cuestionando supuestos excesos en las reivindicaciones actuales por los derechos civiles: “Es algo cuanto menos para hacer una importante reflexión social porque, si no, seguimos haciendo el elogio del individuo y del derecho a tener derechos de cada individuo”.
La escalada desde el sobrio e indeterminado dato inicial hasta estas valoraciones resulta interesante porque refleja una nueva y llamativa inquietud en una de las instancias tradicionales del control social en Occidente: la Iglesia, que con la imposición dogmática de una moral normativa, y en gran medida arbitraria, ha hecho histórico tándem con el Estado, por una parte, con su imposición de un determinado contrato social, y con las élites económicas, por otra, con su capacidad de condicionar las circunstancias materiales y, por tanto, las vidas de las personas.
Quizá esta inquietud refuerza la impresión de que las noticias sobre las nuevas formas de relacionarnos están permeando en cada vez más estratos sociales. De una manera sesgada y esquemática, desde luego, pero asistimos al menos a unos primeros ciclos de incipiente visibilización y normalización. En concreto, es el término ‘poliamor’ el que está funcionando desde hace unos años como marca paraguas, englobando una serie de formatos de vinculación disidentes que podríamos denominar más ajustadamente ‘relaciones no normativas’.
Entendemos por normatividad la obediencia automática, sin que medie consciencia ni análisis
Entendemos por normatividad la obediencia automática, sin que medie consciencia ni análisis, a una serie de mandatos culturales que nos preceden, que constituyen el orden hegemónico y en cuya génesis no hemos participado, aunque sí colaboramos en perpetuarlos mediante nuestras actuaciones o performances sociales. A la noción de normatividad se opondría en este contexto la idea de autogestión, que se manifiesta como un conjunto de mecanismos de deconstrucción (exploración de cómo hemos normalizado ciertos comportamientos hasta interiorizarlos como naturales, esenciales o inherentes a nuestra condición humana) y de disidencia performativa (visibilización y exposición social intencional de actuaciones no hegemónicas con el objetivo de ofrecer referentes alternativos).
Así, estos formatos relacionales no normativos se constituyen en marcos de posibilidad. Nunca, es importante, en nuevos marcos normativos que sustituyan a los anteriores, pues entonces no hemos conseguido más que cambiar las reglas de un juego por las de otro. Han de ser maneras de vincularse que enfaticen la necesidad de entender los aspectos clave del sistema hegemónico, valorar qué mandatos estructurales queremos impugnar y hacerlo desde un punto de vista más privado o más político. Más individual o más colectivo. Con más exposición a las violencias a las que nos somete cualquier disidencia o con menos.
El valor sociopolítico de esta interpretación se deriva de las certezas que van imponiéndose respecto al funcionamiento de estructuras sociales como el patriarcado, el binarismo de género, la heteronorma, la mononorma, los supremacismos, el capacitismo y otras derivadas morales del capitalismo, casi todas con un fondo binarista, en el que las alteridades se convierten en formas constituyentes y en instrumentos de vigilancia social: los otros son diferentes, hacen cosas diferentes o vienen de lugares diferentes. Estas estructuras representan auténticos artefactos performativos: dispositivos sociales que se adaptan y mantienen por la propia acción de quienes los experimentamos y asumimos.
El ejemplo más claro es la norma de género. No ya el cómo, sino directamente el qué es socialmente un hombre o una mujer (más allá de los genitales, que suelen estar ocultos por la ropa, o los cromosomas que tampoco son visibles sin un microscopio) viene definido en cada cultura por cómo se presentan y comportan hombres y mujeres, y varía históricamente de forma muy evidente en función precisamente de cómo van cambiando esos comportamientos. La norma no está escrita, la norma se performa.
Por tanto, en el ámbito de las relaciones, qué es o no es una pareja viene definido por qué hacen las parejas. Hasta hace unas décadas, el género de quienes formaban una pareja era necesariamente hombre + mujer. Ya no es así. En cuanto al número, todavía es dos, pero empieza a ser también revisable. Es un cambio menor en realidad, que será asumido sin demasiada distorsión cultural en una o muy pocas generaciones. El paso de dos a uno, hacia familias monomarentales o monoparentales ya está en realidad en vías de normalización. Y la extensión a más de dos se aceptará porque no supone un grave problema para el sistema, mientras el conjunto mantenga el carácter general de pequeña burbuja familiar reproductiva.
En el ámbito de las relaciones, qué es o no es una pareja viene definido por qué hacen las parejas
En este sentido, morfológicamente, poliamor significa varios amores (del mismo modo que no monogamia alude a tener más de una pareja). Pero, como hemos dicho, cada vez más se utilizan de forma inclusiva para referirse a cualquier modelo que impugne el sistema monógamo. Porque es importante entender que al hablar de monogamia no estamos hablando de prácticas sino de un sistema. Del mismo modo que no decimos que somos asexuales cuando llevamos una temporada sin relaciones íntimas, tener en un momento dado una pareja, ninguna o más de una (clandestina o abiertamente) es una cuestión coyuntural. El sistema monógamo o mononorma es, como el patriarcado, un mecanismo estructural performativo autosostenido que favorece ciertas prácticas e invisibiliza las demás. Define ciertos comportamientos como normales y convierte el resto en simpáticas travesuras, simples fases, preocupantes desvaríos o, en el peor caso, peligrosas perversiones.
