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Camino de Portbou y luego de Collioure, con veinte años recién cumplidos, buscaba el rastro de mis lecturas de Walter Benjamin pero también la terrible huida del viejo Machado, el pavoroso exilio de don Manuel Azaña, la odisea del más de medio millón de españoles que se apresuraban a llegar a la frontera y escapar de la guerra y la muerte. Compatriotas que acabaron rodeados de alambradas en los campos de refugiados, internamiento, concentración de Saint-Cyprien, Barcarès, Argelès-sur-Mer, como el soldado de ficción José Garcés de Crónica del alba o el soldadito real Vicente Ferrer que era del POUM, luchó en Ebro y muchos años después sería un gran héroe en la India. Aquel éxodo fue en enero y febrero y hacía mucho frio, casi todos iban a pie, más de doscientos mil eran mujeres, niños y ancianos. Sin embargo yo subía por aquella estrecha y enrevesada carretera en septiembre y la brisa era suave, conducía muy despacio, mirando el abismo que daba al mar, imaginando aquel exilio espantoso con la angustia de haber leído, de saber, lo que les ocurrió después a todos los que huían, y por qué, y cómo.
Apenas un año antes había entrevistado a uno de aquellos refugiados, un viejo divertido y parlanchín que hablaba a gritos porque su gran sonotone alemán no funcionaba muy bien. Lo recordaba todo. Aquel infierno. El de después. Me lo contaba como si le hubiera ocurrido aquello sólo unos días antes. Confesaba que él tuvo suerte, no estaba herido, era muy joven, tenía un buen abrigo y en el bolsillo llevaba su gran tesoro: un trozo de pan, una pequeña cuña de queso seco y una naranja. Me hablaba de aquellos alimentos como si estuviera nombrando grandes manjares, maravillosas golosinas, exquisitas viandas, un festín de locura. Así que yo, con ese pueril sentido teatral que tiene uno a los veinte, llevaba en ese primer viaje en mi mochila, camino de Collioure, los mismos alimentos. Me paré en la última curva de la N-260, entre el cabo Portbou y la punta de l´Ocell, a poco más de cien metros de la frontera. Atardecía, el mar estaba oscuro. Me senté sobre una piedra y comencé a comer con hambre mi queso, mi trozo de pan y mi naranja. Y no sé qué me hizo comenzar a llorar. Yo que no lloro nunca.
Al ver el éxodo de tantos huyendo de la guerra, tan ligeros de equipaje, tan valientes, cruzando el mar y luego media Europa camino del futuro, me he acordado de aquella merienda de pan, queso y una naranja que llevaba camino del exilio el español que yo conocí
Han pasado treinta años desde aquel viaje y estos días, al ver el éxodo de tantos huyendo de la guerra, tan ligeros de equipaje, tan valientes, cruzando el mar y luego media Europa camino del futuro, me he acordado de aquella merienda de pan, queso y una naranja que llevaba camino del exilio el español que yo conocí. También he vuelto a recordar la agonía de Azaña en Montauban, la de Machado y su madre, el “suicidio” de Walter Benjamin y todos esos miles de refugiados encerrados entre alambres y fusiles que esperaban encontrar fuera de su país una nueva vida, una vida mejor. Los Estados europeos fueron miserables con esos españoles, algunos ciudadanos franceses no lo fueron. Igual está pasando ahora, es lo mismo. Vienen a nuestra casa huyendo de la guerra, con su trozo de pan, su cuña de queso y su naranja y es un deber para todos los europeos acogerlos ya sean cien mil, quinientos mil, tres millones, más. Cerrar las fronteras, levantar alambradas o establecer cupos ridículos son propuestas de infamia. Recuerdo aquella carreterilla hacia Portbou y pienso que no se trata de acoger por esa “solidaridad humanitaria” de la que hablaba Benjamin o por la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados que no obliga legalmente sino por pura memoria, porque “ellos fuimos nosotros” y lo seremos siempre. Hoy más que nunca no nos separa nada, nada nos diferencia ni distancia, ellos también son nuestros compatriotas aunque hayan nacido en África o en Asia porque la Europa del siglo XXI o es así y tiene memoria y sabe ponerse en el lugar del otro, del que fuimos, del que tal vez seremos, o no será ya Europa.
Recuerdo que tras comerme en la cuneta de aquella curva de ciento ochenta grados mi trozo de pan, el queso seco y mi pequeña naranja crucé la frontera ya de noche, sin problemas. En algún lugar de ese camino que yo dejaba atrás con tanta facilidad alguien impidió que el berlinés Walter Benjamin siguiera con su vida en otra parte y ese error, esa cobardía, ese crimen no se ha olvidado. Tras visitar la tumba de Antonio Machado y de su madre y pasear por la vacía playa de Argelès volví a Barcelona. Pasaron muchos años y muchas cosas. Otro verano la vida me llevó de nuevo al norte, esta vez en buena compañía. Por supuesto no olvidé aquella tarde echar también para los dos un poco de pan, una cuña de queso y una naranja. Acababan de publicar el libro de los Pasajes y, aunque no era comestible, también lo llevaba en mi mochila. Nos acercábamos a la última curva antes de cruzar la frontera inexistente, antes de girar por completo parece que te vas a caer por el abismo hasta el mar. Ella ojeaba el libro. Entonces gritó como si hubiera pasado algo y me hizo parar sólo para leerme en voz alta una frase muy breve del libro de Benjamin: En un amor, la mayoría busca una patria eterna. Otros, aunque muy pocos, un eterno viajar. Y no sé qué me hizo comenzar a llorar. Yo que no lloro nunca.
Los europeos ya no tenemos una anticuada y absurda “patria eterna” que blindar a los otros, debemos mantenernos en el eterno viajar de quienes saben que las fronteras son abominables inventos de otros siglos. Nosotros somos ellos y ellos nosotros. Quien piense otra cosa es que no ha entendido nada de lo que pasó en Europa en el siglo XX. Y amigo, si cruzas alguna vez la frontera del norte, no olvides llevar un poco de pan, una cuña de queso y una naranja. Y la frase del viejo Benjamin en la memoria.
Camino de Portbou y luego de Collioure, con veinte años recién cumplidos, buscaba el rastro de mis lecturas de Walter Benjamin pero también la terrible huida del viejo Machado, el pavoroso exilio de don Manuel Azaña, la odisea del más de medio millón de españoles que se apresuraban a llegar a la...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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