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Andalucía viva
Somos andaluces a la manera de quienes no pueden ser otra cosa. Tenemos la obligación de disfrutar de nuestra cultura, pero también de invertir la espiral de la miseria en la que estamos
Joaquín Urías 28/02/2024
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Los andaluces y las andaluzas tenemos el extraño privilegio de ondear la bandera blanquiverde y celebrar el día de nuestra tierra sin necesidad de atacar a nadie, ni compararnos con nadie. Ese nacionalismo humanista y amable es un lujo en los tiempos que corren. Sin embargo entraña también un peligro: el de regodearnos en una imagen falsa y dañina de Andalucía. La misma que nos crearon desde fuera.
Éramos la Andalucía que divierte a los forasteros. La que cantaba y bailaba para entretener al resto. Ahora también a nosotros mismos. Hemos hecho nuestros los tópicos andaluces inventados por mesetarios que nos visitaban en busca de exotismo. Desde su superioridad casi colonial, crearon una imagen fantasiosa de nuestra tierra: andaluces vagos más preocupados de dormir la siesta que de trabajar; andaluzas seductoras de ojos oscuros y movimientos felinos; gentes que viven entre la taberna y la iglesia donde rezan con devoción; un pueblo de acento gracioso y facilidad para el chiste.
Hemos hecho nuestros los tópicos andaluces inventados por mesetarios que nos visitaban en busca de exotismo
Esa imagen romanticista y simple era la fachada de algo mucho más profundo. Una tierra sometida desde la Reconquista a la esclavitud del latifundio; grandes propietarios de superficies inmensas de tierras de labor empleando a masas de jornaleros que no poseen nada. Eso ha determinado la estructura social de Andalucía; una tierra en la que la riqueza sigue siempre en manos de unos pocos, que no se articula en torno a una sociedad civil crítica y en la que el tejido productivo apenas da para vivir. Los gitanos que cantan y bailan, la devoción popular por las imágenes religiosas, la ironía disfrazada de humor expansivo... Todo eso ha sido siempre solo un modo de sobrevivir entre los resquicios de la miseria. Sin embargo, a base de que desde la meseta y más allá nos repiten esa imagen, estamos llegando a creérnosla. Cada vez más, Andalucía se parece a ese pueblo de Berlanga que para dar la bienvenida a los americanos se disfraza con sombreros de ala ancha. Refugiados en el postureo del andaluz de comedia barata hacemos como que no vemos la triste realidad de nuestra tierra.
Tenemos en Andalucía los municipios y los barrios más pobres de España. Estamos muy por detrás en todos los indicadores de riqueza y bienestar: desde el desempleo hasta el abandono escolar. Bajo esos números se ocultan las historias de miles de familias andaluzas que sobreviven a duras penas, a quienes les cuesta acceder a la educación y que no comparten ese futuro de progreso que parece guiar a toda Europa. Muchas de ellas se esconden de ese destino miserable tirándose de cabeza en los tópicos de la tierra. Andaluces y andaluzas disfrazados de la caricatura de nosotros mismos inventada por otros, que olvidan la realidad acodados en una barra, contando a voces chistes malos o saboreando cerveza insípida helada como si fuera una delicatesen.
Esa es, al fin y al cabo, la falsa esperanza que nos regalan los que siempre han mandado aquí: la ilusión de que todos podemos ser señoritos. Todos podemos comportarnos como esa élite clasista, vestirnos como ellos y formar parte de la minoría andaluza que explota a los demás. El sueño de que con dejarnos patillas, vestirnos de señora de clase alta o sujetar un catavinos por el tallo mientras forzamos el acento dejamos de ser clase baja es el engaño del siglo. Las cifras lo desmienten. Casi el cuarenta por ciento de las personas de Andalucía están en riesgo de pobreza. Y aunque no seamos uno de esos cuatro de cada diez, seguimos teniendo muchas posibilidades de no llegar a fin de mes o de acabar algún día en el paro, por más que nos vistamos como el duque de Feria. Nos creemos señoritos, pero seguimos siendo jornaleros.
