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Es una tarde lluviosa de 2006, y doña Pilar López no tiene ningunas ganas de ser entrevistada.
Es que estos periodistas de ahora te ponen nerviosa [truena al teléfono]. Un poco de documentación, por favor, que vayan a aprender un poco. O si no, que se vayan al carajo.
Claro, doña Pilar, pero...
Hay cosas que saben hasta los niños de teta y que se cuentan mal. Yo ya estoy fuera de combate, pero si mañana me hago directora de un ballet y no he visto bailar a Ana Pavlova y voy a decir que era contemporánea de La Macarrona, tendré que documentarme antes, ¿no? Con esta confusión que hay, si yo diera todas las entrevistas que me piden tendría que estar todo el día mandando cartas de rectificación…
Sí, doña Pilar. Y entonces, ¿usted a quién vio bailar? ¿A Nijinsky?
No tanto, no tanto... Vi a ese hombre maravilloso que era Rodolfo Nureyev. Coincidí con él en Londres, en una gala, tengo un retrato con él… Era una cosa benéfica, un festival, y bailó allí todo el mundo, cincuenta o sesenta bailarines, y entre ellos él y yo. Sólo hacíamos un baile cada uno, claro, y yo bailé mi Boda de Luis Alonso, que aunque esté mal el decirlo…
Ja, ja.
¿De qué se ríe?
De nada, de nada.
Bueno, pues aunque esté mal el decirlo: lo bailaba como los propios ángeles. Y no sé qué coño es lo que pasaba que antes de terminarlo, como dos o tres minutos antes, la gente empezó a aplaudir y buuu, buuu, buuuu, se tiraron aplaudiendo hasta el final. Se conoce que esto debió de asustarle, a Nureyev, porque él todavía no había bailado, y vi que de pronto se metía a verme entre cajas. Y entonces, cuando acabé por fin, y saludé, él vino hacia mí, y me dio la mano y me dijo: “Très bien, madame, très bien”. Había allí cientos de fotógrafos. Yo creo que se asustó de tantos aplausos…
¿Así que le aplaudían antes de terminar? ¿Es que paraba la música o algo?
¡No, no! ¡No era un “Viva Cartagena”, eh! Yo siempre he sido anti eso, nunca me ha gustado el “Viva Cartagena”. No se paraba la música ni nada. Yo seguía bailando. Completamente. Y no hacía desplantes ni nada. Nunca. Y lo gracioso es que no sólo me aplaudían antes de terminarlo en Londres. Me pasaba también en Valladolid. Y en Calasparra. En todas partes.
Pues ahora el desplante bailando se lleva mucho; algunos parecen domadores de circo reclamando aplausos.
Sí, ahora los bailaores paran setenta veces la música para que la gente aplauda. Paran tantas veces, que cuando llega la vez 24 y se acaba el baile de verdad, la gente se queda tan tranquila porque ya no sabe si tiene que aplaudir o no.
¿Eso es nuevo, baile moderno?
Eso es de ahora, sí. Antes el baile sólo se remataba cuando se acababa.
¿Sigue yendo a ver baile, no?
Sí, pero yo no sé qué pasa ahora que están intoxicados, “encocainizados” de baile, y creen que bailar por derecho no puede ser. Y entonces le empiezan a dar a la fusión, que más que una fusión es una infusión, un lío que no se entiende. Dicen que es una manera de comprender el baile, pero yo no lo veo. Me parece bien que digan que no vamos a hacer ahora lo mismo que hace cincuenta años, pero la misión de todos, del que baila, gobierna o hace churros, es mejorar eso, no empeorarlo. Si el churro nos gusta mucho, a ver qué churro hace usted que esté más rico que el otro churro. Si va a hacer una porquería, prefiero quedarme con el churro que me gusta. Invocan el progreso. Ni progreso ni nada. Hay que bailar por derecho y se acabó. Yo veo que los toreros tratan de mejorar lo anterior. Los mismos pases que daban Joselito y Belmonte los dan ahora. Que antes se arrimaban menos y ahora se arriman más, estupendo. Pero empeorarlo, no. Y eso se aplica al baile, al fútbol y a todo.
¿De verdad no cree que nadie esté mejorando ahora el baile clásico?
Bueno, hay un señor que lleva una trayectoria parecida a la de Antonio Gades y Antonio Ruiz, que es Antonio Márquez. Pero hay una confusión ahora con la palabra bailarín. Una cosa es bailaor y otra, bailarín. El bailaor debe atenerse a la guitarra y punto. El bailarín es un concepto más amplio: debe conocer todo, las reglas por decirlo así, tiene que saber bailar la escuela clásica española, es decir la escuela bolera, y conocer los bailes regionales: Asturias, Aragón, Castilla, etcétera; y además de eso, debe saber tocar las castañuelas, bailar con zapatillas y bailar bien flamenco. Eso era Antonio el Bailarín y eso es Antonio Márquez, que baila muy bien y es muy normal y tiene todas esas escuelas y le puedes poner unas castañuelas sin que pase nada.
¿Y en flamenco, qué?
