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El resultado electoral nos muestra un panorama político que debería invitar al diálogo y la discusión, así como la certeza de que nadie podrá gobernar en solitario. Asistimos a una lucha por la legitimidad para negociar, pactar y gobernar en un momento de extrema urgencia climática. Pero, ¿qué es la legitimidad? ¿Quién la da o la tiene? ¿Puede lo legal ser ilegítimo y lo ilegal legítimo? Estas cuestiones son relevantes no sólo en el ámbito de la política de partidos, sino también de lo que ocurre en las calles: ¿si las acciones de los movimientos sociales exceden los límites legales, pasan a la ilegitimidad del discurso político? Con el ecologismo se hace cada vez más evidente; incluso se ha ilegalizado alguna organización. Los gobiernos y quienes aspiran a estar en los mismos mediante la legalización e ilegalización ejercen su supuesta capacidad de señalar y separar lo legítimo de lo ilegítimo. Saben también que muchas veces es la manera más fácil de hacer frente a un problema incómodo. Y qué hay más incómodo que aquellos que, mediante la protesta, señalan las incoherencias del sistema.
Existe una lucha política por el significado de la violencia, visible en la dinámica criminalizadora de la protesta construida desde lo político y hecha posible gracias a lo legislativo. A finales de junio, Macron disolvía a golpe de decreto lo que estaba siendo uno de los movimientos ecologistas más rompedores a nivel europeo, Soulèvements de la Terre (SdlT), basado en el sabotaje, la ocupación y la acción directa sobre las industrias más contaminantes como respuesta a su daño medioambiental y ecosistémico. El ministro de Interior francés, Gérald Darmanin, no dudó en usar, en reiteradas ocasiones, el término “ecoterrorismo”. El portavoz de dicho Gobierno, Olivier Véran, tampoco tuvo problema en referirse como “violentas” a las acciones llevadas a cabo por SdlT. En España, Defender a quien defiende ha contabilizado un total de 131 vulneraciones de derechos humanos a activistas de Futuro Vegetal desde 2022. Si queremos un señalamiento más institucional todavía, basta con retroceder a abril de 2022, cuando la protesta organizada por Rebelión Científica en la que se arrojó jugo de remolacha que simulaba sangre a las escalinatas del Congreso acabó con varios de aquellos activistas siendo investigados directamente por la Brigada Antiterrorista. Hay muchos más ejemplos y en todos ellos encontramos un patrón muy marcado: el uso del término “violento” hacia toda protesta que escape, de alguna forma, de los límites legales. A pesar de que no exista un consenso sobre la definición del concepto de violencia, a la hora de legislar se hace un uso instrumental de ella para definir lo que queda dentro y fuera de la norma.
Hay un juego entre la violencia y la no violencia que atraviesa las formas de hacer política, el papel del conflicto y las dinámicas amigo/enemigo. Lo cierto es que el movimiento ecologista usa la no violencia como herramienta para defender un bien común, un hábitat que habitar. Tiene por objetivo proteger la vida, por lo que sus acciones se vuelven más directas y con objetivos concretos ante las amenazas que no cesan y las demandas desatendidas a pesar de su urgencia. La narrativa es simple: señalar a quien destruye para acabar con la lógica que le permite hacerlo. Por eso hablar de ecoterrorismo es paradójico. La palabra violencia recae sobre un ecologismo que busca sostener la vida y ponerla en el centro.
