residencias
Rocío y el pato patas arriba
Puedes hacerte rico a costa de mercadear con dinero público, con la muerte, la vejez, la enfermedad o el miedo. O puedes ser la que pelee por hacer de la vida, hasta en sus peores tragos, un espacio de dignidad, de derechos y de cuidado
Irene Zugasti 15/03/2024
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Cuando tu primer muerto pasa a llamarse cadáver, deja de ser tuyo, deja de ser tu muerto. Los rituales fúnebres, los papeles, el mortis causa y el rigor mortis, y todas esas cosas que nombramos en latín para no afrontar lo que significan en castellano vulgar te recuerdan que eres una intrusa en ese otro lado a donde van a parar los muertos, incluso aunque no creas que exista otro lado. Después, en todos los muertos, hay algo del tuyo, un rictus, un pellizco al contemplarlos, algo, no sé, que está también en todo lo que se muere.
Me pasó hace poco, al ver la imagen de ese pato patas arriba del que se mofaba Ayuso, con su pancita hinchada, su cuello torcido, vencido hacia el suelo, sus ojos cerrados, solo y esquinado en un trozo de césped cerca de Madrid Río. ¿Agonizaría? ¿Le acompañarían otros en su suerte? ¿Fue rápido, un golpe, bum, una caída al vacío? Dicen que al pato no lo mató la dichosa Mascletà de Madrid, que el pato ya estaba muerto. No lo sé. Pero en el desprecio a ese animalito que Ayuso paladeó al burlarse de él en sede parlamentaria –con su cinismo redicho, tan mediocre, tan evidente–, en esa mofa, en sus ojos saltones despreciando la vida de aquel patito, estaban todos nuestros muertos.
La Mascletá –la absurda, ridícula e innecesaria Mascletá– solo era un ejercicio de poder, de ese caciqueo cutre que Madrid y Valencia han compartido tanto tiempo. No hay ni siquiera rapiña ni misión, ni más fin que el hecho mismo: la hicieron porque pudieron. Lástima que Almeida, que tanto empeño puso en celebrar el despropósito, no pudiera ver su obra en acción porque le aguaron la fiesta, precisamente, otras muertas: las del incendio que ese mismo día se produjo en una residencia de mayores de Aravaca. Allí fallecieron quemadas tres mujeres que vivían en un edificio que incumplía las normas más básicas de seguridad y evacuación, una de esas residencias donde se hacinan personas mayores que pagan precios desorbitados por una cama. ¿En qué momento se convirtió en norma que el final de nuestras vidas quede a merced de su ruindad? ¿Cuándo se normalizó que el hecho de poder existir –dormir, cagar, comer, curarse– dependa de los que se embolsan los conciertos públicos, las concesiones administrativas, las comisiones millonarias? Domus Vi, Aralia, Vitalia, Clece, Orpea. Ahí, donde la comida sabe a mierda y no hay manos para cambiar los pañales, mucho menos para brindar caricias. Ahí donde los días transcurren clavados en fila, sobre butacas de plástico, hasta que la mirada se te queda clavada en el techo y el cuello se te tuerce sobre los hombros. Como ese pato patas arriba.
En uno de esos lugares trabajaba mi amiga Rocío, que hoy, cuatro años después, y habiendo ganado al miedo, me deja decir su nombre real. Durante 2020 y 2021, mientras Ayuso y su novio colmaban sus ambiciones burdas y catetas –Maserati, ático en Chamberí, y un exceso de ácido hialurónico, si me preguntáis–, mientras Tomás Díaz Ayuso se embolsaba 234.000 euros en comisiones, mientras Luis Medina y Alberto Luceño falseaban contratos mercantiles de material sanitario, mientras Koldo y sus amigotes se llenaban los bolsillos traficando con mascarillas y PCR cuando bajaba el cierre del puticlub, Rocío no faltó ni un solo día a su trabajo como animadora sociocultural en una residencia al norte de Madrid. Allí les cantaba coplas, les pintaba los labios, les leía el periódico, les acompañaba a pasear al sol del jardín. Su trabajo era fabricar alegría, que es una cosa dignísima, y ella era una productora excepcional. Pero eso fue al principio.
