Mediocracia
De Donbás a Gaza: lo que hicimos mal
En política internacional el juego de las comparaciones siempre es frágil, peligroso y a menudo tramposo. Pero quizá sea útil reflexionar en torno a cómo el tratamiento de la guerra de Ucrania nos ha llevado hasta aquí
Irene Zugasti 14/10/2023
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Las comparaciones, dicen, son siempre odiosas. Imaginad en una guerra. Lo son porque ponen frente a frente las incoherencias, los dobles raseros y varas de medir y también porque nos enfrentan a nuestros propios principios y contradicciones. Por eso es lógico que estos días quienes estamos alzando la voz contra el genocidio en Palestina recurramos a menudo a la comparativa con otro conflicto reciente que hemos vivido muy de cerca, como es la guerra en Ucrania.
Comparamos porque ante tan flagrantes injusticias es imposible no reventar de indignación o de rabia. Por poner sólo unos ejemplos de los cientos que circulan, podemos comparar el discurso de Von der Leyen cuando acusaba a Rusia de cometer crímenes de guerra al cortar el suministro de energía en territorio ucraniano y atacar a población civil, con el discurso que mantiene hoy cuando es Israel quien comete estas agresiones a gran escala, anunciadas sin pudor por sus principales líderes políticos. O podemos comparar el desvío de ayuda al conflicto ucraniano sólo desde febrero de 2022: 77.000 millones de euros invertidos en ayuda económica, humanitaria y también militar, frente a los miserables 691 millones en ayuda al desarrollo en Palestina, esos que intentó bloquear un comisario húngaro de la Unión Europea hace apenas unos días. Con la diferencia, claro, de que Ucrania ya tiene firmada la reconstrucción nacional de sus escombros con el dinero europeo y el asesoramiento del todopoderoso fondo buitre Blackrock.
Podríamos comparar también las políticas de acogida a personas refugiadas, la represión política y policial a las protestas pacifistas en Europa, o la tolerancia a la “propaganda” sensacionalista y carnicera –que en el caso israelí está llegando a extremos repulsivos– en los medios de comunicación.
Podemos comparar el desvío de ayuda al conflicto ucraniano sólo desde febrero de 2022: 77.000 millones de euros, frente a los miserables 691 millones
Y sin embargo, todas estas comparaciones están viciadas. La vara de medir, de lo que podemos y debemos exigirle a Europa, no debe situarse en la legitimación de lo acontecido en Ucrania, porque yo no aspiro a que Europa haga con Palestina lo que ha hecho con la guerra de Ucrania. No deseo invertir millones de euros en engordar la industria militar y de la seguridad, ni quiero que se legitime el jalear a mercenarios ni a mártires de guerra desde el telediario. No deseo que se censuren medios de comunicación por considerarse “propaganda”, ni quiero que se detenga a periodistas en Polonia por hacer su trabajo, como a Pablo González. No quiero que se invoque la “autodefensa” repartiendo fusiles de asalto a hombres desesperados, ni quiero leer más periodismo basura deshumanizando al otro para seguir escribiendo columnas.
No quiero festejar la militarización de la juventud con vídeos de TikTok ni aplaudir una solidaridad hueca y selectiva con héroes de quita y pon. No deseo para nadie sentir ese desamparo, esa impotencia que te arrolla cuando ves que en las noticias se dan informaciones falsas, tergiversadas, incompletas, se celebra a extremistas y a ultranacionalistas y se corren tupidos velos sobre violaciones de derechos humanos masivas e imperdonables.
No quisiera volver a ser parte de la banalidad del mal convertida en la banalidad de las condenas.
Tampoco deseo el arrinconamiento de analistas, periodistas o políticos que planteen posiciones de paz y críticas con el consenso establecido llamándoles ingenuos, reduccionistas, equidistantes, o peor, arrastrándolos al foso de los terroristas, islamistas o radicales fanatizados –o de los prorrusos, nostálgicos, izquierdistas cabeza hueca–. No desearía medir la diplomacia en condenas de twitter o aplausos en parlamentos. No quisiera volver a ser parte de la banalidad del mal convertida en la banalidad de las condenas.
Comparamos porque en la memoria y en el corazón de una mayoría de la izquierda late la historia de la ocupación israelí y del apartheid que sufren los y las palestinas. Comparamos porque sabemos que existe un contexto, una complejidad llena de matices e intereses de décadas, y porque somos capaces de identificar la manipulación, la hipocresía y la mentira televisada. En el caso de Ucrania, apenas se sabía nada ni se ha podido hablar sobre las tensiones, las influencias y las diversas identidades que llevaban largos años sacudiendo a un Estado fallido, saqueado y devorado por la corrupción desde los escombros de la Guerra Fría. Menos aún sabíamos de los siete años de guerra y catorce mil muertos que llevaba a las espaldas la población del Donbás. En la guerra de Ucrania, ya sea por desconocimiento o por miedo a caer del lado malo de la historia, por temor a acabar quizá como Pablo González, o por viejos y nuevos odios de aquí y de allá –más de partido que de parte–, hubo una peligrosa tolerancia a la propaganda, a las narrativas lacrimógenas y huecas de contenido, al pensamiento único y al silenciamiento de cualquier disidencia y el desprecio a cualquier posición crítica o de paz. Y, abandonado el pacifismo, muchos y muchas acabaron pidiendo guerra. Y de aquellos polvos, estos lodos.
“No es lo mismo”, diréis algunos. “No es comparable”, pensarán otros. Ya advertí que las comparaciones son odiosas. Pero en esta columna apresurada yo no pretendo comparar guerras, ni carne al peso, ni casus belli,ni Rusia, ni Israel, ni Donbás, ni Hamás, ni Palestina. Esas comparaciones las dejo para análisis más profundos, aunque no hace falta ser Seymour Hersh para deducir que, si se sigue el rastro de las empresas de armas, de las fachadas iluminadas con banderas, y de los aliados que comparten Kiev y Jerusalén las cuentas salen rápido. Ahí quedan.
La única comparación útil hoy, de cara al presente y al futuro que nos espera, es la que nos interpela a plantearnos el discurso y el tratamiento informativo de una guerra, y, de paso, el respeto a la profesión periodística y a la enorme responsabilidad de contar lo que ocurre, respetando en lo posible la verdad, el contexto histórico y los derechos humanos. Esta odiosa comparación nos recuerda el precio tan caro que estamos pagando por haber legitimado políticas de guerra, de censura y de silencio en Ucrania. Y, como no hay nada peor que un periodista que quiere tener todo el rato razón y ganar al te lo dije, ojalá yo me equivoque otra vez con estas líneas. Ojalá del aprendizaje de Ucrania y del horror de Palestina resurja una fuerza moral y cívica suficiente para frenar el horror, para hacer valer los Derechos Humanos; y para que regrese una izquierda internacionalista, pacifista y antiimperialista… Y un periodismo que esté a su altura. Seguimos.
Las comparaciones, dicen, son siempre odiosas. Imaginad en una guerra. Lo son porque ponen frente a frente las incoherencias, los dobles raseros y varas de medir y también porque nos enfrentan a nuestros propios principios y contradicciones. Por eso es lógico que estos días quienes estamos alzando la...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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