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Son las seis palabras que menos me apetecía escribir, las que titulan este artículo. Pero las estoy escribiendo, o intentando escribir, al poco de conocer la terrible noticia. Hacía algunas semanas que había anunciado que padecía un enfisema, consecuencia de sus muchas décadas de cigarrillos compulsivos, pero que a pesar de su debilidad, de que no podía salir de su casa, y de que requería una mascarilla de oxígeno a todas horas, no tenía pensado retirarse. Muchos pensamos que quizá no era más que un susto, que aún estaría en la Tierra muchos años y que incluso quizá en efecto podríamos ver algún nuevo trabajo suyo, o alguna charla, o algún vídeo en su cuenta de X. Admito que cuando se desataron los terribles incendios de Los Ángeles, averigüé la ubicación del foco llamado “Sunset” y descubrí, aterrado, que estaba situado muy cerca de su casa –la misma en la que transcurre Carretera perdida (Lost Highway, 1997)–, y a continuación busqué y busqué hasta enterarme de que le habían trasladado a otra ubicación, quizás al hospital. Lo último que necesita una persona con enfisema es que la calidad del aire empeore de manera significativa a causa del humo. Quién sabe, puede que fuera eso lo que le matara. Ahora, el mundo entero está impactado por su muerte, se suceden las palabras de elogio, de tristeza, de amor irredento por su cine. Y yo, una vez más, vuelvo a preguntarme lo mismo: ¿cómo es posible que un director tan poco comercial, tan extraño, inclasificable, irreductible y para muchos abstruso, inaccesible e ininteligible, concite a tantos admiradores, tantos seguidores de su cine y de su arte? Hay misterios que son imposibles de descifrar, como muchos de los que él narró en sus imágenes, como los sueños que le gustaba poner como la primera de sus inspiraciones, como la misma figura artística de un hombre que era, hace ya bastante tiempo, mucho más que un mero director de cine.
Porque cuando uno se mete de lleno en esto del cine, al final, lo quiera o no, acaba haciendo una suerte de clasificación, de jerarquía, o al menos una suerte de organización de nombres, para tratar de no enmarañarse demasiado. Depende de cada uno, por supuesto, porque la cinefilia es un mundo tan denso como el propio cine, pero acabas haciendo tu bolsa de directores buenos narradores, otra bolsa de directores interesantes que podrían haber llegado a más, otra con los chiflados, otra con los visionarios, etc… Siempre estaba, sin embargo, la duda de donde meter a David Lynch. ¿Con qué otros podía compartir espacio? ¿En qué categoría cabría mejor? En ninguna. En la suya. Lynch, como Coppola, como Malick, llevó el cine de Estados Unidos a otro nivel, a otro estadio de expresión y conocimiento, del que ya no es posible volver. Andan muchos en redes sociales, que quizá tendrían que escribir menos y leer más y abrir más los ojos, diciendo que Lynch era un director surrealista, un poco al modo de los abanderados del movimiento que hicieron películas hace ya casi cien años, Buñuel entre ellos. De hecho, la esquela de Los Angeles Times le tilda de “surrealist filmmaker”. Pero va a ser que no: Lynch apreció el surrealismo en ciertas ocasiones, pero nunca se sintió parte de ese universo ni de ese movimiento, por muy tentador que pueda parecer calificarle de surrealista. Pero sigue subsistiendo el problema: ¿cómo describir el cine de David Lynch?
La verdadera luz de Hollywood
Lo “lynchiano” es tan amplio, tan complejo y al mismo tiempo tan sencillo, que al final escapa de los límites del cine, en cualquiera de sus formas, y se aplica a otros muchos ámbitos del arte. No es tan fácil como reducirlo a algo surrealista, o a algo iconoclasta, o a algo vanguardista, aunque tenía mucho de vanguardista. Su figura se adscribe a una indagación en lo desconocido, en otra realidad a la que solamente puede accederse a través de los sueños, o del arte. Hasta la NASA, la agencia espacial de Estados Unidos, le ha dedicado unas palabras acompañadas de la imagen de un agujero negro. Con su fama –inmerecida– de “rarito”, de esotérico; con su querencia por cuestiones espirituales y místicas, termina de complicarse el ejercicio inmenso que supone analizar su talla artística. Pero una certeza se impone sobre todo ello: Lynch no solamente ha sido el director de diez largometrajes y de una serie mítica. Es decir, no forma parte tampoco de la categoría de directores minimalistas con una obra escasa, sino que muy al contrario es un cineasta dueño de un vasto legado fílmico, que además de lo nombrado ha dirigido una docena de videoclips, casi cincuenta largometrajes, innumerables piezas de videoarte, promos, colaboraciones y hasta discos musicales. Era un artista multifacético y multidisciplinar al que el cine, en su acepción habitual –esto es: la realización de largometrajes– se le queda muy pequeño. Poseía, además, ese aura de los artistas míticos, incluida esa fotogenia espectacular, capaz de extraer de las arrugas y angulosidades de su rostro, un misterio más. Incluso su pelo era una obra de arte. Para comprender bien su obra y su visión, o siquiera para conocerla, no hay caminos rectos ni soluciones fáciles. Tampoco escucharle a él sirve de mucho, pues tenía por costumbre no explicar ni desenmarañar en modo alguno sus trabajos. No podía ser de otra manera en un autor que parecía dedicar su esfuerzo artístico en mostrar las cualidades del misterio en toda su belleza y oscuridad.
