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--A mí hace unos años lo que más me gustaba era pillar un taxi y pedirle que me llevara a Galicia a comer marisco--, le dijo Moritz a Milton. --Procuraba cogerlo a primera hora de la mañana, al salir del último tugurio, medio colocado todavía y con la idea de quedarme dormido en cuanto hubiera dado la dirección. Salvo en dos ocasiones, siempre tuve suerte. Los taxistas solían quedarse un poco sorprendidos cuando les decía: a Caldebarcos, La Coruña, Galicia. Luego siempre añadía que ya les explicaría cómo llegar y que, si me dormía, que me despertaran a la altura de Santiago de Compostela. Oye, salvo aquellos dos mamones que empezaron a explicar que aquello quedaba muy lejos, como si no lo supiera yo, todos los demás se limitaron a bajar la bandera y a conducir. Tú me hubieras llevado, ¿verdad Milton?
--No debes tener la menor duda. Un día recogí a un tipo que iba a Génova, Italia, por el mismo procedimiento: levantó la mano, dijo el nombre de una calle muy rara y, cuando me interesé por el itinerario, me dijo que tirara hacia la frontera. Paramos un par de veces, quería llegar a ver a su madre antes de que se muriera. Pero no hubo manera, la mujer debió palmarla cuando cruzábamos Niza, por decir un sitio al tuntún. Me pagó un hotel, lo llevé al día siguiente al cementerio, y regresamos inmediatamente después. Gané una pasta.
--Lo mejor era ver la cara que se les quedaba cuando llegábamos a Caldebarcos y les decía que aparcaran, que los invitaba a tomar un poco de marisco: percebes, lo primero. Y luego lo que hiciera falta: un buey de mar, unas centollas, gambas, langostinos, camarones. Nos poníamos ciegos. Eso sí, les exigía que no tomaran vino, que luego teníamos que volver y que el trecho era un poco largo.
Moritz festejaba ostentosamente sus antiguas hazañas y Milton le seguía la corriente. Kelvin, que estaba junto a ellos, debía haberlas oído ya tantas veces, que estaba más pendiente de todo lo demás. Y Gismonti parecía no dar crédito: aquello de trasladarse con tanta alegría a lugares tan remotos no terminaba de entrarle en la cabeza, pero no se atrevía a preguntarle a Milton cómo había hecho para no quedarse dormido.
La fiesta la había organizado Kelvin y el piso lo había puesto Moritz. Lo tenía vacío, pendiente de unos cuantos arreglos para venderlo o alquilarlo, así que estaba perfectamente disponible para recibir a la suficiente gente como para que la juerga estuviera garantizada. Kelvin tiró sólo de unos cuantos amigos, ya sabía que iban a multiplicarse en cuanto la convocatoria quedara establecida. La idea había surgido en la cafetería próxima al ministerio de Gismonti, y Ana ya había llegado acompañada de un par de amigas y también se apuntó Mariana y un montón de gente que parecía brotar de la nada con extraordinaria facilidad. Kelvin y Moritz parecían ser los únicos que los conocían a todos. O esa era, por lo menos, la idea que trasladaban, repartiendo sonrisas y abrazos y palmadas a cuantos se asomaban por allí.
Gismonti estaba fascinado con aquella multitud y le sorprendía el zumbido de voces que se instaló en el ambiente. Tenía un único problema, pero importante. Había decidido llevarse su sombrero y no sabía muy bien qué hacer con él. Empezó por dejárselo puesto, pero luego se dio cuenta de que llamaba demasiado la atención, un poco como si formara parte de otra época, y se lo quitó. No se había apartado de Milton, porque este era siempre capaz de sostener las conversaciones más inverosímiles con quien quiera que se aviniera a tenerlas, y el caso es que había conectado con Moritz, y llevaban ya un buen rato contándose anécdotas de remotos desplazamientos, con muertes y mariscos como telón de fondo. Gismonti colocó sus manos que agarraban el sombrero en su espalda y las hizo moverse con aparente naturalidad, como si lo normal fuera estarse abanicando el trasero. Eso sí, no perdía ripio de la conversación y miraba de soslayo en lontananza, por ver si divisaba a Ana.
Moritz era un poco mayor y estaba gordo. Tenía una barba canosa, un traje demasiado apretado, como si se le hubiera quedado corto, llevaba una llamativa corbata de color rosa y sostenía una enorme copa balón con gin tonic. A Gismonti no le había gustado al principio, pero ahora veía tan contento a Milton que pensó que igual lo había juzgado precipitadamente. Observó que en los hombros del traje de Moritz había un poco de caspa y se miro de inmediato los suyos, no fuera a pasarle algo semejante. No, por suerte estaban impolutos.
--Se armó--, dijo de pronto Kelvin. --Llegaron los del Alemán.
Y se movió hacia la puerta, por donde iba entrando un grupo de amigos, todos ellos apuestos y todas ellas atractivas. Altos, desenvueltos, parecían sacados de los escaparates de unos grandes almacenes. Kelvin los fue abrazando como si acabaran de aterrizar de otra galaxia y hubiera que celebrarlo descorchando champán. Con todo ese ajetreo, ahí sí supo Gismonti que el sombrero le estaba sobrando del todo y que debía buscarse la vida para dejarlo en cualquier sitio a buen recaudo.
Pronto se supo por qué los del Alemán habían levantado tanto entusiasmo. Tomaron el salón, saludaron a Moritz con particular deferencia, como si algo les hubiera avisado de que era el dueño de todo aquello, y contando con su venia empezaron a desplazar los muebles hacia los rincones. El que parecía oficiar de líder se encargó de inmediato de la música, puso rhythm & blues, subió el volumen. Fue como si de pronto la casa entera reviviera. Ana salió de donde hubiera estado hasta entonces y se desplazó a primer plano, Mariana empezó a mover los hombros y llenó su cara con una enorme sonrisa. El mismo Milton se soltó de Moritz y de la conversación y fue como si se ejercitara ya para el ataque. Gismonti se atrevió a retirar de su espalda una de las manos con el sombrero y se lo puso en la cabeza mientras pensaba cómo salir del apuro.
Fue entonces cuando se destacó uno de los del Alemán, uno que llevaba un puñado abundante de pelo sobre la frente y que lo tenía como atravesado por un fulminante rayo de nieve. Fue colocando a sus amigos, las chicas a un lado, los chicos al otro, e incorporó de paso a los demás que pululaban por ahí en sus respectivos bandos por razón de sexo, y se dispuso a oficiar de maestro de ceremonias. Miró al colega que estaba junto a la música, sonaba en ese momento una canción de los Coasters, reconoció Gismonti, y le hizo una seña. Así que empezó a bajar el volumen poco a poco. Se impuso el silencio, hizo los cambios pertinentes, y dio paso a la orquesta.
Sonó la percusión, sonaron las trompetas, un piano empezó con unas cuantas piruetas, y las muchachas fueron soltando las caderas, y los chicos abrían los codos que llevaban pegados al tronco como si fueran pájaros. Era música latina. Hubo una explosión de dicha.
Gismonti se atrevió a quitarse de nuevo el sombrero, alargó la mano hacia una estantería, lo empujó como pudo. Y se acordó de que también tenía pies y de que podía moverlos a ese ritmo suavón que invadía la casa.
--A mí hace unos años lo que más me gustaba era pillar un taxi y pedirle que me llevara a Galicia a comer marisco--, le dijo Moritz a Milton. --Procuraba cogerlo a primera hora de la mañana, al salir del último tugurio, medio colocado todavía y con la idea de quedarme dormido en cuanto hubiera dado la...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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