El sentimiento andaluz, devaluado a folclorismo superficial, está en horas bajas. Todo nacionalismo no es más que convertir lo inevitable en orgullo. Hemos nacido en esta tierra por casualidad. Creer que lo nuestro es lo mejor del mundo es una forma como cualquier otra de ponerse ojeras para no salirse nunca del camino que nos han trazado. Ese regionalismo barato que no ve más allá de las letras de carnaval, los trajes de flamenca, las marchas de semana santa y las macetas de geranios es solo una manera de acallar cualquier tentación de revuelta. No se trata de renunciar a todo eso, que tiene un valor propio, pero sí que es necesario integrarlo en una conciencia de pueblo. De lo contrario, se convierte solo en fachada.
Somos andaluces a la manera de quienes no pueden ser otra cosa. Tenemos la obligación de disfrutar de nuestra cultura, pero también de invertir la espiral de la miseria. Hace siglos que hay andaluces que lo hacen, pero siempre a nivel individual. Es cierto que tenemos a Velázquez, Machado, Góngora, Picasso, Lorca, María Zambrano o Camarón. Somos tierra de genios individuales pero sin tejido social, sin servicios públicos decentes, sin distribución de la riqueza. Nos cuesta pasar del ejemplo a la generalización y ese es el reto colectivo que tenemos que enfrentar. Y para ello tenemos una herramienta desaprovechada. El autogobierno.
Tenemos un gobierno que no duda en secar Doñana para regar los campos de cinco empresarios de frutas rojas
Los sucesivos gobiernos andaluces han sido incapaces de sacarnos de la miseria porque nunca han visto a Andalucía como un sujeto político en sí mismo. La Junta de Andalucía se conforma con gestionar de mala manera una sanidad pública cada vez más maltrecha, y pone sus esperanzas en el turismo. Confían en que cuando no estemos cantando estribillos de chirigota, ni saliendo de nazarenos, trabajemos todos de camareros para los visitantes del norte. Ese es su modelo. Subordinado y conformista. Con él no molestan a las grandes empresas hosteleras, ni a los intermediarios que ponen precio a los productos del campo, ni a los grandes propietarios. Por no molestar, ni siquiera molestan a los constructores o a las cofradías. Porque no son verdaderos gobiernos de Andalucía; sin un modelo de país, gobiernan para las élites de siempre y no defienden los intereses de la masa de andaluces. Tenemos un gobierno que no duda en secar Doñana para regar los campos de cinco empresarios de frutas rojas, ni en vaciar nuestros barrios para convertirlos en parques temáticos para turistas. Sin embargo, cuando llega el día de Andalucía se desviven en contratar a la empresa de algún amigo para que sirva en los colegios el supuesto desayuno andaluz, a base de molletes de Antequera y aceite de oliva de Jaén, que en verdad nadie toma. Se envuelven en la bandera de Andalucía para homenajear a toreros y folclóricas y vírgenes, pero no han sido capaces de desarrollar gran parte de las competencias que les da el estatuto de autonomía. Viven del postureo barato antes que de mejorar la vida de la gente. Nuestro gobierno solo es andaluz cuando se trata de dar medallas o de encargarle a un flamenco que versione el himno. Pero su auténtico interés nunca es la gente de esta tierra.
Como pueblo, Andalucía necesita aprovechar su autogobierno para pasar de la periferia a la centralidad. No somos la periferia de nada ni el patio trasero vacacional de nada. Andalucía es el centro de nuestras vidas y más nos vale convertirla en un lugar habitable y feliz. Ya hemos dejado de tolerar que la gente de Madrid o Barcelona se ría de nuestro acento. Ahora tenemos que dejar de tolerar que la vida consista en intentar sobrevivir penosamente dejando atrás al resto. Podemos comer molletes con aceite una vez al año y aprendernos las letras del carnaval de Cádiz, pero el sentimiento andaluz es algo mucho más profundo que, desgraciadamente, está unido al sufrimiento y la solidaridad. En nuestra mano está ser el alegre y fervoroso basurero de Europa o convertirnos de una vez en una tierra con futuro de la que nadie tenga que irse. Menos gritar que viva Andalucía, y más conseguir que Andalucía viva.
Los andaluces y las andaluzas tenemos el extraño privilegio de ondear la bandera blanquiverde y celebrar el día de nuestra tierra sin necesidad de atacar a nadie, ni compararnos con nadie. Ese nacionalismo humanista y amable es un lujo en los tiempos que corren. Sin embargo entraña también un peligro: el de...
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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