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A los dos años y medio de la guerra de Ucrania, en plena matanza de la población gazatí por el ejército israelí (con sus consecuencias para toda la región) y en medio de todo un clamor de tambores de guerra llamando al rearme en Occidente –OTAN, UE y hasta nuestra ministra de Defensa–, ¿existe alguna esperanza de que los partidarios del pacifismo puedan alzar la voz, o hacer al menos que se oiga? Quizá sí, y quizá sea un síntoma de ello la resistencia misma de algunas voces belicistas a ser calificadas como tales.
En estos tiempos que algunos han denominado de “guerra permanente”, o de “guerra civil global” (Pankaj Mishra), ¿qué es ser “belicista” o “pacifista”? Por lo que se refiere a la actual guerra de Ucrania, la postura “pacifista” de partida defendería teóricamente lo contario del famoso Si vis pacem, para bellum. El envío de armas occidentales al gobierno ucraniano solo serviría para enconar más aún el conflicto y postergar un horizonte de paz al que solo se arribaría mediante un proceso negociador entre las partes enfrentadas. Es cierto, sin embargo, que algunas voces han intentado retorcer el término. Con ocasión de la aplicación de la fórmula de la “guerra justa” a la resistencia ucraniana, la periodista de El PaísEstefanía Molina llegó a sostener que el “verdadero” pacifismo consistía, en realidad, en enviar al gobierno Zelenski todas las armas que precisase (10/02/2023). No parece, sin embargo, que este novedoso intento de “resignificación” gozara de mucho éxito: si algo demostraba era la superioridad moral de los conceptos “paz” y “pacifista”. O que los defensores del envío de armas a Ucrania preferían ocupar la trinchera –perdóneseme el símil militarista– del “pacifismo” antes que la de su antónimo, que no es otro que “belicismo”. Estaba claro que este último concepto seguía teniendo mala prensa.
Ya más recientemente, en un marco caracterizado por el cansancio producido por la prolongación de la guerra, otras voces igualmente defensoras de la continuación del envío de armas al gobierno ucraniano y desconfiadas –cuando no reacias– a la apertura de cualquier proceso negociador de paz, han evidenciado esa misma incomodidad hacia el término “belicista”, teóricamente aplicado a su postura. El también periodista de El País Andrea Rizzi (06/04/2024), en rápida reacción a las reflexiones críticas de colegas como Ignacio Sánchez-Cuenca y Najat El Hachmi, se ha apresurado a renegar de la palabra. “Belicista” sería para Rizzi, apoyándose en el DRAE, aquella persona partidaria “de la guerra como medio para resolver los conflictos”. Según su argumento, y dado que, salvo una “minoría”, la gran mayoría de la población “aborrece la guerra”, no quedaría prácticamente un belicista en pie, y él menos que ninguno. El periodista daba así un salto mortal de tipo semántico, porque una cosa es defender la guerra como medio de resolución de los conflictos, sea aquella un “bien” o incluso un “mal” –menor o necesario en aras de un bien superior– y otra cosa, muy distinta, es “aborrecerla”.
Casi todo el mundo aborrece la guerra como horizonte de deseo. Hasta los Estados más guerreros han disfrazado la agresión armada –la propia– como obligada medida defensiva
Más allá de algún ejemplo lejano, como el Manifiesto Futurista de Marinetti que en 1909 glorificó la guerra como “única higiene del mundo”, ni siquiera los “belicistas” según el DRAE han defendido nunca la guerra como fin moralmente superior o deseado. La frase del italiano quedó para la Historia como la extravagancia de un estrafalario genio. Efectivamente: casi todo el mundo ha aborrecido y aborrece la guerra, al menos como horizonte de deseo. Un rápido rastreo de ejemplos históricos nos confirmaría que hasta los Estados más guerreros han disfrazado la agresión armada –la propia– como obligada medida defensiva. La Alemania nazi desencadenó la invasión de Polonia en septiembre de 1939 amparada en un casus belli falsificado. El sabotaje de la antena de radio de la población entonces alemana de Gliwice (Gleiwitz), en la que supuestos nacionalistas polacos leyeron un mensaje antigermánico, que llamaba a una supuesta “limpieza ética”, fue en realidad una operación encubierta de las SS. Lo mismo podría decirse de la invasión de Ucrania por Rusia de febrero de 2022, disfrazada de “operación militar especial” de carácter defensivo, o del término de “genocidio preventivo” utilizado por el gobierno de Slobodan Milosevic para justificar la ofensiva militar contra las poblaciones croatas y bosniacas en 1992.
