Milicianas españolas haciendo un descanso en los combates, en el verano de 1936.
Bundesarchiv BildEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Se han cumplido cuarenta años de la muerte de Franco. Es buen momento (cierto que quizá tan bueno como cualquier otro) para hacernos esta pregunta: ¿A cuántos relatos sobre nuestro pasado reciente hemos estado expuestas en el curso de nuestras vidas?
En mi condición de nieta y bisnieta de la guerra e hija de la transición, a unos cuantos. El primer relato que recibí sobre la guerra me llegó de mi familia materna, de republicanos que fueron represaliados y humillados. En concreto, quien me contó la guerra fue una mujer: mi abuela, que sobre el franquismo sin embargo no me dijo prácticamente cosa alguna. Creo que este silencio de mi abuela es la manifestación de una aceptación. Aceptación en su caso no es connivencia puesto que continuó hablando (y denunciando ante su entorno más cercano) lo sucedido cuando la guerra. De hecho todos sus hijos fueron simpatizantes y militantes de la izquierda. Ese silencio, esa aceptación (que vienen motivados por un mandato de su padre) es un lapsus memoriae de mi abuela la cronista, y es también parte de un acervo de conocimiento que me trasladó. Mi abuela, inadvertidamente, me obligó a hacerme cargo de un “vacio” de información, de una rotura del hilo (o la madeja) de su recuerdo. En psicoanálisis dirían que se trató de un “acto fallido”, raro, por sostenido en el tiempo. Es quizá más la represión del recuerdo de lo vivido lo que ese silencio expresa. Un trauma. Lo real como inadmisible, indecible.
La madeja. Mi abuela contaba la guerra como una sucesión de episodios de su vida, de niña, que culminaban en la detención de mi bisabuelo y su condena, por republicano, a cuatro años de prisión regular más un último que cumplió en un zulo construido en la plaza del ayuntamiento de mi pueblo, en Ballesteros de Calatrava, provincia de Ciudad Real. Yo me crié en la casa de mi abuela, y en ella vivía la mitad del año mi bisabuelo el republicano. Juan Ramón nunca nos habló del pasado, pero en las primeras elecciones generales -que yo recuerdo-, votó con mucho entusiasmo al Partido Comunista (aunque él era socialista) porque un tío mío iba en las listas del PCE. Juan Ramón siempre dijo que durante mucho tiempo de política había sido mejor no hablar. He aquí el mandato impuesto sobre su hija, y que mi abuela cumplió parcialmente. Cuando le he preguntado por qué no me habló nunca del franquismo siempre me ha contestado que porque esto es pasado y el pasado mejor dejarlo estar donde corresponde.
-Pero de la guerra sí hablas; la he conminado muchas veces.
- Es que de eso hay más cosas que contar; me ha respondido.
Se aprecia el acto fallido, se intuye el trauma. Mi abuela esquiva la pregunta como quien buscar parar el balón lanzado con el cristal de la ventana.
Como otros hijos de la transición procedo de una familia humilde y como otros hijos de la transición en mis mismas circunstancias tuve la oportunidad de cursar estudios superiores. Decidí estudiar Ciencias Políticas.
En la facultad de Ciencias Políticas, en las asignaturas de historia, no se hablaba del pasado reciente de España. En el plan de estudios del 75, la asignatura de “historia de primero” (como decíamos entonces los estudiantes) comenzaba por los Reyes Católicos. Hay que suponer que se partía de la construcción del Estado moderno y posiblemente (aunque esto no lo recuerdo con tanta precisión) del surgimiento de España a la Historia (repárese en que ambas van con mayúscula) y terminaba no mucho más tarde del siglo XIX. La asignatura de “historia de primero” acusaba, como mi abuela, un lapsus memoriae, justificado siempre en el “no hay tiempo para cubrir el programa completo de la asignatura”. Bien podría haberse comenzado más tarde en el programa o haber reducido la extensión de los temas. Es obvio que había soluciones para esa situación y si no se arbitraban (y no se arbitraban de forma sistemática) debía haber un porqué. ¿De dónde procedía el mandato de prescindir del siglo XX en la enseñanza de la asignatura de “historia de primero”?
No era necesario explicar esos “temas” porque en realidad la ciencia política que se enseñaba entonces de lo que hablaba era del siglo XX. Era un poco una historia del tiempo presente pero con marcos interpretativos (profundamente normativos) de la ciencia política (especialmente norteamericana) adaptados al suelo patrio. En definitiva, para hablar de la dictadura o de la transición ya estaban las asignaturas de Ciencia Política. He aquí el mandato. Pero este mandato técnico trabaja al servicio de un mandato ideológico y político. No puede ser de otra manera, porque no por casualidad lo que me enseñaron en la facultad de Ciencias Políticas sobre nuestro pasado reciente sintonizaba bien con las percepciones que, de forma generalizada, parecían latir en el imaginario colectivo de la sociedad española.
1) Que la guerra civil fue un conflicto fratricida en el que los dos bandos contendientes cometieron terribles atrocidades.
2) Que el régimen franquista fue una dictadura autoritaria.
3) Que la transición española fue modélica.