Es importante señalar que Lynch no es (no fue…qué difícil se me hace hablar de él en pasado) un cineasta de vocación. Era un artista plástico, escultor y pintor, que finalmente recayó en el cine cuando en 1967 realizó una serie de cortometrajes que básicamente eran pintura en movimiento. Tampoco era un cinéfilo apasionado, si bien como todo artista era sensible a las películas, y tenía algunos directores de cabecera, como Fellini, Wilder o Tati. Que al final se convirtiera en un director importante no fue óbice para que continuara indagando en su verdadera pasión: pintar y esculpir. De hecho, casi pareciera que el cine le proporcionó la libertad económica suficiente para hacer precisamente eso durante el resto de su vida. Si el lector de estas apesadumbradas líneas puede encontrar el maravilloso documental David Lynch: The Art Life (Rick Barnes, Jon Nguyen, Olivia Neergaard-Holm, 2016), podrá acceder a sus palabras y descubrirle en su taller, absorto en sus pensamientos, fumando cigarrillos y bebiendo café sin parar, mientras su voz explica lo feliz que se encontraba siempre allí, desde que siendo muy joven descubrió que era posible llevar una vida creativa. Su casa entera, situada en las Hollywood Hills, era (es todavía, espero) una obra de arte conceptual, diseñada por Lloyd Wright, y es la casa en cuyo interior transcurre gran parte de Lost Highway, mientras que en otro inmueble cercano tenía además un estudio de sonido y su propia productora, Asymmetrical Productions. Era su castillo particular, su isla creativa, en la que el pintor y escultor pasaba las horas con sus creaciones, y en la que el cineasta preparaba sus oníricas ficciones fuera de toda norma y ajenas a toda comercialidad. Es irónico que Lynch terminase viviendo en Hollywood, siendo sus películas tan alejadas de lo que esa palabra significa, pero según sus propias palabras la verdadera razón de vivir allí consistía en su luz, una que en más de una ocasión dijo que no había encontrado en ningún otro lugar. Quizá, por tanto, no sea tan irónico, pues la razón de ser todo verdadero pintor es la luz, y Lynch fue un pintor que hurgó con su pincel en las zonas más tenebrosas, y también más luminosas de su mente, para colorear la pantalla con sus seres ominosos, sus ángeles oscuros, sus carreteras interminables y sus sueños fascinantes, proponiendo una mirada que era absolutamente suya e inimitable, y que junto a sus pares Malick y Coppola, hizo del cine de EEUU, por fin, un arte en sí mismo.