Me gusta mucho El Pipa, y los Farrucos, aunque el niño se me había desquiciado últimamente (el abuelo era pata negra, lo tuve yo en mi compañía), y El Güito y Mario Maya (que también puede tocar unas castañuelas). Y entre las chicas hay una maravillosa aunque un poco conflictiva, que es Lola Greco. Quizá es demasiado inquieta, picotea mucho, pero le luce mucho el baile, como dicen los ingleses lo vende muy bien. Sabe lo que hace y traspasa. Como Antonio el Bailarín, pasa la batería.
La batería.
Hay gente que baila muy bien pero se queda en el escenario, que no sale de ahí. La batería son las candilejas. Hay gente que baila muy bien y otros que bailan muy bien y además llegan al público, que tienen algo especial, un duende que les hace llegar más. Pero veo que está haciéndome la entrevista, ¿no? Así que yo hablo y usted cobra, ¿no, Morita?
Sí, doña Pilar. Pero si quiere mañana voy a su casa…
¡Ni se te ocurra venir que no te abro! Bueno, si quieres te cuento alguna cosa más de El Café de Chinitas… Partimos de que el único documento que tiene García Lorca tocando el piano son las canciones populares que le tocó a mi hermana. Los cuatro muleros, el Anda, jaleo, todos esos romances. Desafortunadamente, ése es el único documento sonoro que existe de Federico, que siempre los tocó en el piano de esta casa con Encarna, y los grabaron en disco. Después de aquello, esos romances los han tocado orquestas, los ha tocado la de Filadelfia y la de Chicago, los han tocado a violonchelo y a violín, los han cantado cincuenta mil tiples, pero nunca acompañados por Lorca, claro. Encarna, no sé por qué, siempre prefirió, entre esos romances, El Café de Chinitas, supongo que porque mi padre la llevó desde muy pequeña a los cafés cantantes, esos disparates que se hacían entonces... En los años treinta, ella los cantaba cuando hacíamos recitales, pero estaba obsesionada con esa canción y siempre quiso ampliarla, hacer algo más grande con ella…
Y esperó hasta Nueva York para hacerlo…
Sí, fue años más tarde, sería 1943. En Nueva York nos encontramos a Salvador Dalí, que acababa de llegar con Gala de París. Allí estaba también el Marqués de Cuevas, que era un gran mecenas de todo lo español y que ayudó mucho a Dalí, consiguiéndole encargos para retratar a sus amigos ricos. Cuevas quería mucho a Cagancho, el torero, y por cierto hay una anécdota muy graciosa porque, durante la guerra, cuando estaba España dividida en dos zonas, Cagancho fue desde México a Nueva York para ver al marqués, y llegó en barco con la cuadrilla, y fueron algunos periodistas al puerto a recibirlos, y uno de ellos le preguntó a un banderillero que se llamaba Rojitas:
–¿Ustedes los toreros, que son gente del pueblo, tan enraizada en el pueblo –venga arriba y abajo con el pueblo–, cómo es posible que ustedes estén en el lado de Franco?
Y Rojitas dio una respuesta perfecta:
–Pues nosotros estamos en el lado de Franco porque en el otro lado se comen los toros.
Ja, ja. ¡Natural!
Claro, ¿cómo no se los iban a comer con el hambre que había? A eso no tienes qué responder. Le das la mano y te vas. Los flamencos son así. No se puede decir más con menos.
Pero estábamos con Dalí retratando a los ricos neoyorquinos.
Sí, el marqués adoraba España y estaba casado con una nieta de Rockefeller, tenía una gran posición, ya te imaginas, y Dalí empezó a hacer retratos y a ganar mucho dinero, lógicamente. Yo no sé si mi hermana conocía de antes a Dalí, pero creo que no porque no recuerdo haberle visto en esta casa, no creo que viniera nunca con Federico. Pero el caso es que un día, el marqués le dijo a Encarna: “Te voy a regalar un retrato de Dalí”. Y Encarna le dijo: “Preferiría un decorado”.
Para hacer El Café de Chinitas a lo grande.
Siempre lo llevó en la cabeza. Yo creo que se le quedó en el subconsciente ese amor a los cafés cantantes que había conocido, era casi una obsesión, y el Café de Chinitas era un café de Málaga... Así que Dalí hizo un decorado maravilloso, pero, menos pintarlo con los pinceles, mi hermana le inspiró en todo. Dalí estaba desambientado en Nueva York, no conocía a Carmen Amaya y mi hermana lo llevó a conocerla, la vio bailar y se quedó alucinado, y luego hizo un decorado que es, ni más ni menos, Carmen Amaya: una guitarra fenomenal al fondo, y del mástil salen dos brazos como si fuera un Cristo, dos brazos muy musculosos, como los de Carmen, y en vez de clavos las manos tienen dos castañuelas sangrando. La cabeza mira para abajo y el pelo está tapándole la cara…
¿Y no pintó un telón también?
Hizo un teloncito pequeño para cantar el romance que presentaba el Café. Era una puertita pequeña con un cartel que decía “Café de Chinitas”. La función empezaba con Encarna cantando ese romance, entonces salía yo con el novio, teníamos una pequeña disputa y entrábamos los tres al café por la puertita. Había un oscuro y entonces salía el tablao…
¿Y cómo se llevaba su hermana con Carmen Amaya?
