PERIODISMO Y DEMOCRACIA
La salud de los medios
Defender la verdad es la razón deontológica de la prensa: la razón que limita la acción desde la ética; y el estado de la prensa no es sino el reflejo de la salud moral de la sociedad que la genera
Pedro Olalla 1/07/2024
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Mi país de adopción, Grecia, ha ocupado, en los dos últimos años, los vergonzosos puestos 107 y 88 en la clasificación mundial de la libertad de prensa elaborada por Reporteros Sin Fronteras; debe esta deshonrosa calificación –muy por debajo, sorprendentemente, de la de Ucrania, Argentina o el Congo– a las mentiras coreadas por los medios mayoritarios y al sistemático espionaje a periodistas ejercido por los servicios secretos del gobierno. En el mismo período, mi país de nacimiento, España, ha ostentado los puestos 36 y 30, debido, en gran medida, a la precariedad de la profesión, al bloqueo de la reforma de la ley mordaza y a la fuerte tendencia de los medios a servir a intereses políticos. Este complejo baremo –que mide la libertad de prensa entendida como la posibilidad efectiva de que los periodistas, como individuos y como colectivo, seleccionen, elaboren y difundan información en aras del interés general, sin interferencias políticas, económicas, legales ni sociales, y sin amenazas para su seguridad física o mental– arroja, en conclusión, que, en el mundo en que vivimos, las condiciones para el conocimiento de la verdad mediante el periodismo son manifiestamente adversas en siete de cada diez países y aún muy perfectibles en los otros tres. No es, pues, como para sentirse tranquilos y orgullosos.
Ya sabemos que Corea del Norte, China y algunos países de Oriente Medio encabezan la lista de “temas prohibidos”, de interrogatorios, de asesinatos y encarlecamiento de periodistas; pero toda América –a excepción de Canadá– ofrece también una imagen deplorable, y, en Israel, sin ir más lejos, hemos asistido impasibles a la prohibición del ejercicio de la información desde el terreno, al establecimiento de sanciones y penas de prisión para quienes critiquen el discurso oficial, y al asesinato de más de un centenar de periodistas.
Tan sólo en los últimos tiempos, hemos presenciado hechos sorprendentes que cualquier historiador podrá señalar en el futuro no sólo como evidencia de la mala salud de la prensa y de la libertad de expresión, sino como prueba inequívoca de la precariedad del Estado de derecho y de la degradación ética de nuestros días. Aquí en Europa, Josep Borrell ha declarado “infundada” la decisión de Rusia de bloquear el acceso de su población a ciertos medios de comunicación europeos, cuando, desde el primer día de las hostilidades, él mismo, como jefe de la diplomacia de la UE, preconizaba el bloqueo a los medios rusos y justificaba abiertamente el control de la información como legítima estrategia de guerra.
También, de forma cotidiana, hemos asistido a la alineación incondicional de la prensa mayoritaria con el relato dominante al margen del análisis solvente y de la evidencia de los hechos, ya sea en el caso de la pandemia de la covid, de las políticas de austeridad de la UE, de la estrategia de la OTAN o de la voladura del Nord Stream. Por si esto fuera poco, observamos también, con pasmosa frecuencia, la promulgación de leyes ominosas contra la libertad de expresión: algunas, alarmantemente ridículas, como la calificación, en Reino Unido, de la exhibición de la bandera palestina como delito de orden público; otras, alarmantemente peligrosas, como las nuevas estrategias alemanas para “aplastar a los radicales” mediante la creación de unidades de detención precoz y de seguimiento en redes sociales.
En este ambiente de insalubridad político-mediática, viene, por fin, a producirse la reclamada “liberación” de Julian Assange, una “solución conveniente” a un cautiverio ignominioso, condicionada, eso sí, a la asunción, por parte del reo, de su culpabilidad en un delito de conspiración, cuya pena de sesenta y dos meses de cárcel se verá “conmutada” por los más de cinco años que ha pasado ya en una abominable celda de aislamiento en la prisión de alta seguridad de Belmarsh (y, a mayores, por los casi siete años que pasó refugiado en la embajada de Ecuador en Londres y acosado por cargos de delitos sexuales que resultaron infundados). Su delito fue sacar a la luz asesinatos y torturas de población civil durante las intervenciones estadounidenses en Iraq y Afganistán, los enjuagues de la CIA para la creación de ISIS, y numerosos casos de espionaje y extorsiones protagonizados por la Administración americana: una revelación de indudable interés público que, sin embargo, por estar basada en documentos clasificados, el Gobierno de Estados Unidos calificó de “amenaza para la seguridad de la nación”. Si esta amenaza es cierta, deberíamos reflexionar profundamente sobre el hecho de que la seguridad de una nación dependa de que la corrupción y los abusos de sus gobernantes consigan mantenerse en secreto e impunes.
El caso es que Assange, por decir la verdad, ha sido perseguido sin descanso por las autoridades y vilipendiado por los medios afines al poder en más de medio mundo; en cambio, los implicados en los muchos y graves delitos que evidencian los propios documentos filtrados no han depurado hasta el presente sus respectivas responsabilidades. Delinquir, pues, “por el bien del Estado” puede ser tolerable: lo intolerable, al parecer, es denunciarlo. La razón de Estado se sabe por encima del derecho y de la democracia, y, con el caso Assange, Estados Unidos –paladín del mundo libre– ha dejado bien claro su “derecho legítimo” a procesar y encarcelar a cualquiera que, en cualquier parte del mundo, publique algo que incomode a sus gobernantes. Un peligroso precedente jurídico y un castigo ejemplar que, por el bien de todos, debemos entender como un abuso intolerable. Si esto hubiera ocurrido en Rusia, China o Cuba, Assange sería en Occidente un héroe, un mártir de la prensa y la verdad; pero ha ocurrido en otras latitudes y eso lo ha convertido en un traidor y un terrorista.
Defender la verdad, aunque parezca ingenuo, es la razón deontológica de la prensa: la razón que limita la acción desde la ética; y la salud de la prensa –su relación con la verdad– no es sino el reflejo de la salud moral de la sociedad que la genera. Seamos, pues, sinceros. Si sólo defendemos la verdad cuando coincide con nuestros intereses, no estamos defendiendo la verdad; defender la verdad éticamente exige, llegado el caso, el enorme valor de ejercer la violencia contra nosotros mismos.
Mi país de adopción, Grecia, ha ocupado, en los dos últimos años, los vergonzosos puestos 107 y 88 en la clasificación mundial de la libertad de prensa elaborada por Reporteros Sin Fronteras; debe esta deshonrosa calificación –muy por debajo, sorprendentemente, de la de Ucrania, Argentina o el Congo– a...
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Pedro Olalla
Es autor, entre otros libros, de Grecia en el aire. Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual (Acantilado, 2015), Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Reside en Grecia desde 1994 y es Embajador del Helenismo.
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