DOCUMENTO CTXT
‘Silla’
Fragmento de un cuento incluido en el libro ‘Saramago. Sus nombres’, basado en la caída que supuso el principio del fin de la dictadura de Salazar en Portugal
José Saramago 25/04/2024
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El 3 de agosto de 1968, António de Oliveira Salazar, el dictador portugués que llegó al poder en 1932, se cayó de la silla durante una visita de su callista, en su residencia de verano en Estoril. El 16 de septiembre, un accidente vascular le provocó pérdidas de memoria y problemas motores. Para no disgustarlo, nunca le dijeron que ya no era presidente, y algunos ministros seguían fingiendo que despachaban con él. El 27 de septiembre de 1968, fue sustituido por Marcelo Caetano. Diez años después, José Saramago escribió un cuento, titulado Silla, del que ofrecemos este fragmento, incluido en el libro Saramago Sus nombres, editado por Alfaguara el año pasado. La caída de la silla de Salazar se considera el principio del fin de la dictadura, que acabó finalmente el 25 de abril de 1974 con la Revolución de los Claveles.
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He aquí al Anobium, que éste es el nombre elegido, por algo de noble que hay en él, un vengador semejante que viene del horizonte de la pradera, montado en su caballo Malacara, y se toma todo el tiempo necesario para llegar, hasta que pasen los créditos por entero y se sepa, si es que ninguno de nosotros ha visto las carteleras en el vestíbulo de la entrada, que es quien a fin de cuentas realiza esto. He aquí al Anobium, ahora en primer plano, con su cara de coleóptero a la vez carcomida por el viento de lejos y por los grandes soles que todos nosotros sabemos asolan las galerías abiertas en la pata de la silla que acaba ahora mismo de partirse, gracias a lo cual dicha silla empieza por tercera vez a caerse. Este Anobium, ya ha sido dicho de manera más ligada a las banalidades de la genética y la reproducción, tuvo predecesores en la obra de venganza: se llamaron Fred, Tom Mix, Buck Jones, pero éstos son los nombres que quedaron para siempre jamás registrados en la historia épica del Far-West.
La ve de lejos el viejo que se aproxima y cada vez más de cerca la ve, si es que la ve, que de tantos millares de veces que ahí se ha sentado no la ve ya, y ése es su error, siempre lo fue, no reparar en las sillas en las que se sienta por suponer que todas han de poder lo que sólo él puede. San Jorge, santo, vería allí al dragón, pero este viejo es un falso devoto que se mancomunó, de gorra, con los cardenales patriarcas, y todos juntos, él y ellos, in hoc signo vinces. No ve la silla, además ahora viene sonriendo con cándido contentamiento y se acerca a ella sin reparar, mientras esforzadamente el Anobium deshace en la última galería las últimas fibras y aprieta sobre las caderas el cinturón de las pistoleras. El viejo piensa que va a descansar digamos media hora, que tal vez dormite incluso un poco con esta buena temperatura de principios de otoño, que ciertamente no tendrá paciencia para leer los papeles que lleva en la mano. No nos impresionemos. No se trata de una película de terror; con caídas de este estilo se hicieron y se harán excelentes escenas cómicas, gags hilarantes, como los hizo Chaplin, todos los tenemos en la memoria, o Pat y Patachón, gana un caramelo quien se acuerde. Y no lo anticipemos, aunque sepamos que la silla se va a partir: pero todavía no, primero tiene que sentarse el hombre despacio, a nosotros, los viejos, nos marcan las leyes las trémulas rodillas, tiene que posar las manos o agarrar con fuerza los brazos o sujeciones de la silla, para no dejar caer bruscamente las nalgas arrugadas y los fondillos del pantalón en el asiento que le ha soportado todo, como resulta excusado especificar, que todos somos humanos y sabemos. Del lado de las tripas, aclárese, porque de este viejo hay muchas y también diversas razones, y éstas son antiguas, para dudar de su humanidad. Mientras tanto está sentado como un hombre.
Aún no se ha recostado. Su peso, gramo más, gramo menos, está igualmente distribuido en el asiento de la silla. Si no se moviese podría permanecer así, a salvo, hasta ponerse el sol, altura en la que el Anobium acostumbra recobrar fuerzas y roer con nuevo vigor. Pero se va a mover, se ha movido, se ha recostado en el respaldo, se ha inclinado incluso un casi nada hacia el lado frágil de la silla. Y ésta se parte. Se parte la pata de la silla, crujió primero, después la desgarró la acción del peso desequilibrado y, de repente, la luz del día entró deslumbrante en la galería de Buck Jones, iluminando el blanco. A causa de la conocida diferencia entre la velocidad de la luz y del sonido, entre la liebre y la tortuga, la detonación se oirá más tarde, sorda, ahogada, como un cuerpo que cae.
El cuerpo todavía está aquí, y estará todo el tiempo que queramos. Aquí, en la cabeza, en este sitio en el que el pelo aparece despeinado, es donde fue el golpe. A simple vista, no tiene importancia. Una ligerísima equimosis, como de uña impaciente, que la raíz del pelo casi esconde; no parece que por aquí pueda entrar la muerte. En verdad, ya está ahí dentro. ¿Qué es esto? ¿Nos iremos a apiadar del enemigo vencido? ¿Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una lejía para lavar crímenes? El viejo acaba de abrir los ojos y no consigue reconocernos, lo cual sólo a él asombra, pero a nosotros no, porque no nos conoce. Le tiembla la barbilla, quiere hablar, se inquieta por cómo hemos llegado hasta ahí, nos cree autores del atentado. No dirá nada. Por la comisura de la boca entreabierta le corre hacia la barbilla un hilo de saliva.
El 3 de agosto de 1968, António de Oliveira Salazar, el dictador portugués que llegó al poder en 1932, se cayó de la silla durante una visita de su callista, en su residencia de verano en Estoril. El 16 de septiembre, un accidente vascular le provocó pérdidas de memoria y problemas motores. Para no disgustarlo,...
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José Saramago
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