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CHARLAS FLAMENCÓLICAS (III)

"La única pureza del flamenco es su emoción"

Miguel Mora Madrid , 18/10/2015

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En el aire de Madrid flota aún el eco de la siguiriya que Carmen Linares cantó un día de 2004, por la mañana y sin guitarra, en memoria del poeta José Ángel Valente. Fue un cante breve, dibujado sobre un fragmento de Nadie, un poema que Valente dedicó a su hijo muerto. Coral, viuda del poeta, recordó que la primera vez que Valente oyó a Linares cantar esos versos, el poeta le clavó una uña en la mano de la emoción. “Fue cosa de magia. Se hizo un silencio tremendo y empecé a cantar. Salió bonito, con mucho caló. Valente era un pedazo de poeta, y esos versos tan maravillosos... Tú duermes en la noche sumergida, estás en paz... Disfrutaba el flamenco. Conocí a Valente una noche en la peña El Taranto de Almería. Y siempre me pareció un hombre estupendo. Sencillo, natural, honesto, verdadero.”

Como él, Carmen Linares está enamorada del flamenco. Desde que era niña. Su padre era ferroviario pero tocaba la guitarra, y ella seguía aquel sonido a todas partes. Carmen nació en Linares (Jaén), y cuando cumplió doce años a su padre lo destinaron a Ávila. En 1968 la familia Pacheco se instala en Madrid, y Carmen debutó siendo casi una niña. Hay imágenes suyas en blanco y negro, con bata de cola y pesando 40 kilos, que enseñan a una muchacha que se come de pie y a voces al bailaor. Ahora es otra cosa. Por un lado, es la madre tranquila y dedicada de tres hijos; por otro, una gran estrella del flamenco, una figura de una especie muy rara en estos tiempos: dulce, generosa, accesible. Pero mantiene vivo su fuego de artista: “Ahora disfruto más cantando, aunque también sufro mucho cuando salgo al escenario. Siempre digo: ¿Por qué no me haría yo costurera? Pero sigo aprendiendo, y eso es lo importante.”

Linares, que obtuvo el premio Nacional de Música en 2001 por “su dedicación y sus aportaciones a un flamenco de alto contenido y calidad”, es quizá la cantaora más completa del momento. Le encanta recordar a Falla y Albéniz; meter a los poetas en su cante (las canciones populares de Lorca, versos de Borges o San Juan de la Cruz), rendir homenaje a sus maestras (como en la antología La mujer en el cante, un doble que es un doble hito, feminista y artístico); mezclar su voz con músicos de jazz o clásica, y juntarse con guitarristas excepcionales. Trabaja despacio, graba despacio, canta despacio. Y sigue escuchando a sus colegas con fervor. Va a los conciertos, le gusta el baile y la guitarra, compra los discos de los jóvenes, los anima… “Disfruto mucho con todos, pero más con los jóvenes que buscan su voz y tienen calidad y afición. Cuando uno baila o canta o toca bien, es un placer. Y salen artistas estupendos: Estrella Morente, Arcángel, Mayte Martín... Voy a verlos con una devoción que salgo nueva… Me da una alegría…”

 

¿Y si la que canta es Carmen Linares?

¡Ah! Eso es otra cosa. Me quedo vacía. Pero hace tiempo que me lo tomo de otra forma: intento relajarme, porque sé que si yo no lo paso bien, el público tampoco. El flamenco es muy difícil. Si no estás fuerte y bien, o tienes problemas personales, si no estás confiada con el sonido y con el público, o si tu voz no responde a tu cabeza (que a veces también pasa), es muy difícil transmitir al público. Pero cuando todo está bien, ah, es la gloria.

¿Será que el flamenco es un estado de ánimo?

Sí, un estado de ánimo que no hay quien lo entienda.

¿Y cómo recibe el público de fuera de España el flamenco?

Con un gran respeto. Como dice Zubin Mehta, el flamenco es la esencia de la cultura. Y eso mismo lo sabían ya las vanguardias del siglo XX, los poetas de la Generación del 27, músicos como Stravinski, Albéniz, Falla, Debussy, Rimsky Korsakov, Miles Davis... Por algo los extranjeros inteligentes siempre que vienen a España quieren oír flamenco. El flamenco es un tesoro, una música de una calidad excepcional, un arte popular hecho por profesionales.

¿Cuál es el sitio más exótico en el que ha cantado?