Muy bien, cómo se iban a llevar. Carmen era una persona excepcional, una mujer muy buena, no sabía ni lo que ganaba, sólo pensaba en bailar. Y como artista no se ha podido imitar. Es la única mujer que yo he soportado ver vestida de hombre. Estaba más sugestiva incluso que con la bata de cola. Con el pantaloncito, tan delgada, con esa cabecita tan pequeña, ese pelo tan negro y esos pies tan flamencos, estaba preciosa.
...............
En 1941, las hermanas López Júlvez vivían en sendos pisos alquilados en la Quinta Avenida. Durante muchas semanas de los primeros años cuarenta, en la cartelera de Manhattan llegaron a coincidir tres grandes compañías de baile flamenco. Antonio y Rosario, Los Petits Sevillanitos, triunfaron primero en la sala Sert Room del hotel Waldorf Astoria y luego en el Carnegie Hall”. Carmen Amaya incendiaba cada noche con Sabicas y su clan gitano el restaurante Beachcomber de Broadway y el Carnegie Hall, mientras de madrugada su madre y su hermana hacían potajes y asaban sardinas en el Waldorf Astoria y de día ella se gastaba los 14.000 dólares semanales que ganaba comprándoles a sus primas diamantes en Tiffany’s y visones en Madison Avenue.
La tercera compañía era la de Encarnación López, “La Argentinita”, y su hermana Pilar, que asombraron primero en el teatro Majestic y más tarde también en el Metropolitan, donde presentaron El café de Chinitas, síntesis de baile español y flamenco con decorados de Dalí y canciones de Lorca, y cada noche cuando se apagaban los aplausos se iban a dormir a los apartamentos de la Quinta Avenida.
Mientras España contaba su millón de muertos y Franco fusilaba a varias decenas de miles de vencidos más, mientras Europa se desangraba en la gran guerra contra Hitler y los judíos y los gitanos eran exterminados, Nueva York parecía Jerez, y los exiliados de la República mataban la nostalgia incipiente a base de zapateados y bulerías.
Pilar López Júlvez fue probablemente la última leyenda viva de aquel gran éxito colectivo americano que acabaría por ser el último fogonazo del milagro cultural y artístico que sucedió en España durante los años 20 y 30 y que se llamó la Edad de Plata.
Doña Pilar fue la reina del baile español del siglo XX.
“Sí, sí. Pero la reina republicana, ¡eh!”.
Una mujer de una pieza, hecha de carácter, inteligencia, esfuerzo y cultura, pero también de sabor, memoria, tradición, respeto al público y gracia narrativa. Bailarina y bailaora, doña Pilar recorrió el mundo varias veces, en todos los medios de transporte posibles, para enseñar la mejor herencia escénica, musical y danzada de la Generación del 27.
Primero lo hizo a la sombra de “La Argentinita”, íntima amiga y pareja artística de Federico García Lorca, amante y “viuda” de dos toreros de época, Joselito El Gallo e Ignacio Sánchez Mejías.
Y luego, cuando murió su hermana, con su propia compañía, en la que se consagró como una coreógrafa prolífica y crucial. Su facilidad para detectar talentos (masculinos) donde nadie veía nada, y su constancia para sacar en cada caso lo mejor de cada uno, dieron al flamenco (y a la danza mundial) una cantera de formidables artistas (Alejandro Vega, Roberto Ximénez, Manolo Vargas…) que quizá por abreviar suele resumirse en tres: Antonio Gades, Mario Maya y El Güito. “Mis tres niños”.
Gades solía contar que fue doña Pilar quien le enseñó, siendo casi un niño, lo más importante que aprendió nunca: la ética y la estética del baile.
“Me enseñó muchas cosas maravillosas. Recuerdo que una noche, al final de una actuación, entre los aplausos, hice un gesto como queriendo compartir el triunfo con el director de orquesta. Cuando salí del escenario, doña Pilar se me acercó. Yo fui hacia ella, pensé que iba a felicitarme. Pero lo que dijo fue: “No vuelva usted a echarle la culpa a nadie”.
Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero Pilar López mantiene intacto su criterio de hierro en lo que se refiere a las reglas del juego y la moral del escenario. Su capacidad para recordar hechos y personajes es insólita; su canon no se negocia. El prodigio contenido de comicidad que despliega cuando cuenta anécdotas, y esa agilidad juvenil para detectar la magia y denunciar su antítesis, la banalidad, siguen haciendo de ella un referente.
Puliendo su corona con la tranquilidad de haberlo hecho ya todo por la causa, doña Pilar vive todavía (estamos en 2008) en la gigantesca casa-museo-estudio-palacio de la calle General Arrando de Madrid; una casa mítica, que compró su hermana Encarnación en los años veinte gracias a contratos como el que firmó con el empresario Campúa: cien mil pesetas de la época por actuar en el teatro Maravillas.
La Argentinita y Pilar tuvieron que abandonar el palacio y Madrid poco después de empezar la Guerra Civil. Se marcharon hasta Alicante y luego en barco hasta Orán (Argelia). Iba con ellas el que luego sería marido de Pilar, Tomás Ríos, un músico cubano que había llegado a España con Ernesto Lecuona. Siempre se ha contado que un periódico socialista (Claridad) acusó a La Argentinita de no haber querido actuar ante unos milicianos heridos, y que eso las obligó a huir de Madrid. López lo niega.
