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Hubo un tiempo en que Europa quiso ser silenciosa. Cansada de siglos de ruido y conflicto, comenzó a sentar de nuevo sus cimientos con sigilo, durante la noche, sin llamar la atención. Como un edificio que antes no estaba allí. Un día pasas por delante y, de repente, donde no había nada, hay un continente.
Desde la Declaración de Schuman en 1950, y a excepción del fragor que supusieron los Tratados de Roma en 1957, el Tratado de Maastricht en 1992 y el proyecto fallido de Constitución en 2004, Europa se ha movido siempre con discreción, en la distancia. La Unión era algo que sucedía, pero sucedía lejos. El Acta Única Europea, el Tratado de Lisboa, la Declaración de Berlín. Suponías que eran cosas que tendrían su importancia en algún sitio, aunque a ti te diesen un poco igual. Como el curling o Kanye West. Los problemas de España nacían, crecían, se reproducían y morían en España, y la culpa, en su caso, era solo del Gobierno español. Qué tendrían que ver Bruselas, Luxemburgo o Estrasburgo con nosotros. Europa era el marido ausente, involucrado en asuntos importantes que no entenderías, y del que presumías con un lacónico "no ayuda, pero tampoco molesta", sin comprender la gravedad del reproche y la insuficiencia de ese pero.
Hasta que en 2002 apareció la moneda única, y solo algunos fueron capaces de negarla. Dorada en su circunferencia exterior y plateada en el centro, la leyenda cuenta que al someterla a un calor intenso surgía en su canto una inscripción en una lengua antigua que decía: "Una moneda para gobernarlos a todos. Una moneda para encontrarlos. Una moneda para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas". El Euro constituía la promesa de una Europa fuerte y unida. De una Europa que dejaba der ser algo que sucedía lejos para suceder cerca. Para suceder aquí. En tu bar. En tu telediario. En tu nómina. Para una Grecia arrasada ya entonces por la tormenta y por monstruos antiguos, la Unión Económica y Monetaria era por fin un refugio en el que guarecerse. Una isla de Calipso a la espera de un Ulises en la que todo era posible bajo la protección de una diosa hija de titanes. Todo, menos marcharse. Poseidón es invencible y, sin intervención divina, la condena a vagar para siempre en alta mar es insoportable. Sobre todo para quien anhela regresar a Ítaca por encima de todas las cosas.
El Euro es una reluciente prisión circular de níquel, cobre y latón. El reciente problema de Grecia conduce a una terrible conclusión, y es que nadie puede ya arriesgarse a abandonar la moneda única. Es fácil dejarse seducir por sus virtudes, pero una vez dentro es imposible escapar. Tsipras se lo ha jugado todo a una carta, pero se enfrentaba a un castigo demasiado severo si perdía la partida. Sospecho que de ahora en adelante el juego será el mismo. Qué gobernante del Eurogrupo puede ya negarse a las exigencias de Europa, sean éstas justas o injustas, si la consecuencia es vagar solo y para siempre en alta mar.
Europa ha dejado de ser silenciosa una vez más. La teoría dice que el sonido de la maquinaria política debe ser suave, casi clandestino, pero el continente ha vuelto a hacer chirriar sus tuercas y rodamientos, devolviéndonos el viejo ruido y el conflicto. El óxido de sus antiguos engranajes nos reclama con estruendo, y volvemos a observar los defectos y fisuras de un edificio que lleva más de seis décadas en construcción y todavía continúa lejos de estar terminado.
En una entrevista publicada en El Mundo en 2007, el escritor hebreo Amos Oz decía: "Los europeos tienen una larga tradición de pensar en blanco y negro (...). Me gustaría que Europa, en vez de actuar así, actuase como el médico de urgencias que, cuando le llegan tres accidentados, trata de curarlos sin preguntar quién fue el conductor que causó el choque".
Algo así se me antoja imposible. Seguimos perpetuando nuestra historia, la historia del ruido y el conflicto, y tal vez, cuando acabemos el edificio y tomemos la suficiente distancia como para juzgar con objetividad lo que hemos creado, nos daremos cuenta de que en realidad habíamos estado levantando un mausoleo. Y para entonces ya será tarde.
Hubo un tiempo en que Europa quiso ser silenciosa. Cansada de siglos de ruido y conflicto, comenzó a sentar de nuevo sus cimientos con sigilo, durante la noche, sin llamar la atención. Como un edificio que antes no estaba allí. Un día pasas por delante y, de repente, donde no había nada, hay un...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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