memoria
Teoría y moral en ‘Fuego cruzado’
Los autores dejan sin tocar las preguntas verdaderamente interesantes. ¿Qué hicieron las derechas liberales para salvar la democracia? ¿Los derechos sociales que hoy tenemos habrían sido posibles sin luchar contra la seguridad jurídica del statu quo?
Ricardo Robledo 30/09/2024
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Se tejerá una historia oficial para los vencedores, y, acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos.
Manuel Azaña, Memorias del 17 de junio de 1937
La historia del autobús secuestrado en la periferia barcelonesa de 1978, El 47, es uno de los mejores testimonios de la desigualdad –y de la acción colectiva desde abajo para poner remedio a las necesidades más elementales de un barrio de inmigrantes–. Por deformación profesional me ha recordado el paisaje de Los Santos Inocentes: Manuel Vital, líder del movimiento vecinal, emigró expulsado de Extremadura más que atraído por Cataluña. Su padre, asesinado en el verano caliente de 1936 en Valencia de Alcántara (Cáceres) –una comarca sin tierra libre–, y la represión subsiguiente le obligaron en 1947 al desarraigo. (En la exhumación de la fosa común de Terría se han recuperado restos de, al menos, 48 personas, cuando en principio se pensaba que en esa mina podrían encontrarse los cuerpos de solo 14.)
Si queremos indagar en el porqué de esta y otras biografías, estamos obligados a centrar la mirada en la Segunda República, especialmente en el periodo del Frente Popular –los meses posteriores a febrero de 1936–, cuando se aplicó la reforma agraria a gran escala, básicamente en Extremadura. No es ninguna utopía pensar que sin el golpe militar se habría consolidado la vía campesina y evitado la estampida de la emigración temprana de los años cuarenta. Pero la reforma estuvo acompañada del deterioro creciente del orden público que, curiosamente, no se produjo donde la reforma se aplicaba. Las provincias extremeñas –epicentro de las ocupaciones de tierras– tuvieron cuatro veces menos víctimas por mil habitantes que las de Valladolid o Zamora si nos atenemos a las víctimas de la violencia de Fuego cruzado, el libro de Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey Reguillo (p. 580).
El ensayo se presenta como un estudio ambicioso para desentrañar el deterioro del orden público en la primavera del Frente Popular. Su objetivo es demostrar que fue la elevada conflictividad política y laboral (2.143 víctimas entre muertos y heridos graves –ahora contabilizados por primera vez–) la que hundió la democracia republicana, incapaz de gestionar el orden público con eficacia. Frente a lo que denominan relatos partidistas o condicionados por la lucha de clases que lastran la historiografía existente sobre la primavera de 1936, los autores pretenden haber realizado algo nuevo: “Una investigación empírica, paciente y rigurosa”.
Para emprender esta tarea, se adopta un marco metodológico ciertamente inusual. Pero no queda nada claro que mejore nuestra comprensión del periodo. Llamativamente, el libro prescinde de la memoria –más bien se la denosta– y del contexto histórico. No tiene en cuenta lo que sucediera después del 18 de julio y hay pocas alusiones a lo que había ocurrido antes de febrero del 36. Gracias a esta extraña operación –que los autores dicen tener que realizar para que su relato no se contamine de presentismos o de relatos políticos del franquismo–, el sujeto histórico, sin adherencias, está encerrado en una especie de burbuja de cinco meses (febrero-julio de 1936). Habría sido imposible, por ejemplo, considerar el caso del padre asesinado del líder vecinal Manuel Vital. Se habría esfumado del análisis por partida doble, pues la animosidad de Álvarez Tardío/del Rey Reguillo contra los “visionarios” de la memoria histórica impediría conocer exhumaciones como la realizada en la comarca extremeña. El método escogido, en otras palabras, no crea el laboratorio perfecto para lograr la objetividad. El relato de los hechos resulta ciertamente más acotado, pero no por eso necesariamente más exacto. Por un lado, hay sujetos que simplemente desaparecen de la historia. Por otro, como ya indicaba Nicolás Sesma (2024), no está garantizado que en esa burbuja artificial no se cuelen los sesgos inevitables de los autores. En este sentido, les traiciona su lenguaje, como suele ocurrirnos a todos, ya que el lenguaje no deja de ser una ventana de nuestro pensamiento y creencias.
El libro exhibe tal sobredosis de empirismo que la teoría brilla por su ausencia
Un ejemplo entre muchos: un lector que se detenga en el epígrafe “Guardias amenazados” (pp. 265-267) quedará atrapado entre dos relatos minuciosos, el de los amotinados de Lebrija –que “se lanzaron contra [el teniente] como una jauría hambrienta”– y el de los navajazos a un guardia civil en Palenciana que iban seccionando músculos y tendones hasta llegar “al cuero cabelludo en la región parietal superior”. El puntillismo, casi mórbido, sirve para demostrar “el grado de ensañamiento” en algunas localidades y la cultura de la violencia “que amparaba acciones vengativas”. Pero ¿encontraremos en el libro algún pasaje que emplee esa misma minuciosidad para describir la violencia de la Guardia Civil, acostumbrada a los métodos de Lisardo Doval, el responsable de la represión de Asturias? Un buen contraste para reflexionar sobre la brutalidad de los estallidos ocasionales y la violencia sistemática que alimentaba la cultura de los cuarteles de la Guardia Civil, respaldada por los tribunales, con la excusa absolutoria de la obediencia debida (Pérez Trujillano, 2024).
Los autores reivindican el carácter exhaustivo de su libro, pero no parece que de su acumulación de detalles surja el avance científico. El libro exhibe tal sobredosis de empirismo que la teoría brilla por su ausencia. Parece que solo se valora la visión del Dura Lex, sed Lex. Valga este ejemplo:
Otro de los desencadenantes de la violencia en el ámbito rural durante el mes de marzo fue el desafío que plantearon a las autoridades las incursiones ilegales en fincas privadas. Un caso extremo fue lo ocurrido en la localidad murciana de Cehegín a propósito de la tala y/o recogida ilegal de madera… [cuando] un grupo de socialistas fue sorprendido recogiendo leña ilegalmente.
Los autores necesitan adjetivar jurídicamente ¡tres veces! una acción colectiva en la que correspondería aplicar el reglamento de la Guardia Civil, que consistía en tres toques de ordenanza y el empleo de armas de guerra. Un reglamento que, por cierto, no debería estar por encima de la ley.
Ahora que se conmemora uno de los libros más iluminadores de los movimientos sociales, el de E. P. Thompson y su concepto clave de “economía moral”, llama la atención que Álvarez Tardío y Del Rey Reguillo rechacen los “pretextos morales y argumentos ideológicos”. Aquí de nuevo se manifiesta la falta de teoría que sostenga el nervio del libro. En el fondo, su objetivo es instrumental. Los nuevos datos incrementan de un 7% al 26% la estimación de víctimas mortales de otros autores e incorporan el número de heridos graves. Además, los autores valoran los incidentes por el número de víctimas más que por el número de muertos, como si la situación de los heridos no fuera parcialmente reversible. Todo lo cual les sirve para concluir que la Segunda República habría sido más destructiva de lo que se ha afirmado hasta la fecha. Ahora bien, salvo unas decenas de casos que se detallan en la narración (de un total de 977 episodios), no disponemos del listado de los episodios violentos que han servido, día a día, para su base de datos, como el efectuado por Eduardo González Calleja en Cifras cruentas (Comares, 2015) con fuentes incluidas para 1931-1936.
Más allá de coincidencias en las fuentes originales utilizadas en este libro y las de Cifras cruentas, lo que resulta más llamativo en Fuego cruzado es la crítica efectuada elípticamente a “algunos historiadores”. Esta parece referirse sobre todo a González Calleja y a Rafael Cruz, se supone que por idealizar la protesta a costa de no respetar el imperio de la ley:
La «protesta», aunque acompañada de violencia verbal o física contra las autoridades gubernativas y las policías, se eleva al altar de la construcción de ciudadanía democrática. Peor aún, estos enfoques desprecian la relevancia de la seguridad jurídica –que las autoridades estaban obligadas a defender si querían asegurar el pluralismo– como factor primordial para entender cualquier política pública de seguridad en un marco de democracia no monopolística. De hecho, parecen dar por buena la conclusión de que un demócrata sólo era tal si se movilizaba para desafiar el orden institucional en las calles (p. 218).
Resulta difícil compartir este “yo acuso” historiográfico. A lo largo del libro, los autores hacen gala de no estar sujetos a “planteamientos morales”. Pero la verdad es que convierten la seguridad de los propietarios en la única moral, como si estuviéramos en los tiempos de Locke. La Primera Guerra Mundial, como es sabido, alteró los conceptos de democracia, de propiedad y de participación ciudadana que resulta estigmatizada, aunque fuera por gritar a la policía. No se trata de diferencias intelectuales sobre la sociología histórica de Tilly sino de juzgar a historiadores por ser “partidarios del discurso de las izquierdas antiliberales” …
¿Puede ser la cartilla de la Guardia Civil, en vez de la Constitución, quien dicte si la acción colectiva es correcta o no?
Cuando ya estaban aceptados los límites de la propiedad absoluta en códigos y constituciones, resulta chocante su defensa en Fuego cruzado sin resaltar la intransigencia de la derecha más conservadora, que estuvo conspirando contra la República desde el 14 de abril. Estoy convencido de que la fuente principal de la violencia fue que se colocara en la peana no la seguridad jurídica (derecho de usar y abusar) sino la inmovilidad jurídica. Justamente esa es la lección que se desprende de la aplicación de la reforma agraria durante el Frente Popular. Y desde esa atalaya podemos volver a constatar que una alta desigualdad en la distribución de la riqueza de la que se parte inicialmente puede reproducirse a sí misma de un periodo al siguiente. Eso explicaría, como veíamos al principio de este texto, la persistencia de condiciones degradadas en los barrios de inmigrantes.
Mientras, los autores de Fuego cruzado dejan sin tocar las preguntas verdaderamente interesantes. ¿Qué hicieron las derechas liberales para salvar la democracia? ¿Los derechos sociales que hoy tenemos habrían sido posibles sin luchar contra la seguridad jurídica del statu quo? ¿Puede ser la cartilla de la Guardia Civil, en vez de la Constitución, quien dicte si la acción colectiva es correcta o no?
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Ricardo Robledo es investigador visitante del Departament d'Humanitats, Universitat Pompeu Fabra.
Se tejerá una historia oficial para los vencedores, y, acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos.
Manuel Azaña, Memorias del 17 de junio de...
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