“Al revés. Trabajamos mucho en los espectáculos benéficos para la República. Nos recogían todas las tardes en un coche, vestidas con nuestros volantes, y nos iban llevando a los teatros. Hicimos muchas actuaciones con Catalina Bárcena, que recitaba un poema, con Luis Esteso… Nos íbamos turnando, recuerdo que había otro artista que tocaba el violín… Al final, oíamos todos en el escenario “La Internacional” y luego nos llevaban en el mismo coche a otro teatro. Siempre estaban abarrotados. Y al día siguiente, otra vez lo mismo”.
“Lo que pasó es que Encarnación era muy lista y sabía que estábamos vendidas”, añade López. “Si uno no te quería bien, o te tenía envidia, y te denunciaba, diciendo que eras monárquica o cualquier disparate, todo el mundo sabía que venían a tu casa de noche y te llevaban de las orejas”.
Hija de un comerciante de telas segoviano y de una mujer aragonesa, La Argentinita se llamaba así porque había nacido en Buenos Aires, por azar, en 1898. De ahí en adelante, lo fue todo: niña prodigio (debutó a los siete años), cupletista de éxito, bailarina y bailaora, coreógrafa, zapateadora, intérprete de castañuelas, cantante de voz fina pero que hacía daño, folclorista y erudita (escribió un estudio sobre danzas españolas que sigue inédito: Pilar lo tiene en casa).
Pese a todo eso, Encarna López tuvo mala suerte. Nació ocho años después y en el mismo sitio que Antonia Mercé, La Argentina, quizá la mejor bailaora que había dado España hasta ese momento. Así que su apodo se fabricó con el diminutivo de su antecesora; La Argentinita. No fue su único paralelismo. Como la Mercé, López pasó del cuplé al baile español y de éste a la música culta y al flamenco; si La Argentina fue inteligencia, garra y sensibilidad, «la encarnación de El Amor Brujo» según Falla, La Argentinita no se quedó atrás. Bailó Turina, Albéniz, Granados, Rimsky Korsakov, pero fue capaz además de llevar a escena la poesía popular, el cante, el toque y el baile de los flamencos que malvivían en los cafés cantantes.
Antes de cumplir 30 años, La Argentinita se había convertido en el personaje crucial de la conexión musical, flamenca, taurina, bailada y poética que germinó en la Generación del 27. Los poetas modernos miraban a Góngora, soñaban cosas sin sentido y oían la voz de Andalucía; La Argentinita recuperó antiguas tonadas, canciones del XVIII y letrillas de Lope de Vega, coreografió bailes populares, adaptó su vestuario a la tradición española… Y con Alberti y Lorca, protagonizó actos tan insólitos como la velada lírico-poética-coreográfico-musical, que inauguró en 1933 el auditorio de la Residencia de Estudiantes. Alberti dio una conferencia sobre la canción, y ella la ilustró acompañada al piano por Lorca.
Según José Bergamín, Encarna inventó «un arte poético de bailar, porque había conseguido independizarse de las otras artes (del drama y la literatura), y pasaba a realizar su propia mimesis».
Con Falla, La Argentinita culminaría esa invención al montar la versión flamenca de El amor brujo, que presentó ese mismo año en Cádiz y luego en la Residencia, con La Malena, La Macarrona, Fernanda Antúnez, Rafael Ortega, Antonio de Triana… Ese día, Alexander Calder ofreció una representación de circo en miniatura.
Manuel Machado, de quien Encarna había grabado en disco el poema Cante jondo (1928), describió así su arte:
Era como una pluma en el aire...
Y añadía
Fue preciso que la vida lastrara su corazón con el peso del gran amor, y su cuerpo delicioso conociera el valor estatuario de la línea y el secreto del abandono femenino y del hondo dolor humano para que la hiciera reposar sobre el suelo y la convirtiera en la intérprete de los cantares hondos y las danzas flamencas, y le diera una voz cordial, aterciopelada y penetrante, sin estridencia, y una maravillosa expresión dramática en el baile y en la copla.
Pilar López viajó siempre por el mismo sendero exigente que su hermana: empezó sola, estudió solfeo, canto y baile, y a los 15 años presentó su primer espectáculo en solitario. Tocaba el piano, bailaba y cantaba. Pero hasta 1933 no actuó con La Argentinita. Fue en Cádiz, en el citado estreno de El Amor Brujo, con la Gran Compañía de Bailes Españoles. Asistieron, entre otros, Falla y Lorca (que colaboró en el montaje), Ignacio Sánchez Mejías y el dramaturgo, cineasta y pintor Edgar Neville, que dirigiría a Pilar en ‘Duende y misterio del flamenco’ (1952).
Pero ahora son las ocho de la tarde de un día de septiembre de 2006 y Pilar López ha respondido al teléfono de casa. Está encantadora y lúcida, aunque se niega en redondo a ser visitada. Y menos todavía para hacer una entrevista.