Su trabajo era fabricar alegría, que es una cosa dignísima, y ella era una productora excepcional. Pero eso fue al principio
Después de su primer muerto, sin protocolos, sin material, sin información, mientras residentes y compañeras caían enfermas, Rocío se encerró con ellas y asumió todas las tareas que no le correspondían: fue enfermera, hija, amiga, terapeuta, administrativa, psicóloga, recepcionista, gerente, cocinera, gestora de videollamadas, celadora, funeraria. Las muertas –era una residencia femenina– se acostaban junto a las vivas, en las mismas habitaciones. Los familiares llamaban y Rocío tenía que titubearles una respuesta que les dejara dormir. Zonas rojas, zonas amarillas, zonas verdes. Cuando lo recuerda, la voz se le atropella y habla deprisa, deprisa, desordenada, como el recuerdo de aquellos días. El material llegaba con cuentagotas: una mascarilla para cada día, con suerte; ni más ni menos. Cuando llegó la inspección policial, la directora maquilló los informes y los datos de las muertes y de las atenciones ante el silencio derrotado de la plantilla. Fallecieron un tercio de las residentes de aquel lugar. Después pasaron los meses y la dirección –devota y piadosa, aunque no sé yo si habrá un Dios que la perdone– consideró que ya no hacía falta una animadora sociocultural. Redujeron su jornada hasta hacerla inútil. Y Rocío perdió la alegría y el trabajo, y, aunque se marchó de allí, cargó durante mucho tiempo con esos muertos. Aunque vuelve a ser la mujer centella que se arranca a cantar en todas las fiestas, creo que todavía puedo verle los muertos al fondo de los ojos. Los muertos nunca se marchan.
October Twelve. Así se llamaba la empresa de alquiler turístico que González Amador, pareja de Ayuso, fundó al lado de ese hospital al sur de Madrid. Una de tantas sociedades armadas en su entramado corrupto a costa de mercadear con nuestros vivos y nuestros muertos. Una anécdota, tan berlanguiana, tan zafia, que se hace el chiste solo. Doce de Octubre Rooms: excelente ubicación en el barrio de Usera, a cinco minutos de la Renfe, baño privado y wifi gratis. Pero yo, que no puedo pasar por delante del Doce de Octubre porque ahí sigue mi muerto, del que aún sigo sin ni siquiera poder escribir sin reventarme, que murió en esos años de desatención y de recortes, de hombros encogidos y de plantillas colapsadas, yo no le encuentro la gracia.
Hay un hilo conductor que atraviesa la mascletá y el incendio, los pelotazos y las mordidas millonarias, los sobresueldos, las comisiones, las residencias y las mascarillas
Hay un hilo conductor que atraviesa la mascletá y el incendio –el de Aravaca, o el de Valencia–, los pelotazos inmobiliarios y las mordidas millonarias, los sobresueldos, las comisiones, los hospitales y los algodones, las residencias y las mascarillas. Algo que nos recuerda por qué somos diferentes, por qué son, inevitablemente, nuestros enemigos.
Ellos, con nombres y apellidos, han decidido existir a costa de nuestras vidas y nuestros derechos. Ellos, inútiles, miserables, no saben vivir si no es apestando la tierra –llevan haciéndolo toda la historia– porque sus vidas dependen de hacerla inhabitable, injusta y desigual para los demás, para todas nosotras. Ellos, que necesitan un sistema, un régimen a la medida de su ambición y de su bajeza, llaman mérito a jugar con los dados trucados. Nada hermoso nace donde pisan, ni ellos, ni ellas, ni todos los que les aplauden las jugadas y les cubren las indecencias. Y no me embarga culpa alguna cuando les deseo de vuelta lo que sembraron, cuando me lleno la boca cagándome en sus muertos.
En esta tierra, en esta vida, una puede ser Ayuso, Luceño, Koldo o Tomás… o una puede ser Rocío. Puedes hacerte rico a costa de mercadear con dinero público, con la muerte, la vejez, la enfermedad o el miedo, o puedes ser la que pelee por hacer de la vida, hasta en sus peores tragos, espacios de dignidad, de derechos, de comunidad y de cuidado. Y en eso están muchas como Rocío, que aunque carga consigo el dolor de algunas decenas de esas 7.291 almas que murieron de forma indigna, de esos muertos que ya no son solo suyos, ella sigue militando en la rabia y en la alegría. Y mientras tengamos aire, les recordaremos lo que son, con todos los insultos que nos queden en la boca, con toda la rabia que nos prenda en el pecho y con toda la justicia que nos quepa entre las manos. Porque recordándoles lo que son, honramos quienes somos. Por Rocío y las abuelitas, por el pato aquel del río, por los vivos, y por mis muertos.
Cuando tu primer muerto pasa a llamarse cadáver, deja de ser tuyo, deja de ser tu muerto. Los rituales fúnebres, los papeles, el mortis causa y el rigor mortis, y todas esas cosas que nombramos en latín para no afrontar lo que significan en castellano vulgar te recuerdan que eres una intrusa en...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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