La discusión terminológica –“belicismo” vs “pacifismo”– remite a otra más profunda: la de los medios que las diferentes voces de la palestra pública proponen para evitar la guerra –la guerra en curso, la que sea– o su continuación. Vistas desde esta perspectiva, las posturas maximalistas en lo moral de voces como la de Rizzi se revelan, mal que les pese, como “belicistas”, sin necesidad, por cierto, de recurrir a otra a acepción que no sea la citada del DRAE. En lugar de apoyar una hipotética negociación de Ucrania con Rusia, se escudan en la aparente falta de condiciones para ello: “Ni por el lado de Putin ni, sobre todo, por el de Ucrania”. Como si la responsabilidad de la comunidad internacional ante un conflicto en curso se agotara ante la negativa a parlamentar de los actores enfrentados.
“¿Nos imponemos a la voluntad de los ucranianos?”, se preguntaba recientemente el periodista de manera retórica, evacuando responsabilidades. Se es responsable, por tanto, de favorecer la continuación de una guerra, pero no de intentar evitarla: ahí, el belicista se desentiende. Se es responsable –moralmente responsable– de apoyar al amigo con el envío de más y más armas –que no con soldados propios– y de sostenerlo hasta la muerte del último soldado ucraniano, pero no de persuadirlo o de animarlo a que busque una paz pactada. En consecuencia, el belicista malgré lui presiona incansablemente a favor de la continuación del envío de armas al gobierno Zelenski, ajeno al efecto tan evidente como previsible indeseado de inflamar y complicar aún más el conflicto armado. No hay previsión alguna de reconducción o desactivación del conflicto, entendido este como una caldera alimentada ad infinitum.
Pero entonces… ¿qué es lo que pretende el belicista acomplejado, el que se niega a ser calificado como tal? Aparte del maximalismo moral presente en la fórmula de la “guerra justa” de Ucrania contra Rusia, anclado en axiomas como el del “proyecto pacifista de la UE” –una UE cada vez más partidaria del rearme y de la promoción de la industria bélica, por no hablar de su política migratoria–, ¿cuál es su programa para desactivar o aplacar el conflicto en cuestión, o para minimizar al menos sus consecuencias? La verdad es que no tiene programa alguno. Si el belicista da por hecho que no hay condiciones para una negociación entre los contendientes, si ni siquiera presiona o influye a favor de esa negociación, y si la única opción que presenta como necesaria es la continuación de la ayuda militar al bando elegido, el horizonte último de la paz como fin presuntamente deseado desaparece. Quizá no quiera reconocerlo, ni siquiera quizá verlo –de ahí su complejo– pero el belicista muestra aquí su verdadera cara, la del “partidario de la guerra como medio para resolver los conflictos”: un verdadero oxímoron, a la luz de lo expuesto hasta ahora. Porque la guerra no puede acabar con la guerra, al igual que la sangre nunca se lava con sangre, como sostenía la pacifista Bertha Von Suttner en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
A los nostálgicos de la presunta función disuasoria del rearme –con los clásicos ejemplos de la Guerra Fría– habría que recordarles las sangrientas guerras convencionales que asolaron el mundo en esa época
La paz del Si vis pacem, para bellum se evapora entonces como la ilusoria zanahoria exhibida recurrentemente, con mayor o menor eficacia, en la dinámica armamentista. Preparar la guerra, alimentarla o mantenerla significa alejar de hecho y en la práctica toda perspectiva de una futura paz. Y no es que lo signifique actualmente, sino que siempre lo ha significado: siempre ha sido así. Históricamente los saltos hacia delante en la carrera de armamentos, en la nuclear y en la convencional, han terminado precipitando y profundizando a la postre los conflictos armados. A los belicistas nostálgicos de la presunta función disuasoria del rearme –con los clásicos ejemplos de la Guerra Fría– habría que recordarles las sangrientas guerras convencionales que asolaron el mundo en el marco de la dinámica de bloques, más allá del escenario occidental: Argelia, Vietnam, Angola, Etiopía, Irak, Irán…
Más armas, ¿para qué? ¿Qué horizonte de paz puede esperarse de una dinámica de rearme creciente, de aumento de exportaciones de material bélico, de crecimiento del gasto militar en detrimento, por cierto, de las partidas sociales? Aquí, a falta de argumentos, y ante este callejón de salida retórico, se alzan las voces del miedo. Los belicistas –con complejo o sin él– son especialistas en hacer cundir el miedo, en recomendarnos que nos asustemos, que vivamos preocupados de que nos caiga una bomba –rusa, al parecer– el día menos pensado. Véanse, por ejemplo, las alarmistas voces de dirigentes tan diversos como Macron, Tusk o Margarita Robles. Vuelta al disparatado esquema binarista –“o conmigo o contra mí”– de la Guerra Fría.