En Nueva Zelanda, quizá. Y en Sydney hice un recital yo sola con una guitarra. La gente enloquecía. ¡Y eso que no entienden las letras!

El flamenco salió del gueto, de las cuevas, de las hogueras, y hoy se come el mundo.

Sí, gracias a los artistas salió y ahora, afortunadamente, hay otra forma de escuchar, cada vez actuamos más en los teatros, que es lo suyo, y la gente va a escuchar el cante, no a comer jamón. Eso hay que agradecérselo a artistas como Carmen Amaya, Pilar López, las compañías de baile antiguas, la de Antonio, la de Gades… Ellos abrieron el camino.

Y así se olvidó el trauma del franquismo, que convirtió el flamenco en una exhibición de tipismo malo.

Sí, había mucha confusión, lo convirtieron en una españolada, le metieron todos los tópicos, la maceta, la copa de fino, la reja… El flamenco es otra cosa, más profundo y mucho más vital.

Un arte difícil de aprender en las academias.

A cantar se aprende escuchando, con mucha afición, yendo a ver a los compañeros, en el trabajo diario de los tablaos, teniendo las orejas bien abiertas, escuchando muchos discos, los cantes de los artistas antiguos, Tomás Pavón, Manuel Torre, Antonio Chacón… Lo esencial es que te guste la vida y la cultura flamenca.

Y a usted le gustaba desde pequeña.

Sí, empecé a ir de muy joven con mi padre a la Peña Charlot, que estaba en la calle Lope de Vega, y allí se reunían a cantar y a tocar Matrona, Morente, Manolo Heras, Félix Moro… La plaza de Santa Ana era un hervidero de ambiente taurino y flamenco. En la Cervecería Alemana siempre había algún artista… Recuerdo que el presidente de la peña decía: “¡A ocho pesetas!”, y cada peñista pagaba sus ocho pesetas por el vino que había tomado… ¡Ocho pesetas!

¿Y cómo empezó a cantar profesionalmente?

Con 14 años gané un premio de Radio Madrid, “Cantando hacia el triunfo”. Todavía tengo por ahí el diploma. Venía desde Ávila los sábados a cantar a Madrid. Y antes de eso, en Linares, con mi padre, ya hacía mis cantecitos, las cosas de Pepe Pinto, Valderrama, Marchena, Enrique Montoya, la Niña de la Puebla… Todo lo que oía por la radio. Me gustaba mucho también Marifé de Triana. Pero luego conocí en Ávila a mi marido, Miguel Espín, gran aficionado flamenco y fundador de la única peña flamenca que había allí, la peña Antonio Chacón. Después, ya viviendo en Madrid, me contrató Fosforito para hacer una gira por el sur de Francia, una oportunidad que me permitió aprender mucho de él, es un gran artista. En el 73 entré a cantar en el Café de Chinitas, aunque antes pasé por Torres Bermejas. Entonces conocí a Camarón, La Perla de Cádiz, Pepe y Luis Habichuela, José Mercé, Rancapino, Trini España, El Güito, Mario Maya, Morente, Serranito, el Indio Gitano, Carmen Mora… ¡A todos los grandes! Y estuve una temporada de gira por Estados Unidos con el bailaor José Molina, cantando para bailar. Fue muy bonito, porque íbamos a teatros de universidades y los estudiantes nos preguntaban cosas…

Y era una buena forma de ir cogiendo tablas.

Claro, subirte al escenario todos los días es lo que te da el oficio: equivocarte, conocer músicos distintos, públicos diferentes… Una anécdota graciosa es que me tocó un tocadiscos en un concurso de Radio Madrid, era un Iberofón, y creo que también lo tengo por ahí y todavía funciona [Miguel Espín va a por él, y sí, está en perfecto estado]. Fue en la rifa de un programa de José Luis Pecker. Mi madre escribía cartas para el sorteo y un día, una vecina de Ávila, de la calle Batalla de Belchite, oyó por la radio que nos había tocado el premio y subió gritando para decírnoslo. Fue una alegría muy grande, porque en casa no teníamos dinero para comprar uno, y ese tocadiscos me dio la vida. Mi padre fue a recogerlo y no tuvo más remedio que comprar algunos discos, y recuerdo que compró de Porrina, de Mairena, de Marifé y de Fosforito. ¡Eso fue un mundo para mí!

