Tribuna
Los nuevos desaparecidos
Igiaba Scego Roma , 23/04/2015
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Mi padre y mi madre vinieron a Italia en avión.
No llegaron en patera sino en un cómodo avión comercial.
En los años 70 del siglo pasado los que venían del sur del mundo, como mis padres, tenían la posibilidad de viajar como cualquier otro ser humano. Nada de balsas, balseros, naufragios, nada de tiburones dispuestos a devorarte. Mis padres habían perdido todo lo que tenían en apenas un día y medio. El régimen de Siad Barre se hizo con el control Somalia en 1969 y mis padres no se lo pensaron dos veces. Decidieron buscar refugio en Italia para salvar el pellejo y comenzar aquí una nueva vida.
Mi padre era un hombre acomodado, con una carrera política a la espalda pero después del golpe de estado no tenía un duro en el bolsillo. Le habían quitado todo. Se había convertido en pobre.
Si fuera hoy, mi padre debería haber salido de Libia en una patera porque, si eres africano y no perteneces a la élite, no hay otra manera de llegar a Europa. Pero los años setenta eran distintos. Recuerdo a padres y parientes yendo y viniendo. Tenía primos que trabajaban en las plataformas petrolíferas de Libia y uno de mis hermanos, Ibrahim, estudiaba en lo que antes era Checoslovaquia. Me acuerdo de que Ibrahim compraba a veces montones de vaqueros en mercadillos para luego venderlos a escondidas en Praga y pagarse así sus estudios. Luego venía a vernos a Roma y, cuando cerraba la universidad, iba a Somalia, donde todavía vivía parte de la familia a pesar de la dictadura.
Si tuviera que dibujar en una hoja los viajes de mi hermano Ibrahim haría un montón de garabatos. Líneas que unen Mogadiscio y Praga pasando por Roma, a las que debería añadir, sin embargo, algunas desviaciones, algunas curvas. Mi hermano tenía una mujer iraní y viajaban juntos. Por eso, también Teherán estaba en su horizonte y tantos otros sitios a los que viajaban y ahora no recuerdo.
Mi hermano, siendo somalí, podía desplazarse. Como cualquier chicho o chica europeo. Si tuviera que dibujar los viajes de un Marco que vive en Venecia o de una Charlotte que vive en Düsseldorf tendría que hacer un garabato pero más tupido que el que he hecho para Ibrahim. Tendría que dibujar las excursiones escolares, aquella vez que su grupo musical preferido tocó en Londres, los partidos de fútbol del Manchester United, las vacaciones en Praga, las vacaciones en París con el novio o la novia, la visita al hermano mayor que trabaja en Noruega. Y depués ¿no vas una vez a conocer Nueva York y ver el Empire State Building?
Para los europeos los viajes son una constelación y los medios de transporte cambian según las circunstancias. Se coge el tren, el avión, el coche, el barco y hay quien decide recorrer Holanda en bicicleta. Las posibilidades son infinitas. También para Ibrahim en 1970, a pesar del telón de acero. Es verdad que no podía ir a cualquier sitio. Pero tenía la oportunidad de viajar con un sistema de visados que no consideraba que su pasaporte somalí fuera papel higiénico.
Hoy, en cambio, para quien viene del sur del mundo, el viaje es una línea recta. Una línea que te obliga a ir hacia adelante y nunca hacia atrás. Tienes que llegar a la meta como en el rugby. No hay visados, no hay corredores humanos, es tu problema si en tu país hay una dictadura o una guerra, Europa no te mira a los ojos, eres solo un fastidio. Y, así, desde Mogadiscio, desde Kabul, desde Damasco la única posibilidad es ir hacia adelante, paso a paso, inexorablemente, inevitablemente.
Una línea recta en la que, ahora lo sabemos, hay de todo: negreros, traficantes de seres humanos, policías corruptos, terroristas, violadores. Estás a merced de un destino nefasto que te condena por tu geografía y no por algo que has hecho.