Si es que ya he hablado demasiado, ya no quiero hablar más. ¿Para qué? Ahora hay una ignorancia terrible, a veces me dan ganas de salir a la calle con una metralleta… El otro día vi en un suplemento que en Hollywood han hecho una película sobre Manolete. ¡Pues muy bien! Allí estaba el actor (Adrian Brody), y efectivamente se parece bastante a Manolete. Pero muchas fotos y fechas históricas estaban mal. Había una foto de Ignacio Sánchez Mejías, esa famosísima en la que está (¡guapííísimo!) con una mano en la cabeza y otra acariciando la frente del cadáver de Joselito. Y el pie de foto ponía: “Manolete yacente”. ¡Qué ignorancia! ¡Era Joselito, hombre de Dios! ¡José Gómez Ortega, El Gallo!
Como casi siempre, López habla de primera mano. Joselito fue el primero de los dos amores que tuvo su hermana. Fue un romance juvenil, platónico: casi no llegó a eso, pero Encarna sufrió mucho. Joselito El Gallo, o El Divino, hijo de la eminente bailaora Gabriela Ortega y del torero Fernando Gómez, fue el mejor matador de su tiempo. Con permiso de Juan Belmonte.
“Él y Encarna se veían siempre en las ferias. Pamplona, Bilbao, Valencia… Pero también en las temporadas americanas”, recuerda López. “Joselito era muy tímido, pero a una mujer no se le escapa si a un hombre le gustas. Encarna era muy joven, y creo que tuvieron una buena amistad, pero amores no. Él estaba loco por ella pero no se declaró. Durante un viaje a México, se dio cuenta de que tener un amor con Encarna y con mi padre al lado no podía ser. Vio que había que ir a por uvas, pedir la mano. Y desde América escribió una carta a mi padre. “Don Félix, tenemos que hablar, tengo gran simpatía por Encarna, bla, bla. Y el pobre vuelve a España, va a Talavera y lo mata un toro. ¡Adiós ilusión!”.
El toro que mató a Joselito el 16 de mayo de 1920 se llamaba “Bailaor”. En aquella corrida toreaba también su cuñado y amigo de la infancia, Sánchez Mejías, el torero más valiente, más guapo y más intelectual de su época. Mientras Joselito era trasladado a la enfermería, Sánchez Mejías, que había sido también banderillero en su cuadrilla, mató a “Bailaor”. Después, solo pudo velar el cadáver de su maestro y padrino de alternativa.
Varios años después, también en México, estalló el amor entre La Argentinita e Ignacio.
Fue un amor loco y polémico, casi tanto como el que unió a Rafael El Gallo (hermano de Joselito) con Pastora Imperio, pero más tortuoso: Ignacio estaba casado desde 1915 y tenía dos hijos con Lola, la hermana de los Gallos, aunque la pareja estaba ya totalmente rota.
“Aquel sí fue un gran amor. Ahora Ignacio se hubiera divorciado, pero entonces no se podía. Era un hombre que no tenía nada que ver con su mujer, ni en gustos ni en nada. Lola era una gitana guapa sin otra cosa. Él se enamoró mucho de Encarna y la fatalidad fue esa: que estaba casado”.
La pareja arrasaba con su belleza y su arte. Y por supuesto fue pasto de las habladurías. Aunque el torero y magnate sevillano tenía habitación fija en el Hotel Palace, todo Madrid sabía que vivía con Encarna. Los dos eran ultramodernos y muy inteligentes. Encarna fue la musa del pequeño sector flamenco de la Generación del 98 (con Valle a la cabeza) y heroína del Grupo del 27 casi sin excepción. Sánchez Mejías, aparte de financiar el viaje a Sevilla de los poetas señoritos para celebrar el homenaje a Góngora, fue el modelo de valor, talento y generosidad que fascinó a aquellos señoritos ilustrados.
Carlos Morla Lynch, el diplomático chileno amigo de Lorca y Pablo Neruda, lo describió así en sus Diarios (1928-1936):
Es un macho espléndido, una curiosa mezcla de hombría violenta y charme casi femenina; es brusco, quizá un poco duro, pero al mismo tiempo también tierno y fino.
Ignacio y Encarna vivieron una década de amor y trabajo incansable plenamente compartido con Lorca. Ella conoció al poeta en 1919, cuando éste acababa de llegar a Madrid, y enseguida la amistad fraguó en actividad. En marzo de 1920, La Argentinita participó en el estreno del poeta como dramaturgo con El maleficio de la mariposa, título que anticipó un fracaso estrepitoso (a pesar de que la joven estrella, de 22 años, bailaba La Mariposa); eso ayudó a hacer indestructible la relación: desde entonces Lorca llamaría a Encarna “mi comadre”.
Cuando Encarna se enamoró de Ignacio, la pareja se convirtió con toda naturalidad en trío. Trabajando juntos, solos o de dos en dos, solo la muerte de Ignacio acabó con el equipo mágico.
En la primavera de 1931, Lorca y Encarna grabaron para La Voz de su Amo (“el del perrito”, decía ella) las diez canciones populares recogidas, adaptadas y tocadas al piano por el poeta. Los discos fueron un gran éxito, como contó Pedro Vaquero en el texto para el CD “La Argentinita, Duende y figura”, porque la cantante y bailarina “interpretó y escenificó esas canciones en muchos de sus espectáculos, lo que contribuyó decisivamente a su popularización”.
