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Querida comunidad contextataria:
Tenía una carta preparada para este sábado, ¿saben? Ahora parece todo tan lejano. Querría haberles hablado de otros asuntos, asuntos que también eran importantes, urgentes incluso. Sobre Gaza, belicismo rampante y políticas de natalidad, un popurrí curioso. Todo eso tendrá que esperar. Cuando prácticamente tenía el texto listo, salió Pedro Sánchez a las siete de la tarde del miércoles anunciando que se tomaba unos días para decidir si dimitía o se quedaba. Tuve que tirar la pieza a la papelera, claro. Eso me pasa por creerme más lista que la actualidad.
De todos modos, va a ser muy difícil escribir algo sobre el monotema que no esté dichísimo ya. La persecución política en España no es un fenómeno novedoso. Como si no tuviéramos todos fresco en la memoria lo que pasó con los integrantes de Podemos, o con Mónica Oltra –“Nos están fulminando uno a uno con denuncias falsas y el día que ustedes quieran reaccionar, les habrán fulminado también a ustedes”, decía ella cuando se vió obligada a presentar su dimisión en junio de 2022 por una denuncia que ahora ha sido archivada–. Y, por supuesto, los que tenemos contacto directo con la realidad que se vive en Euskadi y Navarra, y ahora también en Cataluña, sabemos lo que es convivir con acusaciones de ser un filoterrorista día sí día también simplemente por no bailarle el agua a determinados partidos políticos.
Esto es una mera especulación mía, pero creo que durante todos estos años habíamos asumido que la persecución y los insultos eran el precio a pagar por sostener planteamientos percibidos como rupturistas, transformadores o más o menos radicales. Al fin y al cabo, el feminismo de Irene Montero nos pareció una cosita de sentido común a muchas, pero es innegable que para millones de españoles que viven todavía en las cavernas tuvo que ser un mazazo inesperado. Algo parecido sucede con los independentismos periféricos: el soberanismo es complicado de entender para el votante centralista, sobre todo si vive en Madrid y su única fuente de información es Antena 3. Pero, aquí viene lo inédito y sorprendente del asunto: el PSOE, con Sánchez a la cabeza, es algo así como los macarrones con tomatico del progresismo, si me permiten usar una expresión habitual en las redes sociales. Hablamos, al fin y al cabo, de un presidente que mantiene a Marlaska, el carnicerito de Melilla, como ministro de Interior. De un hombre que empatizaba con los amigos que se habían sentido incomodados por las propuestas feministas de Montero. De un tipo que desautorizó a su ministro de Consumo y dejó bien claro que comerse un chuletón al punto de vez en cuando era un derecho inalienable de todo ser humano. O algo así. Así que yo diría que su pecado, para la fachosfera política y mediática, no han sido sus planteamientos transformadores o su ideología izquierdista. El delito imperdonable que ha cometido Sánchez ha sido simplemente el de gobernar al margen de la derecha. De demostrar que puede apañárselas sin ellos, que no los necesita. Es eso lo que parece haber desatado la furia golpista.
Por supuesto, no hay nadie estos días que no tenga una apasionada opinión –o incluso varias simultáneas– sobre lo que está pasando. ¿Estamos ante la jugada estratégica más arriesgada y brillante del todavía presidente? Dada su despampanante trayectoria, no es descartable del todo. ¿Es una cortina de humo para ocultar algo todavía peor? ¿Un truco para rearmarse y recomponerse, como cuando Luke Skywalker se marchó una temporada al planeta Dagobah? ¿O, tal vez, por el contrario, ha dejado fuera cualquier cálculo político y electoral y nos está hablando desde la más absoluta honestidad y transparencia, ya no como presidente, sino como un atormentado esposo y padre de familia? En Sánchez conviven, y a menudo se confunden, el hombre –un tipo normalísimo, que hace catorce años tuiteaba pidiendo consejo porque el taxista lo estaba llevando por el trayecto más largo– y la leyenda, el héroe que una y otra vez ha resurgido de sus cenizas mientras iba repartiendo mandobles a diestro y siniestro y liquidando a todo el que se interponía en su camino. No sabemos ante cuál de los dos estamos ahora. Quizá lo descubramos el lunes.
Ha querido la casualidad que estos días haya circulado por la red social de Elon Musk un breve clip extraído del programa Masterchef, que se emite, como ya sabrán, en la televisión pública. Una de las concursantes anuncia a los jueces del programa que ha decidido abandonar porque está pasando por un mal momento. “Muy bien, chao. Ahí está la puerta”, le espeta lacónicamente y sin compasión uno de los tipejos. Pero lo que pretendía ser una severa lección sobre la ética del trabajo, tanto para la concursante indisciplinada como para la audiencia del programa, ha dado la vuelta. La gente comparte el video, indignada por la falta de escrúpulos de un programa –y de un sistema– que pretende anteponer el funcionamiento imperturbable de la maquinaria al bienestar de las personas. Quizá, después de todo, aún quede esperanza.
Suceda lo que suceda durante este fin de semana y el próximo lunes, nosotros se lo seguiremos contando. Gracias por hacerlo posible con su apoyo incondicional.
Un abrazo,
Adriana T.
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Tenía una carta preparada para este sábado, ¿saben? Ahora parece todo tan lejano. Querría haberles hablado de otros asuntos, asuntos que también eran importantes, urgentes incluso. Sobre Gaza, belicismo rampante y políticas de natalidad, un popurrí...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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