Viajar es un derecho exclusivo del norte, de este Occidente siempre más aislado y sordo. Si has nacido en la parte equivocada del globo, nada te será concedido. Hoy, mientras reflexionaba sobre la última tragedia en el canal de Sicilia en este Mediterráneo putrefacto ya por la cantidad de cadáveres que ha engullido, me preguntaba en voz alta cuándo comenzó esta pesadilla y, mirando a mi amiga periodista-escritora Katia Ippaso, nos hemos preguntados por qué no nos dimos cuenta.
Desde 1988 así se muere en el Mediterráneo. Desde 1988 hombres y mujeres mueren engullidos por las aguas. Un año después, en Berlín caería el muro. Éramos felices y casi no nos dimos cuenta de ese otro muro que poco a poco crecía en las aguas de nuestro mar.
Solo he entendido lo que estaba pasando en 2003. Trabajaba en una tienda de discos. En el canal de Sicilia habían encontrado trece cuerpos. Eran trece chicos somalíes que escapaban de la guerra que había estallado en 1990 y que estaba acabando con el país. Ese número nos pareció enseguida una advertencia. Me acuerdo de que la ciudad de Roma confortó a la comunidad somalí y de que se celebró un funeral laico en la plaza del Campidoglio con el alcalde de entonces, Walter Veltroni. Una comunidad dividida por odios de clanes se mostró unida ese día nublado de octubre. Lloraban los somalíes que acudieron a la plaza, lloraban los romanos que sentían el dolor como propio.
Ahora todo ha cambiado.
Podría decir que solo hay indiferencia alrededor.
Me temo que sea algo más atroz que nos ha devorado el alma.
Lo he sentido este verano en mi piel, en una ciudad al norte de Somalia. Una señora muy digna me ha confesado, casi con vergüenza, que su nieto había muerto en el tahrib, es decir, el viaje hacia Europa.
“Se lo ha comido la barca”, me ha dicho. La señora, desconsolada, continuaba repitiendo: “cuando se van no dicen nada. Esa noche yo le había preparado la cena y nunca se la comió”. Desde aquella noche sueño con barcas con dientes que aferran a los chicos por los tobillos y los devoran como hacía, en otros tiempos, Crono con sus hijos. Sueño con esa barca, con esos enormes dientes, gordos como patas de elefante. Me siento impotente. Peor aún: me siento una asesina porque el continente, Europa, del que soy ciudadana, no está moviendo un dedo para construir una política común que afronte de manera sistemática estas tragedias del mar.
Puede que también la palabra “tragedia” esté fuera de lugar. Después de 25 años, podemos hablar de homicidio doloso y no de tragedia. Sobre todo ahora que una parte de la Unión Europea ha vetado la operación Mare Nostrum. Una cuidadosa elección de nuestro continente que ha decidido proteger sus fronteras e ignorar las vidas humanas.
Ninguno de nosotros se ha lanzado a las calles para pedir que se reactive Mare Nostrum. No hemos pedido una solución estructural del problema. Somos tan culpables como nuestros gobiernos. No en vano Enrico Calamai, ex vicecónsul en Argentina en tiempos de la dictadura, el hombre que salvó a muchas personas de las garras del régimen de Videla, ha dicho sobre los emigrantes que mueren en el Mediterráneo: “Son los nuevos desaparecidos. Y la referencia no es retórica, ni polémica; es técnica, fáctica porque la desaparición es una modalidad del exterminio de masas, gestionada de modo tal que la opinión pública no logre tomar conciencia o pueda al menos decir que no sabía".
Publicado por cortesía de la Revista Internazionale.it.
Traducción de Mónica Andrade.
Mi padre y mi madre vinieron a Italia en avión.
No llegaron en patera sino en un cómodo avión comercial.
En los años 70 del siglo pasado los que venían del sur del mundo, como mis padres, tenían la posibilidad de viajar como cualquier otro ser humano. Nada de balsas,...
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Igiaba Scego
Es una escritora somalí-italiana y presidenta de la asociación Incontri di civiltá. Es autora, entre otros libros, de La mia casa è dove sono, una novela, publicada por Rizzoli, en la que de manera autobiográfica describe a una familia disperse entre Reino Unido, Somalia e Italia.
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