Un año antes, los tres habían coincidido en Nueva York. Las notas del periódico La prensa (que rescató Daniel Eisenberg, profesor de la Florida State University) contaban que el torero y la bailaora llegaron a Manhattan el 6 de febrero de 1930 a bordo del Îlle de France. Lorca estaba esperándoles en el muelle. Llevaba algunos meses conociendo las entrañas del monstruo y escribiendo 'Poeta en Nueva York'. La Argentinita llegó para actuar allí y en otros lugares de Estados Unidos bailando como estrella invitada en la International Revue de Lew Leslie. Según la noticia que publicó la revista Time el 21 de noviembre de 1938, la gira fue regular: el público “había creído de manera ignorante” que La Argentinita, llamándose así, “trataba de rentabilizar la reputación de La Argentina”.
El 10 de febrero, Lorca pronunció una conferencia taurina en el Instituto de las Españas de la Columbia University. Dijo, entre otras cosas:
Joselito fue inteligencia pura, sabiduría inmaculada. Belmonte, el iluminado, el hambriento desnudo de Triana, que cambia la alegría del sol por una verde y dramática luz de gas. Sánchez Mejías es la fe, la voluntad, el hombre, el héroe puro.
Diez días después, el propio poeta presentó la conferencia de Sánchez Mejías en el mismo local. Se tituló “El pase de la muerte”.
Dramaturgo y novelista (escribió Sinrazón para María Guerrero; Zaya, una obra taurina, y los dramas de éxito Ni más ni menos y Soledad), poeta ocasional y crítico durante una temporada de sus propias faenas (para denunciar a los cronistas “sobrecogedores”), Ignacio había sido polizón (a los 17 años se embarcó con un amigo rumbo a Nueva York, la policía los detuvo al tomarlos por anarquistas y su hermano Aurelio fue desde México a rescatarlos), actor de cine, jugador de polo, promotor de un aeropuerto en Sevilla que jamás se construyó, presidente del Betis y de la Cruz Roja…
Todo un personaje, lo más parecido de aquel tiempo a un millonario de Hollywood, pero además capaz de ir a Nueva York y decir cosas como ésta:
"Saber torear es saber vivir. En este mundo todos toreamos y el que no torea embiste”. “El público lo forman toros y toreros que están de vacaciones, pero que tienen su turno para bajar al ruedo".
O ésta:
"Los nuevos sentimentales son a la sensibilidad lo que el nuevo rico a la fortuna. La educación artística de una raza no se improvisa, es cuestión de siglos. Por eso España, país de ancestral sensibilidad artística, presencia las corridas de toros sin dar a la sangre más importancia de la que tiene. España, Roma y Grecia, cuando van a la plaza, al circo o al Olimpo, enseñan en la puerta el certificado de educación artística".
Sánchez Mejías se había retirado del toreo en 1927. En 1934 reapareció para encontrar la gloria y la muerte. El toro “Granadino” (paisano de Lorca) lo empitonó en Manzanares (Ciudad Real) el 11 de agosto. Ignacio murió en Madrid dos días después, tras una agonía feroz. Fue una muerte desproporcionada, que inspiró elegías a varios poetas.
Alberti, que llegó a hacer el paseíllo con la cuadrilla de Ignacio y ya había tenido que escribir la elegía de Joselito, se enteró de la noticia en Odessa, junto al mar Negro, horas antes de tomar un barco, cuando estaba de visita en la Unión Soviética como delegado español para el Congreso de Escritores. Allí escribió “Verte y no verte”:
Por el mar Negro un barco
va a Rumanía.
Por caminos sin agua
va tu agonía.
Verte y no verte
Yo, lejos navegando,
tú, por la muerte.
(…)
Verónicas, faroles,
Velas y alas.
Yo en el mar, cuando el viento
las apagaba.
Yo, de viaje.
Tú, dándole a la muerte
Tu último traje.
Miguel Hernández, buen aficionado al flamenco y al toro, dedicó a Ignacio una obra de teatro (El torero más valiente) y otra elegía (CITACIÓN-fatal) que ABC rechazó publicar el 21 de agosto:
Quisiera yo, Mejías,
a quien el hueso y cuerno
han hecho estatua, callado, paz, eterno,
esperar y mirar, cual tú solías
a la muerte: ¡de cara!
Con un valor que era un temor interno
de que no te matara
Esa muerte buscada dio vida también al poema más leído de Lorca, “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, que el poeta leyó por primera vez, tras siete meses de escritura, la noche del 12 de marzo de 1935, en el Español, con motivo del homenaje que le dedicó la compañía de Margarita Xirgu por la función número cien de Yerma.
Por supuesto, Lorca dedicó el poema, dividido en cuatro partes, a su “comadre”:
A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
Aunque a Pilar López no le gusta recordar aquelo, el romance entre Encarna e Ignacio había sufrido antes de acabar un golpe imprevisto: él se enamoró de la hispanista francesa Marcelle Auclair tras conocerla en casa de Jorge Guillén. Auclair definió así a Ignacio: “No era seductor; era la seducción misma”. Al enterarse, Lorca pensó que La Argentinita los mataba.