¿Qué horizonte de paz puede esperarse de una dinámica de rearme creciente, de crecimiento del gasto militar en detrimento de las partidas sociales?
Los belicistas con complejo, sin embargo, procuran matizar ese paisaje demasiado crudo, que remite a las caricaturas de las películas cómico-satíricas de la Guerra Fría, tipo Dr. Strangelove. Más moderados, simplemente nos recuerdan, como Rizzi, que este no es el mundo de la Caída del Muro, sino el de “cientos de miles de soldados rusos invadiendo un país europeo”. El belicista se presenta entonces como pragmático, realista en lo político: el que se opone a la dinámica del rearme no sería, en el mejor de los casos, más que un bienintencionado pero irresponsable ingenuo. El belicista entra a saco en la Historia para expurgar un antecedente fácil: en un truco muy manido, obvia e ignora la necesaria contextualización del acontecimiento histórico. Armado de un pragmatismo a prueba de ilusos, e instalado a una distancia convenientemente segura del escenario de guerra, el belicista diseña así los argumentos necesarios para armar a aquellos que se matarán. Le asisten para ello, por lo demás, presuntas razones morales.
Pero, aun en el caso de que tuviera razón, habría que hacerle una pregunta fundamental: ¿qué se consigue enviando armas, cada vez más armas, a una de las partes en conflicto? ¿De qué manera contribuye eso a un horizonte de paz? Y la pregunta que debiera hacerse todo historiador/a o interesado en la Historia: ¿de qué manera esa postura ha contribuido nunca, alguna vez, en el pasado? ¿Cómo se puede sostener racionalmente que la guerra es, puede ser o ha sido alguna vez una solución?
Llegado este momento, me asalta una inquietante sospecha. ¿No será que el único fantasioso aquí es el belicista en tanto que defensor del Si vis pacem para bellum? ¿Y que el pacifista ingenuo es quien realmente tiene los pies más en tierra? El mundo al revés. La cosa soñada –la paz del pacifista– sería entonces más real, o más verosímil, que la ilusoria paz del belicista, la exhibida como simple pretexto para el despliegue fáctico y efectivo de la guerra. Al belicista, acomplejado o no, habría que recordarle entonces alguna pedestre verdad de Perogrullo, como la contenida en esta estrofa de Universal Soldier, la canción compuesta en 1964 –plena Guerra Fría y plena guerra de Vietnam– por Buffy Sainte-Marie:
Él es el Soldado Universal, el culpable efectivo.
Las órdenes que recibe no pueden venir de más lejos.
Vienen de aquí y de allá, de ti y de mí.
Y, hermanos, ¿es que no os dais cuenta?
No es así como pondremos fin a la guerra.
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Fernando Hernández Holgado es profesor de Historia en la UCM.
A los dos años y medio de la guerra de Ucrania, en plena matanza de la población gazatí por el ejército israelí (con sus consecuencias para toda la región) y en medio de todo un clamor de tambores de guerra llamando al rearme en Occidente –OTAN, UE y hasta nuestra ministra de Defensa–, ¿existe alguna esperanza de...
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Fernando Hernández Holgado
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