El donut, la tarta de cerezas y el café
Hace varios años el canal TCM le dedicó una retrospectiva a este director, y dijo que era el único en el mundo con una “mirada laberíntica”. Puede que por ahí vayan los tiros. A veces para acercarnos a un genio, no valen los grandes esfuerzos intelectuales, sino quizá los trallazos de instinto como ese. El laberinto que fue David Lynch dio comienzo con su filme inicial, aquel Cabeza borradora (Eraserhead) que dejó a todo el mundo estupefacto allá por 1977, con sus noventa minutos de sonidos claustrofóbicos, sucio blanco y negro industrial, seres atormentados surgidos de una pesadilla indescriptible. La levantó gracias a los diez mil dólares de ayuda que le concedió el American Film Institute después de ver su cortometraje The Grandmother, y tardó años en terminarla y estrenarla, con enormes esfuerzos y una paciencia a prueba de bombas. Cuando la vieron en el festival de cine de Los Ángeles, a pesar de su radicalidad y complejidad, Ben Barenholtz la apoyó y le consiguió distribución, lo que sirvió para que el nombre de Lynch llegase a los oídos de Mel Brooks, que estaba preparando un filme sobre la figura del llamado Hombre Elefante, el trágico Joseph Carey Merrick. Es cosa del destino o predestinación, cuando una figura como Brooks –famoso por sus parodias– decide que otra completamente alejada de su esfera como Lynch dirija un filme tan poco común como El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), que en absoluto fue una parodia o una comedia negra, sino un melodrama con tintes trágicos que rendía homenaje a Merrick y que le valió a Lynch para asentarse de manera definitiva en el mundo del cine. Su enorme éxito comercial –probablemente el mayor de su carrera, sin siquiera proponérselo– y crítico, así como sus múltiples nominaciones a los Óscar –de los que no materializó ni uno solo–, entre los que no se encontraba el de mejor maquillaje, pues no existía en ese momento pero fue creado un año después. El hombre elefante era, en realidad, una prolongación del estilo visual, de la puesta en escena, del blanco y negro y del diseño de producción de Eraserhead, atravesado por el punzante y conmovedor drama de un hombre desfigurado en una época monstruosa y de enorme hipocresía… no tan distinta de la actual, por otro lado. Convertido en un director estrella con apenas 34 años, Lynch se embarcaría a continuación en una de esas locuras que de cuando en cuando acontecen en el mundo del cine y que, en realidad, estaban destinadas a ser un fracaso de esos que llaman “de culto”.
Hace varios años el canal TCM le dedicó una retrospectiva a este director, y dijo que era el único en el mundo con una “mirada laberíntica”
Fue la adaptación de la famosa novela de fantasía espacial Dune, ahora tan de moda por las que ha llevado a cabo Denis Villeneuve, y que en su caso se saldó con un filme mutilado por Dino de Laurentiis, y que probablemente sea su filme menos logrado, pese a albergar no pocos momentos fascinantes. Es paradigmático que Lucas le ofreciera la dirección de El retorno del jedi (Return of the Jedi, 1983) –que acabó firmando Richard Marquand a su pesar– y que Lynch se negara aduciendo que aquel universo ya estaba creado. Era un artista total que quería crear sus propios universos, no convertirse en un mero realizador, aunque eso significara fracasar en el intento. Tras aquella amarga experiencia, se propuso filmar únicamente si disponía de libertad absoluta, y así fue como dirigió sus otras siete películas. Quizá no muy grandes en presupuesto –desde luego no tan grandes como Dune– pero sí completamente suyas e imposibles de mutilar por ningún gran productor. Así como nació su excepcional Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), que fue quizá con la que consiguió crear una voz única de manera definitiva, y que además significó la primera colaboración con el también recientemente fallecido Angelo Badalamenti (1937-2022), con el que de inmediato surgió una poderosa conexión artística. Badalamenti, cuyos mejores trabajos fueron al lado de Lynch, dijo de él que tenía incluso mejor oído que él mismo. Y es que la música y el sonido son otra de las claves fundamentales de la obra lynchiana, que supo llevar más lejos que casi nadie –de nuevo surgen los nombres de Malick y Coppola en ese “casi”–, y que ya en la magistral Terciopelo azul se mostraron en su total plenitud. Aquella pieza de cine negro pasada por el filtro de Lynch es para muchos su gran obra, la más característica de su estilo y la más perfecta en muchos sentidos. Sorprende sobremanera que un director con tan solo cuatro largometrajes en su haber fuera capaz de conseguir una madurez artística semejante. Pero aquello solamente era el principio de su camino de libertad creativa absoluta…
Su fortísima personalidad se dejaba impregnar por todo y todo lo inoculaba con su mirada desaforada, indestructible, poética
Porque su año crucial fue 1990, en el que estrenó al mismo tiempo su Corazón salvaje (Wild at Heart) y su serie Twin Peaks, demostrando que incluso un artista totalmente fiel a sí mismo podía triunfar en todo el planeta. El Festival de Cannes le otorgó la Palma de Oro a su filme–aún entre abucheos, y remitimos al vídeo en Youtube en el que el lector puede verlo con todo detalle–, lo que significó el espaldarazo definitivo a su cine y su figura, y el público y la crítica se quedaron fascinados con su serie, que se convirtió en un fenómeno a nivel global. Lynch era ya más que un director, era una marca, un universo, como lo fueron Bergman o Hitchcock antes que él, y probablemente mucho más allá, pues con su no muy conocida obra era capaz de convertir en icono totalmente propio el café con donuts de Twin Peaks, la tela roja de los sueños de Cooper, o las canciones de su adaptación de la novela de Barry Gifford. Es lo que tienen los genios, que se apropian incluso de colores para hacerlos suyos, y todo es tan ambiguo y sugerente que se convierte en un símbolo, como la tarta de cerezas que en su interior revela un coágulo de sangre dulce… Los temas de Corazón salvaje eran de Chris Isaak o de Elvis Presley, pero mucho antes de que apareciera Tarantino esas canciones ya eran del universo David Lynch. Su fortísima personalidad se dejaba impregnar por todo y todo lo inoculaba con su mirada desaforada, indestructible, poética. Es tan fácil como poner cualquier fotograma suyo y ya reconoces que es un filme de Lynch, o cualquier sonido, o cualquier objeto. Incluso en sus filmes menos redondos, como el citado Dune (1984) o el muy irregular Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk with Me, 1992) existen hallazgos, búsquedas y riesgos que quedan muy lejos de las capacidades de la práctica totalidad de otros directores, más ocupados en cuestiones banales. Con su música, su sonido, su sentido pictórico y plástico, Lynch se propuso alargar la mano para rozar y levantar el velo de lo absurdo (el verdadero motor de sus ficciones) y mostrárnoslo con la mayor fuerza imaginable.