“Matarlos no”, dice doña Pilar. “Encarna era una mujer muy entera, no era de crimen pasional. Cuando murió Ignacio, seguía enamorada. Solo quería marcharse de España… Ella ya había hecho su revolución aquí”.
La ironía se refiere a la revolución que supuso, por ejemplo, el espectáculo Las Calles de Cádiz, que estrenó en el Teatro Español de Madrid en 1933 y luego rodó por España antes de triunfar en París. La función era una recreación vanguardista de la vida flamenca de la Tacita de Plata. Una superproducción castiza: baile estilizado, cante jondo, textos modernistas, canciones, música en directo. Lo concibió, escribió, dirigió, pagó y produjo Sánchez Mejías, que congregó en torno a La Argentinita a una suma irrepetible de talentos: la música de Lorca (Los Pelegrinitos, Anda jaleo, El café de Chinitas…) y de Falla; coreografía, baile y cante de Encarna y Pilar; figurines de Santiago Ontañón; y el arte de flamencos como La Malena, La Macarrona o el cantaor Ignacio Espeleta, aquel que cuando Lorca le preguntó en qué trabajaba, respondió: ¿Y yo cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?
El caso es que Pilar López vivió toda esa época, la protagonizó, la lloró, la gozó y la rió, y ahora se indigna con estos periodistas que, dice, “tienen muy poca vergüenza y mucha caradura”.
Dicho esto, López recuerda bien por qué La Argentinita decidió irse de España cuando murió Ignacio.
Estaba destrozada. Así que llamó a su amiga la actriz Lola Membrives, porque su marido era el empresario del Teatro Colón de Buenos Aires, y le pidió que la llevara a hacer unos recitales allí. Cuando decidió irse me dijo que qué quería hacer yo. Yo tenía novio y había actuado con ella en “Las calles de Cádiz”, un éxito fenomenal, muy buenas críticas. Pero se muere Ignacio y ella me dice: ‘Yo me voy. ¿Tú qué quieres hacer?’. Sabía que estaba ilusionada con Tomás, que había cogido velocidad porque había hecho sola algunos conciertos en el Teatro de la Comedia... Pero yo la adoraba, y la veía tan hecha polvo que le dije: “Me voy contigo donde tu vayas”.
La turné empezó por Argentina, recorrió todo el Pacífico y acabó en México: duró 14 meses.
Tomamos el barco de vuelta en junio de 1936. Al llegar, vimos Santander muy raro, muy cambiado, se masticaba algo... Llegamos a Madrid el 9 de julio. Para evitar problemas, Encarna fue a la Embajada argentina y el embajador le dio la bandera azul y blanca. La pusimos en la ventana de casa. Los amigos decían ‘esto dura una semana’, pero Encarna sabía que no”.
Para entonces, las tropas rebeldes ya habían fusilado en Víznar a su compadre.
“En julio Federico la llamó por teléfono para decirle que quería leerle su última obra, “La casa de Bernarda Alba”. Vino a casa y nos la leyó. Encarna estaba entusiasmada. Pero ya no le vimos más… Cuando las cosas se pusieron feas de verdad, y empezó a haber hambre, sería septiembre u octubre, mi hermana escribió a un mánager de Orán (Argelia) para pedirle que nos arreglara una actuación, cogimos cuatro trajes y nos fuimos otra vez.
En Alicante esperamos varios días para coger el barco. Un día, en el puerto, los milicianos estaban mirando en nuestros baúles, eran muy simpáticos y empezaron a sacar los trajes para verlos, y algunas fotos para que se las firmara Encarna. Había un tío muy raro en una esquina, que no hacía más que mirar, era como de película, muy teatral. Y de repente se acercó y le dice: “¿A que no pone usted ‘viva la revolución?’. Y Encarna le contestó: ‘No, voy a poner ‘viva el baile’, que es de lo que entiendo.
Las hermanas pasaron un par de meses en Orán...
La guerra seguía y ya no había forma de volver. Así que nos fuimos primero a Casablanca y luego a París. Allí me casé con Tomás y actuamos unos días en la Sala Pleyel.
También en la Ópera Cómica. Lo contó el guitarrista Ramón Montoya en una entrevista con el diario La Nación de Buenos Aires, recién llegado en barco desde Europa, en mayo de 1937:
"He dado varios recitales de música flamenca en la sala Pleyel, de París, y dos en la Opera Cómica, acompañando a Encarnación López, La Argentinita, que obtuvo un éxito extraordinario. ¡Cómo baila vuestra compatriota!, decía el gitano madrileño. Para mí es la artista más completa que ha conocido España entre las bailaoras, con el agregado de que hasta cantando con esa voz chiquitina que tiene lo hace en forma primorosa. Es el suyo arte puro, de primera calidad, y que el público de París, como antes el de España, supo valorar en su verdadera expresión”.
Pilar retoma el relato
En la sala Pleyel nos vio Sol Hurok, un productor judío de Nueva York. Nos pidió una audición, la hicimos, le pareció bien, y nos firmó un contrató de tres meses con derecho a prórroga por una temporada más. Nos tiramos allí seis años.