Por tanto, la crítica es al sistema y no a las prácticas. De ahí que los vocablos poliamor o no-monogamia, por su construcción, sean a veces problemáticos al entenderse como una simple variación en el número de personas involucradas en nuestras relaciones, sin que cambien su estilo, sus lógicas ni sus expectativas a nivel personal o social. Ahí acierta en sus declaraciones nuestro estimado obispo Argüello, al que traemos de nuevo para escucharle cuando dice que está preocupado no solo como miembro de la jerarquía de la iglesia sino como ciudadano, al considerar que esta supuesta cultura no se plantea únicamente como alternativa a una determinada moral, que es la católica, sino “como forma de entender la articulación del tejido social”. Su preocupación es nuestra esperanza.
Y, para acabar con el análisis del testimonio del mitrado, nos encontramos con la curiosa afirmación de que “lo de poliamor queda bonito en la jerga de la cultura dominante, pero si en vez de poliamor hablamos de poligamia entonces la cosa suena de otra manera”. Al margen de ciertas resonancias islamófobas enmarcadas en un peligroso discurso del odio que nos recuerda el consabido cuñadismo de “con Alá no os metéis, cobardes”, el pretendido zasca del prelado es ridículamente fallido. Hace años que en las comunidades no monógamas no se nos tuerce el gesto al escuchar la palabra poligamia en lugar de poliamor o cualquier otra de las más utilizadas. No hay nada vergonzoso en esa expresión. Es cierto que se ha usado desde tribunas racistas y xenófobas para referirse exclusivamente a usos religiosos machistas de carácter tradicional (por cierto, de diversos credos, no olvidemos por ejemplo a las comunidades mormonas, de culto cristiano), pero hace tiempo ya que Brigitte Vasallo y otras autoras han reflexionado sobre ello y existe una conciencia muy amplia al respecto en el colectivo.
Finalmente, entre los marcos no normativos más difundidos destaca uno sobre el que existe un creciente interés, sobre todo en los estratos sociales más jóvenes: la ‘anarquía relacional’, que es precisamente la que da nombre a esta columna periódica. El valor de este marco reside en que es el más politizado y el que bebe de una tradición de pensamiento más larga y asentada. Pese a que el anarquismo arrastra un estigma derivado de interpretaciones interesadas o desinformadas por parte de muchas instancias políticas y culturales, sus consecuencias históricas están muy presentes. Fuera del anarquismo y anarcosindicalismo clásicos, vemos su influencia muy claramente en movimientos como los de antiglobalización, ecologistas, Occupy Wall Street, los Indignados, el 15M e incluso la tradición punk que sobrevive en muchas manifestaciones culturales, el antiespecismo, el veganismo, los movimientos sex-positive, kink, las corrientes feministas transinclusivas y la revolución queer.
La anarquía relacional conecta las disidencias afectivas con el resto de propuestas emancipadoras de política prefigurativa
Y en este contexto de nuevas luchas es donde la anarquía relacional conecta las disidencias afectivas y relacionales con el resto de propuestas emancipadoras de política prefigurativa, de estilo de vida. Lo hace trasladando el foco del reproche que el anarquismo centraba en la autoridad moral de la religión y la autoridad material del Estado y el sistema capitalista-colonial-patriarcal-globalizado a la esfera de lo más cercano, de lo íntimo, de los afectos. Plantea que las relaciones no se establezcan de manera normativa sino autogestionada. Con base en compromisos personales elegidos, con comunicación, respeto y consideración, y con una atención especial a los límites propios, planteados de forma explícita como expresión de la cultura del consentimiento.
Todo bajo el presupuesto teórico de la desconstrucción como herramienta que nos permita dudar de lo que nos han vendido como natural o como sagrado. Sin sustituir la normatividad anterior por una nueva, ni establecer así nuevas directrices y nuevos comportamientos. Sin condenar o glorificar unas prácticas u otras. Las prácticas monógamas o de cualquier tipo son igualmente válidas bajo esta mirada, siempre y cuando no conlleven actos de autoridad u homologuen ejes de opresión. El sistema monógamo, el patriarcal o el heteronormativo incluyen estos vectores de autoridad relacional que no serían aceptables desde esta perspectiva, y por eso la anarquía relacional ofrece un marco más afín a las prácticas no monógamas éticas y consensuadas, a las poliamorosas y a cualesquiera que se presenten en estos términos antiautoritarios y sean inclusivas en cuanto a orientación sexual, identidades, expresiones de género, origen, etc.
En posteriores artículos de esta nueva sección profundizaremos en la propuesta de la anarquía relacional, surgida en ambientes anarquistas del norte de Europa a principios de este siglo, y analizaremos su historia, sus características, su repercusión y difusión, las diferentes realidades que comprende en términos de vivencias y conductas concretas y, finalmente, su vocación de llegar a constituir una revolución desde abajo, desde lo íntimo y lo personal, que sabemos que siempre ha sido político.
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Juan Carlos Pérez Cortés es profesor e investigador en el área de ciencias de la computación y activista y divulgador en el ámbito de las relaciones afectivas no normativas. En este campo ha publicado el libro Anarquía Relacional. La Revolución desde los Vínculos (La Oveja Roja, 2020) que se ha traducido a varios idiomas.
Entre el 14 y el 28 de marzo de este año 2023, dos mil cuatrocientas noventa y una personas residentes en España contestaron por teléfono a una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas en la que se les preguntaba su nivel de acuerdo con la frase “Una persona puede mantener dos o más relaciones...
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Juan Carlos Pérez Cortés
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