Descubriendo el tesoro…

Fue un descubrimiento, sí, pero lo malo es que yo no tenía físico de cantaora, era muy flacucha, y me tentaron mucho para hacer copla, pero a mí lo que me gustaba era la siguiriya, la soleá, los cantes más serios. La antología de Mairena me la había embebido entera, y la de Caracol me la llevé a Estados Unidos en una casete, y oía esas casetes como loca. Aquello no era estudiar, era gozar. Los de la gira me llamaban “La Niña del Tape”, todo el día oyendo flamenco, en el autobús, en los camerinos… Así me fui metiendo en manteca.

¿Y le gustaban más las cantaoras o los cantaores?

Igual. Me gustaba mucho La Niña de los Peines, La Perla, La Paquera, La Fernanda por soleá… Pero empecé cantando por Fosforito y aprendí mucho de Mairena, de Matrona, de Caracol, de El Gallina, de Varea…

¿Recuerda aquel ambiente flamenco como machista? ¿La recibieron bien siendo mujer?

Iba siempre con mi padre, que era muy simpático y muy buen aficionado, y me respetaban mucho. “La niña, la niña…” Y la niña siempre estaba metida en los saraos. Y ellos me enseñaban muchas cosas. Matrona me dijo: “Tú, con esa voz, tienes que meterle mano a la malagueña, a la taranta, a la granaína…”. Y todavía recuerdo que vino a oírme cantar una noche, con 80 años y su bastón, el hombre tenía una afición…

Y mucho ingenio, según dicen los que le conocieron…

La gracia que había en esa época ya no la hay ahora. Había muchos que tenían mucho ingenio, eran gente muy flamenca… Después del trabajo en Chinitas nos íbamos todos juntos de fiesta, y nos daban las cinco o las seis. Había mucha comunicación.

Era más una forma de vida que un trabajo.

Los flamencos vivían para el flamenco, el flamenco era su religión. Adoraban su arte y el de los demás. Iban a escucharse unos a otros, había una admiración y una unión preciosa. Eso se perdió. Ha cambiado la vida, y hemos perdido en unas cosas y hemos ganado en otras.

Antes había más tiempo…

Sí, comenzaron las prisas, muchos artistas volvieron a Andalucía, las tertulias se fueron acabando, y cambió la manera de ser artista. Recuerdo las noches flamencas del Café Silverio, nos pagaban tres mil pesetas que inmediatamente nos las gastábamos allí mismo en copas invitando a los amigos. También tengo en la memoria el primer festival flamenco que se hizo en el Palacio de los Deportes de Madrid, se llenó hasta la bandera. Y cómo no recordar la Cumbre Flamenca del Teatro Alcalá Palace (en 1984) que organizaron Juan Verdú, Paco Sánchez y Miguel Espín. Esos espectáculos crearon muchísima afición en Madrid...

Mucho antes de eso usted había sacado ya su primer disco.

Sí, fue en 1971, un disco muy “fosforero”, en Movieplay, con Juan Habichuela a la guitarra. El segundo lo hice con Luis y Pepe Habichuela en Hispavox, y luego hice otro, Su cante, con Pepe solo. Recuerdo que Estrellita Morente, siendo una chiquitaja, se ponía los tacones y cantaba mis tangos. ¡Qué graciosa era!

En esa época estaban haciendo la revolución flamenca Paco de Lucía y Camarón, consiguiendo que los discos vendieran por fin cifras más razonables, más acordes con la calidad de esa música.

Sí, Paco y Camarón fueron importantísimos, pero yo creo que el más revolucionario de todos ha sido Enrique Morente.

Que por ejemplo hacía recitales de cante en la universidad franquista casi a hurtadillas.

Sí, con otros cantaores como Menese y Gerena; no se los llevaron presos de milagro. Aquella época fue muy dura, pero esperanzadora.

Y poco a poco el flamenco dejó de ser una sociedad casi secreta.

Sí, ya grababas, hacías recitales en teatros como solista, ibas de gira, salías en televisión, te juntabas con otros músicos… Así pude cantar El amor brujo en la Bienal, y luego grabar las Canciones populares de Lorca, que me abrieron muchas puertas…

Pero fue crucial en su carrera la antología del cante de mujer, que enseñó por un lado la gran riqueza histórica del flamenco femenino y por otro su gran diversidad de registros.

