Ciudadanos, Rajoy y los estertores de una zombi
La maniobra de Aguirre no despertó demasiada inquietud en la Moncloa, porque Rajoy estaba seguro de que se trataba de los “estertores de una zombi”, un cadáver político andante, según expresión de un asesor presidencial.
Soledad Gallego-Díaz 28/05/2015
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El resultado de las elecciones del pasado domingo estaba más o menos anunciado. Pocos dirigentes del Partido Popular tenían dudas sobre el balance final, repetidamente puesto de manifiesto en encuestas y sondeos, hechos públicos o analizados solo puertas para adentro. La reacción del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, fue, pues, tan previsible o aburrida como siempre: una simple declaración, con horas de retraso y perfectamente intrascendente. Todo quedaba supeditado al desarrollo de los pactos.
Dependiendo de cómo se hicieran, con qué condiciones y cuál fuera el reparto final de poder, la cúpula del Partido Popular, y el gobierno, se plantearían después cómo iban a afectar esos acuerdos a sus expectativas electorales en las inmediatas elecciones generales de noviembre y, sólo entonces, se procedería a realizar algunas modificaciones, fáciles, en el gobierno y, quizás, en la secretaría general, no asociados al resultado electoral municipal o autonómico.
Esta era la hoja de ruta diseñada por Moncloa y en las primeras horas pareció que iba a ser respetada, con la excepción, casi siempre previsible, de Esperanza Aguirre, que no había hecho caso de los sondeos y se sentía asombrada y frustrada por su propia incapacidad. Aguirre hacía frente a una doble derrota, la evidencia de que no podría ser la alcaldesa de Madrid y la evidencia de que había perdido clamorosamente su pulso con Rajoy.
Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse relativamente rápido para Mariano Rajoy. La presidenta del PP en Madrid, Esperanza Aguirre, empezó a maniobrar a la desesperada, intentando recuperar la iniciativa interna, sin gran éxito, pero provocando suficiente ruido en los medios como para transmitir la sensación de que estaba viva y de que, ante el silencio de Rajoy, era la única voz que entonaba una autocrítica y lanzaba una propuesta, por disparatada que pudiera sonar. La maniobra no despertó demasiada inquietud en la Moncloa, porque Rajoy estaba seguro de que se trataba de los “estertores de una zombi”, un cadáver político andante, según expresión de un asesor presidencial.
La inquietud llegó cuando se supo que algunos dirigentes populares no esperaban al desarrollo de los pactos para anunciar su dimisión y su compromiso de no presentarse a la reelección como responsables territoriales del partido. A las dimisiones se sumaron algunas declaraciones inusitadamente críticas por parte de dos de los principales barones del partido, el gallego Alberto Núñez Feijoo (que sufría una posición muy comprometida a nivel municipal, pero cuyo cargo como presidente de la Xunta no había sido sometido esta vez a las urnas) y Juan Vicente Herrera, que veía peligrar su presidencia de Castilla-León.
La reacción de Núñez Feijoo, más aun si está acompañada por el apoyo de Herrera, tiene un gran calado desde el punto de vista de la organización interna del PP, porque la burocracia popular siempre le ha mirado, mucho más que a Aguirre, como un posible relevo de Rajoy. Núñez Feijoo, que tiene 53 años, lleva algunos meses proponiendo una “renovación generacional” del PP, algo que suena muy bien en los oídos de un sector de jóvenes políticos populares que está a la espera de una oportunidad y que cree que deben ser ellos quienes encabecen la regeneración del partido, imposible en manos de sus actuales responsables, manchados hasta la cejas por los escándalos de corrupción.
Moncloa empezó a inquietarse. ¿Tendrían algo que ver esos movimientos con la extraña propuesta de Albert Rivera, en nombre de Ciudadanos, de no aceptar pactos con el Partido Popular si no se celebraban antes primarias presidenciales? La iniciativa de Rivera no parece aceptable por la burocracia de un partido, al que se le reclama que se someta a las exigencias de otro. Pero sobre todo, no tiene sentido desde el punto de vista de una futura negociación con Mariano Rajoy.
La propuesta solo tiene una interpretación posible: Albert Rivera está proponiendo al PP que sustituya a Rajoy por otro candidato presidencial mas “aceptable”, asegurando a cambio el apoyo de Ciudadanos para configurar una nueva mayoría en las próximas elecciones generales. Sin necesidad de grandes averiguaciones, es evidente que se trataría de una maniobra para aumentar las expectativas del sector político y económico actualmente en el poder y que ansía permanecer al mando cuatro años más, decisivos para terminar de imponer su modelo liberal.