Hurok (1888–1974) fue un celebérrimo productor de danza, música, teatro y variedades. Era judío de origen ruso, y su olfato para detectar joyas le valió ser conocido como “The Impresario” o el “Barnum del baile”. Había emigrado a Estados Unidos en 1906, y fue taxista, limpia botellas y vendedor en un almacén antes de convertirse en manager de 4.000 artistas y compañías, entre otros la Pavlova, Marian Anderson, Carmen Amaya, Vicente Escudero, la Comédie Française, the Royal Ballet, Andrés Segovia, Jean-Louis Barrault, Victoria de los Ángeles o, ya en su última época, Paco de Lucía.
Hombre rápido y decidido (se dice que no necesitaba ver actuar a los artistas para saber si tendrían éxito), Hurok fue autor de frases legendarias. Una: “Si yo estuviera en este negocio por el negocio, no estaría en este negocio”. Dos: “Si no tienen temperamento, no los quiero. La naturaleza de los grandes artistas es ser así”. Tres: “El cielo es el límite si tienes un techo sobre la cabeza”; y cuatro (quizá la mejor): “Cuando la gente no quiere venir (al teatro), nada los detiene”. (“When people don't want to come, nothing will stop them”).
A principios de noviembre de 1938, las López sisters ya estaban en la Quinta Avenida. Hurok había movido los hilos para que la segunda visita de Encarna a la ciudad tuviera la repercusión que no tuvo la primera. Y esta vez las cosas estaban siendo diferentes. No solo por los neoyorquinos, también por los españoles que habían llegado allí huyendo de la guerra, según decía Time el 21 de noviembre
La semana pasada, la bailarina Argentinita hizo un nuevo intento en el Teatro Mejestic de Manhattan. Esta vez, los manhattanitas, finalmente conscientes de quién era, abarrotaron el teatro, ovacionaron y gritaron, se quebraron con su toque de castañuelas (…) y con su zapateado (…). Aunque La Argentinita es conocida como una ardiente republicana española, los españoles de Manhattan firmaron el alto el fuego por una noche. Rebeldes y lealistas se unieron para darle un gran abrazo”.
Desde esa noche, Nueva York fueron noches de vino y rosas, dolor de España y nostalgia de Ignacio, amistad de Carmen Amaya, Dalí y el Marqués de Cuevas. Y, enseguida, la tristeza sin cura posible de Indalecio Prieto y tantos exiliados republicanos.
En 1943, Pilar y Encarna estrenan en el Metropolitan Opera House El Café de Chinitas. Luego bailan por todo el país, actúan con las orquestas de Filadelfia, Boston, Chicago, San Francisco, ganan premios y reputación de artistas únicas. En Washington bailan sobre un escenario flotante ante 10.000 personas que asisten al recital en barcas.
En ese periodo, Encarna cambió de pareja de baile dos veces: primero sustituyó a Antonio de Triana por Federico Rey, y en 1942 reemplazó a éste por el elegantísimo actor y bailarín italiano José Greco (padre de Lola Greco), y contrató al mexicano Manolo Vargas.
Solo dos años más tarde, la bailaora cae gravemente enferma. Su última actuación fue en el Metropolitan, interpretando ‘Capricho Español’, el 28 de mayo de 1945. Un día de verano, las hermanas visitan la casa de campo del oftalmólogo Castroviejo, a las afueras de Nueva York. Encarna baila en bañador. Pero se siente mal, es ingresada en un hospital. Y muere el 24 de septiembre.
Time publicó una escueta nota necrológica el 8 de octubre. “Tras ser operada dos veces y recibir 17 transfusiones de sangre, ha muerto en Nueva York Encarnacióin López Júlvez. Su brillante baile de pies, su mímica y su toque de castañuelas le valieron los elogios de la crítica y el público”.
La Argentinita tenía 47 años. Pilar López volvió a casa con sus restos el 22 de diciembre. La enterró en Madrid y dejó de bailar durante un año.
Después, animada por Edgar Neville y su mujer, Conchita Montes, montó El Ballet Español de Pilar López. Recuperó a algunos bailarines de la compañía de Encarna (Ortega, Vargas y Greco), y contrató a otros: Pastora Imperio, Alejandro Vega, Roberto Ximénez, Alberto Lorca... Como guitarristas, su viejo amigo Ramón Montoya, Luis Maravilla y el Niño Pérez. La función combinaba coreografías suyas con otras de su hermana. El 10 de junio de 1946, se presentó en el Teatro Fontalba de Madrid.
El éxito fue memorable.
En el preludio, hubo una ovación cerrada en homenaje a La Argentinita.
Al final, la gente tiró sombreros y chaquetas al escenario para mostrar su entusiasmo.
Entre 1946 y 1973, Pilar López Júlvez bailó por todo el planeta, no dejó de descubrir talentos donde nadie veía nada y enseñó arte y ética a varias generaciones de artistas.
Fragmentos y fotos extraídos del libro La voz de los flamencos (Siruela, 2008).
Es una tarde lluviosa de 2006, y doña Pilar López no tiene ningunas ganas de ser entrevistada.
Es que estos periodistas de ahora te ponen nerviosa [truena al teléfono]. Un poco de documentación, por favor, que vayan a aprender un poco. O si no, que se vayan al carajo.
...Autor >
Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
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