No lo hice con una intención feminista, pero sí, sirvió para ver la importancia que la mujer había tenido en el cante, y para mí fue importantísimo también, era la primera vez que se hacía una antología así. No lo he vuelto a escuchar; es curioso, pero nunca escucho lo que grabo. Lo oigo tantas veces en el estudio que luego no lo quiero oír más. Aunque lo podía haber hecho mejor, y no lo digo por decir, sigo contentísima de ese trabajo.

¿Quizá ése fue el disco en el que encontró su voz propia?

Camarón nos influyó mucho a todos. Él fue el filtro de todo el cante antiguo. Pero no se le puede imitar, porque era único: tenía una personalidad enorme, todo lo hacía suyo. Lo que hizo fue enseñarnos el camino: oír muchas cosas, asimilarlas y luego hacerlas tuyas. Que la carrera es larga y no hace falta correr, y que, cuando llega el momento, todo lo que haces suena a ti. Y entonces puedes jugar y divertirte. Y cantar cada vez mejor.

Con su personalidad…

Claro, en eso consiste la evolución del flamenco, lo interesante es aportar tu forma y siempre me ha interesado mucho andar caminos nuevos. Si no hubiera cogido ese tren no hubiera sido yo misma, habría sido como un gramófono. ¿Cómo vas a ser auténtica si no transmites lo que te gusta? La pureza del flamenco, si tiene alguna, porque es una música totalmente mestiza, consiste en transmitir y emocionar. Si calcas o imitas, ¿dónde está el sentimiento?

¿Y dónde la libertad del artista? Como dijo Barishnikov, el flamenco es una gran celebración de la vida.

¡Eso es precioso! Por eso hay que elegir siempre el camino de la libertad. No hay que tener miedo al flamenco. Hay que arriesgar. Simplemente hay que cantar como uno siente. Adaptar los cantes a tu sensibilidad. Respetando tus condiciones de voz, todo es posible.

O también la de otros músicos, como en el disco Locura de brisa y trino, de Manolo Sanlúcar.

Sí, ahí cambié mucho mis registros, me adapté a su música. En cambio en Un ramito de locura soy más yo, o más bien fue un disco hecho a medias con Gerardo Núñez. Seguramente, ése es el disco que yo más he trabajado con la guitarra.

Un instrumento que ha crecido increíblemente en los últimos tiempos.

Uff, ahora hacen diabluras, armonías diferentes, tienen mucha más preparación. Por otro lado, hoy es todo más difícil y subirte al escenario te asusta más: hay que ofrecer mucho más que antes a la gente, dar algo que tenga interés, que sea mejor que lo otro. Hay mucho público que exige cosas distintas, nuevas: una soleá fresca, un rescate, un poema de Valente o de Borges…

De manera que el flamenco es un arte que suena milenario pero que en realidad es como un niño que está aprendiendo a andar.

¡Es un arte muy joven! Dicen que está ya todo hecho, pero yo creo que hay mucho por hacer. Hay un futuro enorme, aunque ahora todo se ha aflamencao y se venden cosas que no son flamenco como si lo fueran. Por eso hay que cuidar mucho este arte, ser muy respetuoso con él, y eso es una tarea de los artistas pero también de las instituciones, que lo tienen que apoyar y defender. Si a la ópera le dedican muchos millones los gobiernos, ¿por qué no al flamenco? Porque sin darle nada, llena siempre.

El verdadero arte povera: una voz, una silla y una guitarra.

Sí, pero el duende sin un buen sonido no viene. Hay que poner las condiciones para que salga. Si estás calentito en el teatro, cantas mejor. El duende no sale a bajo cero. Y aunque Lorca no sé qué diría de esto, algo de dinero no le viene mal al duende. Buenas luces, buen sonido, una Bienal bien organizada que ayude y financie a los jóvenes con ideas, un circuito que gire con las producciones de la Bienal… Con un poco de imaginación, dinero, voluntad política, es más fácil que todo el mundo sepa que el flamenco es un arte de una calidad inmensa.

Fragmento del libro La voz de los flamencos, editado por Siruela en 2008. 

En el aire de Madrid flota aún el eco de la siguiriya que Carmen Linares cantó un día de 2004, por la mañana y sin guitarra, en memoria del poeta José Ángel Valente. Fue un cante breve, dibujado sobre un fragmento de Nadie, un poema que Valente dedicó a su hijo muerto. Coral, viuda del poeta,...

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Autor >

Miguel Mora

es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).

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