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¿Qué pretende el futuro Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea, conocido por sus siglas inglesas TTIP? Desde luego, no se trata de eliminar unas cuantas barreras aduaneras o de facilitar unos cuántos trámites fronterizos, impulsando a las pymes, como se ha intentado tontamente vender a la opinión pública europea o norteamericana: de eso se ha encargado siempre la Organización Mundial de Comercio, la OMC, un organismo multinacional en el que las grandes potencias no tienen derecho de veto.
El TTIP es mucho más un intento geopolítico de convertir a Estados Unidos y la Unión Europea en un único bloque comercial, con la vista puesta en la emergencia de los países BRIC (China, India, Brasil y Rusia). ¿Es una buena o una mala idea? Cualquier libro de historia demuestra que el comercio no es un elemento neutral en las relaciones entre bloques y países, sino que forma parte esencial de la política internacional. Un bloque EE.UU/UE, con el control de una parte formidable del comercio mundial, sería un negociador potentísimo frente a cualquier otro interlocutor, como los BRIC, unidos o separados, o, incluso, frente a una eventual alianza del Pacífico, entre Estados Unidos y sus socios asiáticos. Pero los libros de historia demuestran también que es muy fácil malinterpretar las intenciones ajenas y que la formación de un bloque comercial del tamaño de Estados Unidos y la Unión Europea, juntos, puede despertar reflejos y temores indeseados.
Para eso, para controles geoestratégicos, no sirve la OMC. Para colmo la Organización Mundial del Comercio ha permanecido en coma durante años, precisamente por la imposibilidad de imponer acuerdos a los países BRIC, en plena etapa desarrollista. La última Ronda de liberalización, la famosa Ronda de Doha, que se abrió en 2001, ha estado a punto de declarar el fallecimiento de la OMC. En el último minuto se consiguió enchufarle algo de oxigeno con los llamados Acuerdos de Bali, en 2013. Pero esos acuerdos son simplemente una fe de vida, es decir, lo contrario al certificado de defunción, y no dan respuesta a las grandes preguntas del domino mundial.
Esas respuestas están presentes mucho más en el TTIP. Si la voluntad del nuevo Tratado es afianzar el poder geoestratégico de Estados Unidos y de Europa frente a la creciente incertidumbre mundial, ¿por qué existe una resistencia tan grande a ambos lados del Atlántico? Porque en el camino, en la formulación concreta de ese Tratado, se están fijando condiciones estrictamente liberales, que quedarán grabadas a fuego y por encima de las legislaciones nacionales, y porque pretende imponer la segunda y definitiva globalización, no de las redes comerciales, sino de un modelo político determinado. Si no hubiera habido la crisis económica de 2008, quizás el TTIP hubiera pasado desapercibido, como pasaron las leyes que desregularon los mercados financieros, pero la negociación ha arrancado cuando los efectos de esa crisis son todavía muy palpables para las opiniones públicas europea y norteamericana y, en el caso de la Unión Europea, cuando ni tan siquiera se ha podido dar por cerrada la Depresión. Y sobre todo, cuando dentro de esas opiniones públicas se ha empezado ya a atribuir responsabilidades y a desconfiar nuevamente de la sacralización del sistema.
Por eso las negociaciones del TTIP están sufriendo tantos contratiempos. Los problemas no surgen solo en la Unión Europea, como podría parecer. En Estados Unidos hay también una corriente crítica, sobre todo entre los demócratas. Elisabeth Warren, la senadora que mejor representa el sector de izquierda, escribió hace poco contra la “idea de dar a las Corporaciones derechos especiales para desafiar nuestras leyes y hacerlo además fuera de nuestro propio sistema legal”.
La misma posición fue expresada por cien juristas norteamericanos que firmaron un llamamiento contra la existencia de mecanismos de arbitraje entre empresas y Estados, fuera de los sistemas judiciales nacionales: “Los ISDS (mecanismos de arbitraje) garantizan a las corporaciones extranjeras un privilegio legal especial, el derecho a iniciar una procedimiento de arreglo de disputas contra políticas y acciones de un gobierno que aleguen que provoca una pérdida de ganancias o beneficios para esas Corporaciones. Estas denuncias no son planteadas ante los tribunales normales, sino en un tribunal con juristas privados. Esas prácticas socavarían la soberanía nacional y debilitarían el imperio de la ley al conceder a las Corporaciones derechos legales especiales (…)”.