Yo me licencié a mediados de los años noventa. Y creo que por entonces este tipo de interpretaciones eran puestas únicamente en solfa por grupos o individuos que tenían poca capacidad para difundir visiones contrahegemónicas o críticas. Me temo que durante demasiado tiempo la sociedad española también anduvo sufriendo un lapsus memoriae… Durante mucho tiempo, pero no de forma indefinida. Como ha explicado Espinosa Maestre en el reciente Lucha de Historias, lucha de memorias, hay tres fases: la de instauración de política del olvido (1977-81), la de suspensión de la memoria (1982-1996) y, finalmente, la de resurgimiento (1996-2003). ¿De dónde procede el mandato en favor del olvido? De un consenso fraguado en la transición que tiene su antecedente remoto en los pactos por el olvido de los años 40, al poco de terminar la guerra. ¿Cuándo y cómo quiebra ese consenso? Cuando el movimiento memorialista obliga a abrir el melón de la historia, que es algo que se va preparando en la segunda mitad de la década de los noventa y se asienta claramente a partir de los años 2000.
No mucho después de aprobarse la Ley de la memoria Histórica, comenzamos a hablar del mito de la transición y de la necesidad de revisar la historia de lo que renombramos como régimen del 78. Bien, estamos desmontando el mito de la transición, discutiendo sobre el momento supuestamente fundacional de nuestra democracia y, simultáneamente, seguimos debatiendo más o menos agriamente sobre el golpe de estado del 36, sobre la guerra civil, sobre la dictadura franquista. Pero las tintas se están cargando mucho en la importancia política de desmontar el mito de la transición, y quizá los demás debates a los que me refiero están teniendo lugar en un plano en el que no terminan de afectar a la política. Mucha novela histórica de baja calidad; muchas series de televisión ambientadas en la guerra y en la posguerra (con la misma baja calidad histórica y pedagógica); muchas ediciones y reediciones de autores revisionistas; muchos intentos perversamente ingenuos por clausurar el pasado; muchas polémica historiográfica de altura... Muchas historias, relatos, narrativas que ni siquiera compiten por imponerse, sino que parecen buscar su acomodo en un espacio que no es tanto el del debato público cuanto el del mercado.
Las contradicciones se resuelven en la lógica comercial que suele justificar toda esta producción. Es decir, parece que hay una necesidad de consumir productos históricos sobre la guerra civil y el franquismo pero que estos productos circulan al margen del debate político y no terminan de afectarlo en un sentido positivo.
Por otro lado, el debate político está muy apegado al cuestionamiento del régimen del 78 en este momento y, sin embargo, cualquiera puede observar problemas en la democracia española que van más allá de los que identificamos como vinculados al régimen del 78. La ausencia de interés o el abandono consciente e intencionado de cualquier posibilidad de diálogo con los activistas de la memoria por parte de los historiadores académicos sin duda ha generado ese vacío extraño del que actores movidos por intereses estrictamente comerciales sacan provecho. El pasado resuena y es objeto de venta, pero no interfiere la esfera pública. El debate en torno al pasado anterior al consenso del 78 no contribuye a construir esfera pública; solo deja beneficios comerciales.
Al margen de los problemas de los que oímos hablar tanto estos días (bipartidismo, oligarquización del poder, insuficiencias del marco constitucional, etc. ) hay en efecto otros que explican de una manera profunda la baja calidad de la democracia en un país cuya sociedad se autopercibe, sin fisuras ni dudas aparentes al respecto, desde hace más de treinta años, como muy demócrata. No se trata de buscar los problemas de nuestra democracia presente en pasados más remotos, sino de quizá entender que el régimen 78 puede ser un mito fundante de esta democracia inmanentista (que se justifica sobre un lapsus memoriae) y que reiterando su importancia incidimos en el inmanentismo de la democracia y no contribuimos demasiado a historizarla, a trazar su genealogía histórica y quizá desvelar sus limitaciones.
¿Por qué digo esto? Pues por ejemplo porque hay un CIS atípico, por único (se hizo una sola vez y ya nunca se volvió a repetir) de abril de 2008, que lleva por título Memorias de la Guerra Civil y del Franquismo. El CIS del 2008 se parece a mi abuela. Recuerda mucho la guerra civil y poca cosa del franquismo. Muestra que la sociedad española otorga, como dije, enorme importancia a la transición democrática. Esta importancia en cuanto a intensidad del recuerdo, contrasta con la que se le atribuye a la dictadura, que es muy baja comparada incluso con la guerra civil. La sensación que deja una lectura atenta de este CIS es que la sociedad española percibía de forma mayoritaria que había algo que no estaba muy bien y que era necesario sustituirlo por otra cosa, aunque más allá de eso la democracia parece tener valor por sí misma. Digamos que la referencia con la que se mide su importancia no es tanto lo que la antecedió o la situación que sirvió para superar (de la que la sociedad española parece no guardar recuerdo), cuanto el valor en sí de este sistema político. La democracia conecta en el imaginario colectivo con un lapsus memoriae, con un “acto fallido”. Se asienta subsidiariamente en el mito de la transición pero se sostiene sobre el olvido de la dictadura. ¿Sobre el trauma?
Ésta es la democracia que tenemos, y otra cosa distinta sería aquella a la que aspiramos y que no podremos comenzar a construir (esto es mucho más que reformar la constitución o regenerar las instituciones) hasta que no la desenmascaremos elaborando un recuerdo colectivo de nuestro pasado que la mayor parte de la sociedad española pueda reconocer como propio.
Se han cumplido cuarenta años de la muerte de Franco. Es buen momento (cierto que quizá tan bueno como cualquier otro) para hacernos esta pregunta: ¿A cuántos relatos sobre nuestro pasado reciente hemos estado expuestas en el curso de nuestras vidas?
En mi condición de nieta y bisnieta de la guerra e hija de...
Autor >
Noelia Adánez
Del colectivo Contratiempo. Historia y memoria. Universidad del Barrio.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí