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Queridísima Alejandra,
He leído un libro que creo que podría interesarte. He recordado, a raíz de él, tres eventos fundacionales de nuestra relación.
Supe que seríamos amigas el día que montamos juntas una cama de matrimonio. Era invierno, pasamos horas peleándonos con la estructura de madera. No terminaba de encajar el canapé. Yo estaba en una posición extraña, complicada para las limitaciones flexibles de una columna vertebral. Fue así, destornillador en mano y retorcida entre metales, como intuí que te querría. No recuerdo los motivos del estruendo de tu risa, tan solo sé que te reíste. Tu carcajada llenó la habitación entonces vacía, oscura, fría. Sucedió lo que sucede cuando uno se enamora; desee que tuviésemos historia; supe que la habría.
–Me encanta tu risa. – Dije, y, quizá por primera vez, tú me viste. –Me encanta tu nombre A l e j a n d r a.– Proseguí. Lo que en milésimas de segundo se había revelado como intuición difusa se convirtió en sospecha de certeza: tu nombre, como el nombre de todos aquellos a quienes uno comienza a querer, se había significado para mí.
A l e j a n d r a, A l e j a n d r a, pensé.
Lo nuestro se consolidó despacio. Si al principio fui esquiva, –tan solo ahora lo sabes– fue por culpa de un temor que siempre cifro en términos de prudencia. El temor a amar también es el temor a ser querido. A dejar de serlo. El miedo a que nuestros secretos sí sean, algún día, motivo para que aquellos a quienes amamos nos amen menos o nos dejen de amar. En cualquier caso, tardé meses en tomar la iniciativa para promover nuestra relación. Es cierto que tuve miedo –el miedo que da dejar que alguien entre hasta la cocina de tu biografía– pero también hubo tranquilidad. El sosiego que proporciona saber que, antes o después, coincidiríamos. Claro que el amor es urgente, claro que hay que arrojarse, pero la construcción de una mitología común también reclama tacto de tiempo: paciencia.
Dice Marta Jiménez Serrano en No todo el mundo dos cosas que me han gustado muchísimo y que no se van, desde hace semanas, del centro escénico de mi cabeza. En primer lugar, Jiménez sugiere que el amor es la capacidad de hacer que la conversación sea siempre interesante. Separación a cuestas solo ahora sé que esta oración no demanda temas conversacionales interesantes sino, más bien, que quienes conversan tengan interés en saber qué piensan los otros. Abandoné una casa de silencio convencida de que querer es poder conversar de cualquier cosa; lo importante no es de qué se hable, lo importante es que nos importe lo que el otro tenga que decir. Supongo que uno deja de amar cuando deja de encontrar el atractivo de seguir descubriendo a aquel con quien convive. Conversar, desvelar al otro misterioso, es también revelarse aquello oculto que somos para nosotros mismos. Es por esto por lo que querer es, entre otras muchas cosas, aprender el mundo juntos. Es por esto por lo que dejamos de amar cuando dejamos de aprender, o, peor aún, cuando damos por hecho que aquellos a quienes amamos no tienen nada nuevo que enseñarnos. Bien sea esta enseñanza el gesto involuntario, genuino, bello, en donde una identidad entera se revela.
La segunda cuestión a la que apunta Marta Jiménez Serrano en No todo el mundo es que el amor es el impulso de contarle al otro toda la verdad. Toda la verdad –que suena a algo enorme y trascendental– es el compendio de manías hogareñas, las preferencias cromáticas, meteorológicas, alimentarias. Toda la verdad es lo que nos gusta y lo que nos da miedo. Toda la verdad, desde el azúcar blanco o moreno hasta la herida que nos infligieron. Huelga decir que tenemos una cuenta pendiente con forjar vínculos a través de las cosas terribles que hicimos y que poco contamos. Toda la verdad está en ese deseo de revelarse. Es un deseo que demanda valor; el valor que uno necesita para dejarse ver sin ambages.
Querida Alejandra, si querer fuese tan fácil como seguir el procedimiento estándar que se emplea en cualquier construcción civil, el establecimiento de la confianza sería el paso previo a la cimentación. Para construir un edificio hay que aislar la zona. Hay que cercar el perímetro, hay que delimitar el terreno. Los edificios se levantan del mismo modo que el lenguaje, a través del principio de oposición de Saussure. En cualquier caso, para empezar, hay que poner vallas. Después hay que nivelar; cavar el hoyo de toda nuestra verdad para, finalmente, cimentar. Lamentablemente nuestras relaciones no pueden plantearse como se plantea un proyecto de urbanismo. En el amor no hay estudio de campo preliminar, ni investigación de impacto ambiental que asegure que el inmueble no va a derrumbarse. La relacionalidad humana no puede ejecutarse con la precisión quirúrgica con la que trabaja un ingeniero. Es por esto por lo que el amor siempre me ha parecido una cuestión religiosa, algo que tiene mucho más que ver con dar saltos de fe que con hormigón, masa, armado, ladrillo. Por culpa de mi formación académica, por culpa de mi deformación vital, por culpa de Soren Kierkegaard y de mis taras, ese contar toda la verdad me suena a arrojarse hacia el vacío. Quizá, la confianza que depositamos en quienes amamos se forje así; dando un salto de fe hacia el vacío.
Al hilo de todo esto he recordado un poema de Fee Reega que me encanta. Habla de dos amantes que se mudan juntos con el convencimiento de que no fracasarán. Me ha parecido que el problema que plantean los relatos de Jiménez Serrano en este libro del que te hablo, y que me entusiasma, es que ninguno de sus protagonistas plantea la relacionalidad amorosa como algo perecedero. Es curioso. No todo el mundo es un libro de rupturas –trágicas, silentes– a la par que es un libro de comienzos –necios, ciegos–.
Jiménez Serrano hace una radiografía estupenda del deseo en la pareja cisheterosexual
Jiménez Serrano hace una radiografía estupenda del deseo en la pareja cisheterosexual. Me llama la atención cómo amar en estos términos –burocráticos, estadistas, normativos– es sucumbir a ese delirio de infinitud. ¿No sería más valiente vincularse a sabiendas de que el edificio, a causa del paso del tiempo, de las indulgencias de la lluvia y del sol, siempre se deteriora? Es posible que solo entonces atendamos a pensar en qué es lo que nos une. Quizá en esa pregunta resida el esfuerzo que exige la perdurabilidad. Querer es parecido a cambiar juntos. Somos edificios en restauración permanente y, de lo contrario, solo ruinas.
Querida Alejandra, era sábado y estábamos haciendo cola en la puerta de una discoteca. Ambas dijimos lo que debíamos decir; nuestra verdad. –Esta es mi herida, no me constituye por entero, me pasó y fue determinante, dolió muchísimo, pero mira algo he aprendido y ahora estoy aquí–. Me pareciste una tía valiente, te admiré. Después entramos, bailamos, bebimos. Aquella noche salimos de Ocho y Medio siendo indudablemente amigas.
El tercer evento fundacional de nuestra relación sucedió en primavera
El tercer evento fundacional de nuestra relación sucedió en primavera. Estábamos sentadas en un banco de madera, rodeadas de la maleza alta que hay en las profundidades de la Casa de Campo. Aquella tarde hacía sol y, conversando de esto y de lo otro, nos contamos indirectamente cuáles son nuestras creencias; sobre qué aseveraciones morales hemos decidido dirigir nuestras vidas. Qué queremos de nosotras mismas, qué esperamos de los otros. Cuándo podríamos haber sido mejores. Qué nos instó a actuar de maneras reprobables en ese pasado parpadeante que siempre vuelve cuando dos personas tienen claro que hay un futuro por delante. Me gusta mucho cómo el amor nos insta a redimensionar el tiempo: convoca al pasado que arrastramos a un presente en el que se forjan, con los otros, nuevas lecturas sobre lo que sucedió. El amor es un presente en donde el pasado y el futuro están sujetos a redefinición. Los amados son fundamentales en esa comparecencia en donde se encuentran la memoria, el deseo y la imaginación. Conocerse es dejar que el otro altere nuestro relato.
Queridísima Alejandra, el libro de Marta Jiménez podría haberse titulado Todo el mundo. Catorce historias son suficientes para describir las particularidades del deseo heterosexual. Esto es lo que lo convierte en un libro fantástico; da en la diana de la psique.
Te hace preguntarte por cuál es la alternativa; qué hay en el reverso. A este respecto, últimamente he estado pensando mucho en los personajes secundarios. En cuán necesarios son para darle su lugar a los protagonistas. Pensaba en el libro de Anna Pacheco, Listas, Guapas, Limpias, en la mejor amiga de la chica universitaria que, al final, se hace esteticien. Pensaba en qué sucedería si Ottesa Moshfegh hubiese contado la historia de Reva. Pensaba, irremediablemente, en qué posición simbólica ocupamos cuando nos vinculamos a los demás. Me pregunto en quién nos convierte amar a quienes amamos y si acaso amaremos para colocarnos en la posición deseada o si, sencillamente, nos dejamos cautivar por una risa. Por una carcajada capaz de llenar una habitación vacía, oscura, fría. ¿Qué piensas tú?
Nos vemos pronto
Besos
Margot
Queridísima Alejandra,
He leído un libro que creo que podría interesarte. He recordado, a raíz de él, tres eventos fundacionales de nuestra relación.
...Autora >
Margot Rot
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