¿De qué se habla cuando se alude a los “mecanismos de arbitraje” o “tribunales privados”? Como muy bien explica la Comisión Europea, en el mundo existen actualmente dos maneras de resolver conflictos entre empresas multinacionales o extranjeras y Estados. El primero, establece que serán los tribunales normales del país en cuestión los que examinarán la demanda. Obviamente, eso implica confianza en el sistema legal y en el respeto a la ley del país demandado y es el que se aplica hasta ahora en la mayoría de los países altamente desarrollados y democráticos del mundo. Un segundo sistema, que funciona sobre todo en acuerdos comerciales con países con sistemas judiciales más endebles, establece la creación de ISDS, sistemas de arbitraje privados. Es decir, los gobiernos aceptan que en caso de duda, las empresas demanden ante un organismo que no depende de ningún Estado sino que está formado por abogados privados, especialistas en comercio internacional, previamente designados. En el primer caso, las empresas se quejan de que los tribunales de los países demandados por ellas pueden estar inclinados a favor de sus gobiernos; en el segundo, los gobiernos se quejan de que no pueden formular libremente sus políticas ni legislar en interés público.
En el caso del TTIP, quedó pronto claro que ni Estados Unidos ni la Unión Europea podían admitir que se trate a sus sistemas judiciales como si fueran endebles o sospechosos, es decir que no podría acordarse un sistema ISDS puro, como pedían los conglomerados empresariales de los dos lados del Atlántico. La Comisión pensó entonces en un Tribunal Internacional de Inversiones, cuya composición no aclaraba. Poco después, ofreció otra salida: un tribunal integrado por siete jueces (dos, norteamericanos; dos, europeos, y tres de otras nacionalidades) que solo trataría asuntos relacionados con el TTIP. Finalmente, el grupo socialista, que había acordado inicialmente oponerse a cualquier tipo de ISDS, propuso un nuevo y complicado camino: se hablaba del reconocimiento de “la competencia de los Tribunales Nacionales”, pero se planteaba un nuevo “modelo de protección jurídica de inversores, administrado por jueces de carrera independientes, elegidos públicamente”, lo que sonaba finalmente a un nuevo tipo de Tribunal Internacional especial para el TTIP.
Lo que suceda en el Parlamento Europeo será básico, porque en la Unión Europea puede convertirse en el único Parlamento en el que realmente se discuta el TTIP, ya que la Comisión pretende que, una vez que se llegue a un acuerdo, el texto entero sea sometido a un Sí o un No de los parlamentos nacionales, una opción que impide cualquier debate serio y deja a los parlamentarios nacionales entre la espada y la pared. No se trata únicamente de si los conglomerados empresariales van a tener derecho a un tribunal especial.
El TTIP modificará también, quizás no inmediatamente pero sí a medio plazo, derechos laborales, la seguridad de los consumidores y la protección medioambiental en los países de la Unión Europea. Es verdad que el Tratado puede influir también en sentido de mejorar la protección laboral de los trabajadores norteamericanos (si finalmente se incluye alguna mención a las normas de la Organización Internacional del Trabajo, OIT) pero, en la práctica, es más probable que la homogeneización de normas y regulaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea termine debilitando derechos ya asentados en Europa.
¿Conviene que Estados Unidos y la Unión Europea intenten mejorar conjuntamente su posición geoestratégica? Seguramente, pero depende de la manera y del precio a pagar. Por el momento, y afortunadamente para nosotros, el modelo de la Unión Europea es muy diferente al de Estados Unidos y ha dado lugar a una red de protección y seguridad social que no es equiparable con la de ninguna otra parte del mundo. El TTIP puede encerrar todos los elementos necesarios para reducir esas diferencias, incluso para arrancarlas de cuajo. Y ya se sabe lo que sucede cuando se cree que el progreso y la felicidad llegan de la mano de los grandes conglomerados empresariales europeos y norteamericanos. Que millones de personas se quedan sin progreso y sin felicidad.
El progreso y la felicidad llegaron a Europa de manera razonablemente equitativa cuando fuimos capaces de plantearnos un papel diferente para Europa en el mundo. ¿Se acabó ya esa idea? ¿Ya no creemos en la capacidad europea para hacer atractivo su modelo, no por la fuerza sino por la convicción? Hasta ahora no ha sido verdad que Europa y Estados Unidos marcharan por la misma senda. Hemos avanzado por terrenos diferentes, pero han sido compatibles e incluso coordinados.
¿Por qué no se puede seguir así, por qué esa manera de avanzar reduciría el papel de Europa en el mundo? ¿Solo podemos aspirar a protagonizar nuestro futuro si somos un apartado del TTIP? Lo que el Tratado plantea es algo muy distinto, algo muy serio y potencialmente devastador. Lo mínimo seria poder discutirlo en el Parlamento nacional, en los medios de comunicación, en las universidades y en los círculos sociales.
¿Qué pretende el futuro Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea, conocido por sus siglas inglesas TTIP? Desde luego, no se trata de eliminar unas cuantas barreras aduaneras o de facilitar unos cuántos trámites fronterizos, impulsando a las pymes, como se ha intentado...
Autor >
Soledad Gallego-Díaz
Madrileña, hija de andaluz y de cubana. Ejerce el periodismo desde los 18 años, casi siempre como informadora, cronista política y corresponsal. La mayor parte de su carrera la hizo en El País. Cree que el suyo es un gran oficio; basta algo de humildad y decencia.
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