Al individualizar la violencia y señalar a la persona como responsable de un acto violento, se niega la posibilidad de imaginar la violencia como un fenómeno estructural
En las movilizaciones sociales, la no violencia va más allá de la ausencia de violencia. Es un compromiso constante de reorientar la agresión a través de los cuerpos, expuestos al poder policial, y así acercar a todas las personas la posibilidad de disentir. Butler define la no violencia como una posición ética dentro de lo político. Se trata de una forma de resistencia a las formas sistémicas de destrucción con el objetivo de construir un mundo interdependiente, que comprenda la importancia de los vínculos y la colectividad. Es una práctica social y política que no esconde el enfado, una afirmación física de las reivindicaciones de la vida, un cuestionamiento a quién y cómo puede expresarse el disenso. La población explora y ejerce nuevas formas de acción política ante el silencio de las instituciones. Un ejemplo son los movimientos ecologistas, que ante la emergencia climática repiensan formas de movilización olvidadas. Desde organizaciones más clásicas como Greenpeace y Ecologistas en Acción a otras más recientes como Juventud por el Clima, Extinction Rebellion, Rebelión Científica, Rebelión por el Clima o Futuro Vegetal se utiliza una narrativa de no violencia. Se eligen acciones directas por la seguridad y mantenimiento de la vida, pero es bajo la Ley de Seguridad Ciudadana que son penadas.
Todo esto ocurre dentro de la lógica individualizadora del capitalismo tardío en el que nos encontramos. Al individualizar la violencia y señalar a la persona como responsable de un acto violento, se niega la posibilidad de imaginar la violencia como un fenómeno estructural, con causas relacionadas directamente con el sistema en sí. La jugada es doblemente redonda, pues permite señalar como “violentos” a aquellos movimientos que buscan formas de acción fuera de lo legal, precisamente para protestar contra una violencia sistémica cada vez más difícil de identificar bajo una lógica individualizadora.
Si miramos a nuestro alrededor, identificamos una tendencia política que pone por delante la seguridad frente al “desorden social”. Así, esta lógica legitima que leyes como la Ley de Seguridad Ciudadana de 2015 –ley mordaza– regulen el comportamiento ciudadano para “preservar y garantizar la protección de las personas”, incidiendo notablemente en el derecho fundamental de reunión y huelga, al dotar al cuerpo policial de más capacidades para “proteger el libre ejercicio de derechos y deberes”, no solo cuando se produzca una alteración del orden, sino también cuando existan indicios de que puede suceder tal alteración. Este uso del poder de unos cuerpos frente a otros deja desprotegida a la ciudadanía ante las infracciones policiales, ya que, aunque la persona sancionada pueda aportar su versión, en los hechos prima la versión policial. Todo ello sazonado con un punitivismo cada vez más claro, que busca hacer frente a problemas complejos mediante el castigo, pretendiendo así desmovilizar los movimientos sociales y la sociedad civil. De hecho, sólo en el año 2020, la Policía impuso un cuarto de millón de multas por desobediencia.
Joaquín Urias señalaba en CTXT: “En un Estado democrático no pueden mantenerse mecanismos que facilitan la impunidad policial en caso de abuso y cuya mera existencia sirve para desalentar a la ciudadanía de utilizar sus derechos”. En ese sentido, el último intento por modificar la Ley de Seguridad Ciudadana no ha surtido el efecto deseado por los movimientos sociales, dejando de lado asuntos tan controvertidos como la presunción de veracidad de los agentes de policía, el uso de pelotas de goma, las acusaciones de desobediencia, las sanciones por falta de respeto a los agentes, y las devoluciones en caliente de inmigrantes en la frontera. El resultado: ningún cambio y la misma ley burorrepresora.
El disenso existe. La protesta es una herramienta para expresarlo. Quienes más hablan de libertad, más la delimitan. La población necesita tener acceso a herramientas de acción ciudadana que no criminalicen el hecho de disentir, que no conviertan el manifestarse en una cuestión de privilegios de partida. Por eso, gobierne quien gobierne, los derechos sociales se defienden.
El resultado electoral nos muestra un panorama político que debería invitar al diálogo y la discusión, así como la certeza de que nadie podrá gobernar en solitario. Asistimos a una lucha por la legitimidad para negociar, pactar y gobernar en un momento de extrema urgencia climática. Pero, ¿qué es la legitimidad?...
Autora >
Martina Di Paula López
Autor >
/
Autor >
Sergio Aires Machado
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