burbuja política
Vinícius y la olla a presión capitalista
En las condiciones que hoy prefigura la sociedad del espectáculo difícilmente se puede derrotar al racismo en el fútbol
Raimundo Viejo Viñas 28/05/2023
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Por enésima vez ha saltado la polémica sobre el racismo en el mundo del fútbol. Un lugar común indisociable de otros como la violencia de las hinchadas en los estadios, la corrupción arbitral, los comisionistas en instituciones internacionales, los abusos sexuales y violaciones (individuales o grupales), los armarios bien cerrados bajo la llave de la masculinidad más tóxica, los pelotazos urbanísticos, los fichajes millonarios y las evasiones fiscales de los mitos de la cancha, la colleja de Florentino a Almeida y un largo etcétera. El fútbol sigue manteniendo una burbuja política, económica y cultural de tiempos predemocráticos. Y desde ahí la extrema derecha ha conseguido irradiar sus narrativas, valores, etc., sobre el conjunto de la sociedad.
Aunque, por descontado, el fútbol es mucho más que sus expresiones más brutales, lo cierto es que en su seno se ha organizado como en pocos lugares el bastión cultural de la extrema derecha; más incluso que en el ejército, la judicatura, la Iglesia o los cuerpos policiales. Durante los cuarenta años en que la democracia liberal logró mantener su hegemonía (1978-2018), el fútbol fue el refugio de masas que preservó el acervo franquista en su estado más puro. Una suerte de lugar aparte donde las hinchadas podían exhibir sin pudor sus simbologías fascistas, imponer su cultura de la violencia y protagonizar episodios al margen de la sociedad civil democrática. Nada de ello era casual, dado el papel legitimador que el deporte –a empezar por el propio fútbol– había tenido durante la dictadura.
Los usos políticos del deporte
En las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, pasado el horror del holocausto y afincada la Escuela de Frankfurt en Estados Unidos, algunos de sus autores más críticos y militantes, como Marcuse o Fromm, dedicaron su labor a realizar una diagnosis crítica del capitalismo más avanzado. En aquellos años, no por nada conocidos como Treinta Gloriosos, se había articulado en Occidente un capitalismo integrador. En lugar de ejercerse la represión sobre el movimiento obrero de manera externa a él, se planteó un sindicalismo de concertación que lo involucrase, bien que en posición subalterna, en un nuevo orden político. Los partidos obreros –una vez probada su lealtad al capitalismo (el caso paradigmático sería el SPD alemán)– podrían incluso alcanzar el gobierno (así Willy Brandt en 1969).
En el esquema de Marcuse la función del deporte era evitar que los instintos se volviesen contra el orden establecido
A diferencia del capitalismo liberal anterior al Crack del 29, este nuevo liberalismo de orden u ordoliberalismo operaba sobre la base de lo que Marx había anticipado casi un siglo antes: en lugar de un antagonismo abierto entre burgueses y proletarios, el mundo del trabajo sería subsumido en el del capital. Gracias a la institucionalidad de las democracias de posguerra, el capital ya no libraría su batalla contra el trabajo desde afuera, en una lucha de clases abierta y directa. Al hacerse cargo de la educación, la salud, la cultura, etc., mediante un estímulo incesante al consumo, la violencia inherente a un sistema basado en la explotación pasaba a ser gestionada entre las partes antagonistas.
No era para menos. La experiencia de haber llevado los principios liberales al extremo había arrastrado las democracias al totalitarismo. Al hacerse cargo a su manera de la fuerza de trabajo, los fascismos habían encontrado vía libre. Tras la II Guerra Mundial, derrotados los fascismos (no sin el apoyo soviético), el mundo se reparte entre las superpotencias EEUU y URSS. El ámbito deportivo no escapará a la Guerra Fría: desde los Juegos Olímpicos y sus boicots respectivos (Moscú 80, Los Ángeles 84) hasta los Mundiales, pasando hasta por el ajedrez (¿quién no recuerda a Bobby Fischer?).
Pero el enfrentamiento entre los capitalismos de Estado y mercado también lo era entre dos concepciones políticas del deporte. A un lado, el modelo soviético, demostración disciplinaria de masas y legitimador de un discurso articulado en torno a la supuesta superioridad del “hombre nuevo”. Ya fuesen grandes potencias como la URSS y China, o sus satélites en Europa oriental y Asia, además de Cuba, el paradigma del deporte en el “socialismo realmente existente” no se apartó de su papel como legitimador ideológico y patriótico.
Al lado opuesto del Telón de Acero, el deporte experimentaba una mutación sustantiva. Junto a la evidente labor de legitimación geopolítica también encontraría una función de legitimación mucho más importante al apuntalar la estabilización del capitalismo. Tras la II Guerra Mundial, durante los Treinta Gloriosos, el mundo deportivo, desde las organizaciones de base hasta los grandes eventos globales, se convirtió en una pieza clave para el orden económico, social y cultural emergente.
El deporte venía a cerrar el ciclo semanal de la producción con un alienante ritual de exaltación de masas. En nuestro caso, la liga de fútbol
Desublimación represiva
Tal y como analizaría el freudomarxismo frankfurtiano, los eventos deportivos cumplirían una función psicosocial decisiva: canalizar la violencia interiorizada por la clase trabajadora al terreno de un enfrentamiento simbólico. Las pulsiones humanas que podrían conducir al estallido revolucionario (o contrarrevolucionario, como había demostrado la experiencia totalitaria) no solo eran bloqueadas. Una vez que el deporte las inscribía en el ciclo productivo, se volvían productivas en los términos del capital. En el esquema de Marcuse –expuesto primero en Eros y civilización y luego en El hombre unidimensional– la función del deporte era evitar que los instintos se volviesen contra el orden establecido.
