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Moritz le pidió a Milton que acompañara a la señora Quintanilla al hotel. Habían terminado de desempaquetar, ya no había nada que la detuviera allí.
--Necesito un whisky--, dijo la mujer en cuanto entró en el taxi.
Iba atrás. Milton la miró por el retrovisor. Necesitaba un whisky, y parecía que con urgencia, pero su rostro se mantenía impertérrito. Ya era tarde y Milton hubiera preferido terminar cuanto antes, cerrar de una vez un episodio que lo incomodaba y del que no sabía gran cosa y que prefería olvidar. Al mismo tiempo, se hacía cargo. Es decir, miraba a la señora Quintanilla y se veía incapaz de soltarla como se suelta un fardo. A aquella mujer la podían haber metido a la cárcel, era lógico que necesitara relajarse un poco después de superar el trance. Le preguntó:
--¿Y si tomáramos ese whisky en casa? Mi mujer me espera.
Observó que la señora Quintanilla asentía. A Milton se le había pasado por la cabeza que todo resultaría más fácil con Mariana, seguro que entre mujeres pegaban la hebra y, vaya, sólo se trataba de entretener durante un rato a una dama que acababa de salir de un apuro. Mejor así, no se imaginaba qué hubiera podido decir sentado delante de ella en un bar. Volvió a mirarla con la esperanza de que por algún lado le saliera lo que llevaba dentro. Con unas cuantas palabras igual se atrevía a armar una conversación. Pero aquella señora era un sobre sellado, iba mirando por la ventana como cualquier mujer que regresa a casa después de terminar las compras. Se fijó solamente en su mano, que apretaba su pequeño bolso con firmeza. Igual le han pagado en metálico y la pobre teme que se le vaya a escapar el único argumento que la había empujado a meterse en una faena de esa envergadura. Lo que Milton quería evitar era cualquier pregunta sobre el viaje, meterla en un compromiso, tocar un tema que por su propia naturaleza debía ser intocable.
--Tiene que estar cansada--, le dijo.
--Un poco. El viaje es largo, pero me quedé dormida enseguida. Así que pasó rápido.
--Ya verá ahora con el jet lag.
--No suele afectarme mucho--, contestó la señora Quintanilla, y fue suficiente para que Milton prefiriese no decir nada más, no tenía sentido andar sacándole las palabras con fórceps. Estaba convencido de que aquella mujer tenía que estar desesperada y le daba la impresión de que él andaba volando como un buitre para lanzarse en picado sobre sus miserias en cuanto se atreviera a enseñarlas. Mejor callar, quedarse mudo. Ya Mariana se encargará, iba pensando Milton, porque por suerte no sabe nada y puede preguntarle cualquier cosa.
Faltaban un par de manzanas para llegar a casa de Milton cuando la señora Quintanilla hizo el único gesto digno de tenerse en consideración. Se llevó las manos al moño y se soltó el pelo. Milton lo vio de refilón por el espejo retrovisor, y eso que el ademán tenía la misma enjundia que la súbita liberación de un pueblo oprimido tras milenios de explotación. El cabello negro le cayó sobre aquel rostro gordezuelo, y casi le sentaba peor.
--Es una amiga de Kelvin, viene de Latinoamérica--, le dijo a Mariana cuando llegaron a casa. --Andaba como siempre liado y me pidió que le invitáramos un whisky antes de llevarla al hotel.
--Magnífica idea, estaba a punto de preparar unas tortillas--, comentó Mariana mientras la invitaba a pasar y le hacía de paso una señal a Milton para que le diera una breve explicación. Se la dio en la cocina mientras ponía los hielos en los vasos. Era la misma explicación que Mariana llevaba oyendo desde hace años: “Cosas de Kelvin”.
La señora Quintanilla no se bebió el vaso de whisky de un trago, como pensaba Milton que convenía al momento, sino que se limitó a mojarse los labios. Seguía aferrada a su pequeño bolso. Se sentaron en el salón, mudos. Mariana trajo unas aceitunas. Luego se incorporó a la escena con la firme voluntad de ponerle un poco de desparpajo y romper el hielo. ¡Qué diablos!, iban a estar un rato juntos, no podían pasarlo todo el rato callados. La señora Quintanilla respondió al envite. Habló con un poco más de soltura. Le explicó a Marina que su país era de los más pobres de Latinoamérica pero el más bonito de todos.
--Tienen que ir. No pueden perdérselo--, les dijo con enorme convicción. Se llevó de nuevo el vaso a los labios, volvió simplemente a mojarlos. Aquella mujer era el colmo de la contención.
Pasaron al comedor. La señora Quintanilla dejó su bolso por primera vez, dejándolo desamparado sobre el sofá.
--Pruebe estos tomates--, le dijo Milton. Tenía la impresión de ir traduciendo cada frase a una lengua de la que sólo conociera unas cuantas palabras. Por eso reforzaba cada sílaba con un ademán. Esta vez se llevó los dedos a la boca y les dio un beso:
--Son excelentes, ya verá--, añadió.
--Me llamo Josefina--, dijo entonces la señora Quintanilla. --Tengo tres hijos y una niña, vivo en Cochabamba. Mi marido me abandonó cuando nació la pequeña, de esto debe hacer unos diez años. He vivido desde entonces de dar clases, soy maestra.
Les contó que lo había pasado mal, “regular” fue en realidad el término que utilizó, pero que había terminado creándose una rutina y que los hijos le habían salido aplicados. Cuando supo que Milton y Mariana vivían solos les dijo que aquello no era una buena idea, la prole te pone en el mundo, les explicó, te fuerzan a no andarte por las ramas.
--Me volvería loca si tengo que hacer mis traducciones y al mismo tiempo cambiar pañales--, comentó Mariana. La señora Quintanilla permaneció impávida. Cuando terminaron de cenar, preguntó por el servicio y se disculpó un momento. Aprovecharon para llevarse los platos, y Milton le preguntó si quería un dedo más de whisky.
--No, gracias--, contestó. --Está bien así.
Regresó al salón con el pelo recogido otra vez en un moño y al sentarse en el sofá agarró mecánicamente su bolso. Mariana estaba en la cocina. La señora Quintanilla se inclinó un poco hacia Milton y le dijo bajando la voz:
--No me ha gustado nada el señor Moritz, no me parece un hombre de fiar--, le dijo.
Milton la miró un tanto sorprendido.
--Quizá deberíamos hablar de negocios usted y yo. Pero quizá sea mejor hacerlo ya en el coche, si es que tiene la amabilidad de acompañarme al hotel.
Moritz le pidió a Milton que acompañara a la señora Quintanilla al hotel. Habían terminado de desempaquetar, ya no había nada que la detuviera allí.
--Necesito un whisky--, dijo la mujer en cuanto entró en el taxi.
Iba atrás. Milton la miró por el...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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