Por primera vez, Rajoy, que ya ha dicho, por activa y por pasiva, que aspira a renovar su mandato en las próximas elecciones generales, decidió modificar sus planes y mostrar su disposición a realizar algunos cambios, antes de lo previsto. La antigua pizarra en la que María Dolores de Cospedal abandonaba la secretaria general y entraba en el Gobierno (¿quizás en sustitución de José Ignacio Wert, destinado a la Unesco?) y en la que se producían algunos otros retoques del gabinete, salió de nuevo del cajón.
Nada de lo que ocurre en el PP es comprensible sin tener en cuenta la personalidad de Mariano Rajoy, un político que consiguió, en circunstancias excepcionales, una mayoría parlamentaria aplastante y la ocupación total de buena parte de las estructuras territoriales de poder, así como el control de las principales instituciones democráticas del país. Un político que solo cuatro meses después de ocupar la Moncloa, y seguramente por unas circunstancias igualmente excepcionales, había originado ya una profunda reacción de desconfianza y desánimo en la sociedad española, sin que su partido mostrara la menor inquietud. Más bien al contrario, la ocupación tan formidable de los resortes de poder hizo que Rajoy fuera capaz de mantener el control de su partido sin ejercer ningún liderazgo real.
Rajoy ha disfrutado de más de tres años de poder político casi total, con un panorama electoral despejado, algo que es muy difícil que vuelva a repetirse y que le aportó una estabilidad prácticamente desconocida en los otros países de la Unión Europea. Muy pocos políticos en Europa tuvieron la capacidad de aprobar recortes brutales en sanidad y educación subiendo al mismo tiempo el IVA y el IRPF, y hacerlo, además, sin que se moviera una hoja en el Parlamento nacional.
El presidente no fue capaz, sin embargo, de conectar con sus electores. Quizás porque es un conservador estricto, con aversión al cambio, que se ha visto obligado a hacer muchos cambios; quizás, porque odia la exposición pública o quizás porque no dispone de las condiciones personales necesarias, la realidad es que el presidente del Gobierno ha desempeñado sus funciones durante prácticamente toda la legislatura sin el menor esfuerzo por convencer, atraer o seducir a los ciudadanos. En definitiva, sin la menor demostración de liderazgo político. Le bastó el ejercicio del poder y el hecho de que su partido ocupara más resortes y espacio político que nunca para despejar el camino de posibles competidores internos. Ni Alberto Ruiz Gallardón (permanentemente confundido en sus estrategias) ni Esperanza Aguirre consiguieron en todo este tiempo restarle un ápice de control.
Ni tan siquiera cuando estallaron los principales escándalos de corrupción y resultó patente que el presidente del Gobierno era también el presidente del PP y, en cuanto tal, tenía una indiscutible responsabilidad política y que los ciudadanos no se creían ni una palabra de sus promesas de “regeneración democrática”, se planteó dentro del PP la menor discusión ni la menor exigencia de que cambiara su manera de actuar.
Solo ahora, cuando toda esa estructura de poder ha mostrado una grieta de proporciones formidables, algunos sectores del Partido Popular comienzan a mirar despavoridos en todas direcciones y a preguntarse si dará tiempo a producir un cambio. Sería una operación muy arriesgada, parecida, de alguna forma, a la que llevó al Partido Conservador británico a echar a Margaret Thatcher y colocar en su lugar al desdibujado John Major, capaz, sin embargo, de garantizar al establishment un nuevo periodo de disfrute del poder. En este caso, falta tiempo. Y carácter dentro del PP. Dicen que Rajoy no cambiaba a sus ministros simplemente porque desconfía tanto del ser humano que nunca creyó que uno nuevo fuera a hacerlo mejor que el cesado. Seguramente tiene razón.
El resultado de las elecciones del pasado domingo estaba más o menos anunciado. Pocos dirigentes del Partido Popular tenían dudas sobre el balance final, repetidamente puesto de manifiesto en encuestas y sondeos, hechos públicos o analizados solo puertas para adentro. La reacción del presidente del...
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Soledad Gallego-Díaz
Madrileña, hija de andaluz y de cubana. Ejerce el periodismo desde los 18 años, casi siempre como informadora, cronista política y corresponsal. La mayor parte de su carrera la hizo en El País. Cree que el suyo es un gran oficio; basta algo de humildad y decencia.
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