Expresado en términos freudianos: si las pulsiones eróticas (el instinto de vida) y tanática (el instinto de muerte) llegaban a liberarse y lograban constituirse como una alternativa, el capitalismo tenía los días contados. Para evitarlo era preciso que la alienación bloquease cualquier potencial insurreccional. Vista la experiencia de entreguerras, la simple represión no servía. Por el contrario, una ruptura aparente bastaría para abrir un espacio de control suficiente si de alguna manera era devuelta a la disciplina de la fábrica.
Aquí es donde el deporte venía a cumplir la función decisiva. Al asociarse al ciclo fabril mediante el aumento del tiempo de ocio y la capacidad de consumo, el deporte podía desempeñar la función que en los totalitarismos había logrado articular la propaganda de masas (como en el documental de Leni Riefenstahl, Triumph des Willens). De manera más sutil –y compatible con la democracia liberal– el deporte venía a cerrar el ciclo semanal de la producción con un alienante ritual de exaltación de masas. En nuestro caso, la liga de fútbol.
Fuese por medio de retransmisiones deportivas en radio y televisión o por medio de la conversación que entretenía durante toda la semana en la fábrica y los espacios de socialización proletaria (bares, peluquerías, etc.), el deporte en general y el fútbol en España de manera rotunda, pronto lograron lo impensable: cerrar el círculo de las contradicciones irresolubles del capital hacia afuera, obligando a llevar las luchas hacia el interior. La canalización de las contradicciones, antaño dirigida contra el capitalismo, ahora mudaba en lo que Marcuse llamaría “desublimación represiva”, esto es, una falsa sensación de libertad: efímera, gestionable y reintegrable como productora de docilidad y orden en el trabajo los lunes a primera hora. Se acababa de inventar la válvula de la olla a presión capitalista.
El fútbol encontró así un acomodo perverso en el ciclo fabril capitalista como ritual de clausura que evitaba el conflicto. Los términos contractuales: liberación contingente y pasajera de los instintos a cambio de reintegrar la fuerza de trabajo al orden de la producción. Cierto que esto, desde St. Pauli hasta Vallecas, no sucedió sin algunas honrosas excepciones que intentaron disputar la hegemonía al capital. Pero, a día de hoy, en lo que toca al balance global, esta ha sido una historia de éxito para la legitimación del capitalismo tardío.
El fútbol se convirtió en el colofón del ciclo laboral: un momento en el que a cambio de volver el lunes a la disciplina fabril se consentiría una barbarie circunscrita a los estadios. Pocos síntomas mejores que el tópico “si les pagan por jugar, les va en el sueldo aguantar esos insultos”. No digamos ya si se trata de fichajes millonarios, contratos publicitarios de escándalo y todo lo que se mueve en el fútbol. La función legitimadora del campo de fútbol y las jornadas de liga se probarían así reverso brutal de la explotación capitalista y su orden reprimido: racista, machista, clasista, etc.
El fútbol es el colofón del ciclo laboral: un momento en el que a cambio de volver a la disciplina fabril se consentiría la barbarie en los estadios
Salvar el deporte, cortocircuitar la producción de valor
¿Cómo enfrentar entonces la cuestión a partir del caso Vinícius y los que estarán por venir? El mundo ya no es ciertamente una sociedad nucleada en torno a la fábrica. Lejos de estigmatizar al fútbol desde posiciones ideológicas y moralizantes de condena fácil al racismo (y va de suyo que se debe ser condenado, perseguido y juzgado) urge problematizarlo desde la lógica de control social en que se inscribe. Esto comienza por disputar el deporte desde su base (las escuelas, las federaciones, etc.). En las condiciones que hoy prefigura la sociedad del espectáculo difícilmente se puede derrotar al racismo en el fútbol. El fútbol seguirá siendo por un tiempo un bastión del racismo, aunque podemos alegrarnos de que la cuestión haya empezado a problematizarse. Sabemos que las políticas gubernamentales no estarán a la altura (basta con observar la serie de respuestas vacías cuando no conniventes en plena campaña electoral): ni el fenómeno es nuevo, ni la retórica tampoco.
En suma, no es a nivel macropolítico donde se puede sabotear el circuito de producción y reproducción del racismo. Al fin y al cabo, el fútbol, como cualquier otro deporte, pertenece a nuestro tiempo de ocio, a nuestros tejidos comunitarios, a nuestras vidas compartidas. Ahí es donde se puede empezar a alterar el orden sobre el que se asienta la reproducción y difusión masiva del racismo; sustrayéndonos a la lógica del espectáculo y anteponiendo el cuerpo, los afectos y la vida. Desde los espacios de la cotidianeidad se pueden vertebrar auténticos contrapoderes desde los que derrotar esta declinación de la barbarie.
Por enésima vez ha saltado la polémica sobre el racismo en el mundo del fútbol. Un lugar común indisociable de otros como la violencia de las hinchadas en los estadios, la corrupción arbitral, los comisionistas en instituciones internacionales, los abusos sexuales y violaciones (individuales o grupales), los...
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Raimundo Viejo Viñas
Es un activista, profesor universitario y editor.
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