El ocaso de una época
Algunos artistas son capaces de dignificar el medio en el que llevan a cabo su tarea, aunque ese medio sea bastardo, desagradecido y veleidoso
Con Lynch comienzan a marcharse algunos de los más grandes. La gran generación que transformó el mundo en los años setenta da sus últimos coletazos. Coppola, Malick, Scorsese, tienen más de ochenta años. Spielberg cerca anda. Otros grandes creadores se asoman al abismo de la muerte o del retiro, que viene a ser lo mismo. Claro, me dirán algunos que siempre nos quedará su cine. Supongo que sí. Sobre todo en el caso de Lynch, cuya obra es casi inabarcable. Sus últimos cuatro filmes fueron cuatro obras maestras que se sumergieron en lo absurdo y lo inefable hasta no poder dar marcha atrás si se quiere hacer algo medianamente válido en este medio, y su regreso a Twin Peaks en 2017 significó radicalizar mucho más la propuesta de 1990. Imposible sustraerse a la fascinación de Lost Highway en 1997, co-escrita con Barry Gifford y surgida de una dura etapa de crisis creativa. Imposible dar un volantazo tan extremo con la bella y reflexiva Una historia verdadera (The Straight Story), que en 1999 suponía casi el reverso luminoso de la anterior. Imposible también no quedarse impresionado por la fascinación que desprende cada secuencia de Mulholland Drive (2001), que fue el piloto de una serie que nunca se produjo y que Lynch supo rehacer para un largometraje. E imposible no quedarse tan estupefacto con INLAND EMPIRE (2006) –sí, hay que escribir el título en mayúsculas por indicación del propio Lynch…– como nos quedamos en su momento con Eraserhead, pues no existe propuesta anti-narrativa más salvaje que esa. Desde entonces, y hasta 2025, los nada menos que dieciocho episodios para la tercera temporada de su obra magna, y una gran cantidad de cortometrajes, videoclips y otros trabajos de un hombre que jamás estuvo ocioso y que jamás dejó de crear, porque como le pasaba a Van Gogh o a tantos otros, era incapaz de contener su pasión por crear.
Cuando estos maestros nombrados, y algunos pocos más, finalmente se vayan, cabe preguntarse a donde iremos nosotros, no ya huérfanos, sino desamparados ante un cine cada vez más adocenado, cada vez más romo y menos valiente. Algunos artistas son capaces de dignificar el medio en el que llevan a cabo su tarea, aunque ese medio sea uno tan bastardo, desagradecido y veleidoso como el cine, al que muchas es complicado llamar “arte”. Lynch se nos ha ido tras vivir una vida plena de creatividad, mostrándonos el lado oscuro del sueño americano, trasladando las pesadillas más ominosas a la gran pantalla y haciéndonos cómplices de su búsqueda de un misterio, y no de la respuesta a ese misterio. Entre enanos bailarines, mujeres en peligro, música a todo volumen y carreteras que llevan a lo más profundo de la locura, la droga de absurdo que era Lynch queda ahí para todo el que tenga el valor y la determinación de probarla, sabiendo que quizá no hay vuelta atrás.
Son las seis palabras que menos me apetecía escribir, las que titulan este artículo. Pero las estoy escribiendo, o intentando escribir, al poco de conocer la terrible noticia. Hacía algunas semanas que había anunciado que padecía un enfisema, consecuencia de sus muchas décadas de cigarrillos compulsivos, pero que...
Autor >
Adrián Massanet
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