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Hay dos clases de personas. Las que comen yogures caducados y las que no. Yo pertenezco al segundo grupo. Puedo beberme una botella de licor café de una sentada, probar cualquier porquería que me vendan en un puesto de comida ambulante sin refrigeración y dar una calada a lo que sea que estuviese fumando el tío raro que conocí ayer por la noche, pero como el calendario supere al día impreso en la tapa de un yogur, no se me ocurre ni abrirlo. Huyo de él como si dentro habitase el diablo. Y si alguien destapa uno en mi presencia incluso cierro los ojos y giro la cabeza hacia otro lado, como Marion e Indy en En busca del arca perdida.
Arias Cañete pertenece al primero. "Veo un yogur en una nevera y ya puede poner la fecha que quiera que yo me lo voy a comer", fanfarroneaba en 2013 mientras armaba su discurso invocando el hambre en África. Recuerdo que al escuchar aquella frase lo imaginé como un justiciero de los yogures que iba por ahí a lo Kwai Chang Caine, asaltando neveras en una especie de ruleta rusa de los lácteos. Y sin embargo su osadía no me sorprendió. Mi fobia a los yogures caducados es exagerada, lo sé. Soy consciente de que existe un margen de seguridad de varios días. Pero cuando a Arias Cañete le tocó gestionar la crisis de las vacas locas al frente del Ministerio de agricultura, Pesca y Alimentación, se paseó media España de degustación en degustación zampando carne de ternera para demostrar que no era para tanto. "¡Y sigo sin morirme!", parecía decir en cada foto. Un espectáculo.
Nunca entenderé esa clase de imprudencias. Celia Villalobos, a quien también le tocó lidiar con el miedo a la encefalopatía espongiforme bovina como ministra de Sanidad, se sentó frente a un micrófono y dijo que no había necesidad de hacer caldo con huesos de vaca pudiendo utilizar huesos de cerdo. Y se estrelló con todo el equipo. El comité científico de la UE había declarado los huesos de vaca como productos de baja infectividad y, aunque gobiernos como el británico habían prohibido su distribución, en España no habían sido retirados del mercado. Lo mejor que podía haber hecho, si no estaba segura, era no decir nada. Sus declaraciones fueron desafortunadas e impertinentes teniendo en cuenta su cargo político. Pero como persona normal, que diría Mariano, como ama de casa, su actitud me pareció mucho más sensata que la de su colega, que mientras tanto cruzaba el país poniéndose hasta arriba de ternera al borde del jamacuco.
Las heroicidades, los héroes en definitiva, siempre me han hecho encorvar una ceja. No niego su mérito ni menosprecio su valor. A los héroes, al fin y al cabo, les debemos las victorias imposibles. Pero creo que algún engranaje falla en la cabeza de quien decide exponerse por encima de cuanto se expondría cualquiera. Algo no funciona bien cuando el riesgo no te lastra como a los demás, en el sentido en que Laurence Sterne señalaba que el heroísmo es el nombre que se le da a la temeridad cuando tiene éxito. A todo el mundo le gustaría ser un héroe, pero nadie quiere ser el idiota que lo intentó.
Pocos días después del accidente de Airbus que puso fin a la vida de cuatro personas en Sevilla, el presidente de la sección de aviones militares del grupo y presidente de Airbus España, Fernando Alonso, decidió realizar un vuelo desde Toulouse-Blagnac a Sevilla en el modelo A400M para demostrar que no había nada que temer. Imagino que al aterrizar debió de experimentar una sensación similar a la de Fraga saludando a los medios desde el agua en Palomares, exclamando "¡Y sigo sin morirme!", como Arias Cañete.
En el caso de Don Manuel no había ministra alguna que pudiese declarar que no había necesidad de bañarse en unas aguas en las que todavía quedaba un 15% del plutonio-239 que las fuerzas armadas estadounidenses y la Guardia Civil jamás fueron capaces de retirar. Como tampoco ha habido ministras que comentasen que no hay necesidad de volar en un aparato al que la Dirección General de Armamento y Material del Ministerio de Defensa ha retirado temporalmente el permiso de vuelo y del que se quejó el Gobierno alemán por haber detectado ni más ni menos que ochocientos fallos.
Y sin embargo, en el fondo da igual. Da igual que a muchos de nosotros ni se nos ocurriría bañarnos en Palomares tras el incidente nuclear, o subirnos al A400M después del accidente de Sevilla o hacer caldo con huesos de vaca justo en medio de la crisis sanitaria. Del mismo modo que da igual que otros muchos, aunque menos, sí lo harían. Porque nadie va a tener más o menos fe en los aviones de Airbus por ver que un directivo no teme a las carambolas. Ni va a comer más o menos carne de vaca porque un ministro se ponga como el Quico. Igual que yo no pienso comer yogures caducados por mucho que vea a alguien comiéndolos y sobreviviendo.
El único que quizá sí contribuyó a normalizar el turismo en Palomares y generó confianza entre la población fue Manuel Fraga y su alegre chapuzón. Claro que para ello provocó un daño colateral inmenso e irreparable: el terrible recuerdo, grabado a fuego en la memoria de todos, de su imagen en bañador.
Hay dos clases de personas. Las que comen yogures caducados y las que no. Yo pertenezco al segundo grupo. Puedo beberme una botella de licor café de una sentada, probar cualquier porquería que me vendan en un puesto de comida ambulante sin refrigeración y dar una calada a lo que sea que estuviese...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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