EVIDENCIAS
Azul de lontananza (improvisación sobre una foto de Toni Kuhn)
Alain-Paul Mallard 21/12/2015
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En lo alto de una sólida fortaleza veneciana del Peloponeso (al poco de construida se la disputaron, sin escatimar pringas de sangre, Griegos y Turcos) un resquicio de escarpadísimo y quebrado acceso esconde un vértice secreto del Cosmos: una ventana hacia la Nada.
Se trata de una arista cósmica tan imposible como él atroz y sublime punto de fuga de todas las cosas y los seres que antaño estuvo bajo la escalera al sótano en una casona bonaerense demolida por el exitoso afán de expansión de una confitería. Del Aleph es, de hecho, la contraparte y respuesta, la negación, el contrario: si en aquél se daba cita el Universo entero, concentrándolo todo en un punto inmóvil, en la ventana occidental de Palamidi lo que existe es la inexistencia misma.
De la natural curiosidad humana la protegió durante tres siglos otra condición natural de nuestra especie: la pereza. Acceder a la ventana demanda el fatigoso ascenso del promontorio al fuerte —novecientos noventa y siete escalones desiguales y chimuelos. Encima hay que rodear la fortaleza trepando por un trecho de monte y escalar un par de murallas ruinosos hasta alcanzar, a cielo abierto, un embudo de piedra.
Al final aparece la ventana.
Una ventana que da a ninguna parte, un marco pétreo en el que —entiéndase esto en su más procaz literalidad— asoma el vacío.
Donde en toda lógica el rectángulo en la piedra debería enmarcar un horizonte y morosos cumulus mediocris sobre el manso oleaje del golfo argólico, lo que aparece en la ventana es un luminoso abismo azul, entre el cerúleo y el robin egg blue. El color (como ocurre con el cielo) existe ahí en estado puro, sin estar asociado a la materia.
Al vacío azul no se le distingue extensión o límite. No parece presentar accidente alguno. El sonido muere casi de inmediato: como ocurre en el espacio exterior, nada lo transporta. Y es curioso, pero donde uno apostado a la ventana pensaría que grita hacia un afuera, uno siente —dicen quienes lo han hecho— gritar hacia un adentro.
Se cuenta en Nauplia que hacia 1915 un joven poeta cretense —veintitrés breves primaveras— anunció en una taberna su resolución de arrojarse al cerúleo abismo. Envalentonado por dos vasos de aguardiente emprendió el ascenso al fuerte de Palamidi. No se supo más de él.
Al acercarse uno en barca, por mar, hacia el imponente peñasco, se divisa la ventana, inocente y banal, en lo más alto del alcázar. El escritor y alpinista florentino Fosco Maraini desafió con piolas y mosquetones la pared occidental de la fortaleza y, sin mayor contratiempo, entró por la ventana desde el exterior. Sólo entonces se volvió y miró el vacío:
“¿Dónde es adentro?, ¿dónde afuera?” —se pregunta Maraini en una pasmosa página inédita— “¿Es el vacío de Palamidi ante el universo conocido como un guante azul vuelto sobre sí mismo? ¿Cómo saberlo?”.
Hay quien afirma que a veces parece soplar desde adentro ¿o desde afuera? una levísima brisa perfumada. Y presto se levanta, en la taberna de enfrente, quien rebate al primero.
No hace mucho, en el más gran sigilo (sin siquiera prevenir a la OTAN) generales de las fuerzas armadas griegas, relucientes de insignias, contactaron sumando dos más dos a un célebre físico teórico para que viniera a asomarse al agujero azul. Es él quien mejor comprende las singularidades gravitacionales del Universo, quien mejor entiende en la Tierra a los caprichosos hoyos negros, a la imponderable antimateria.
Hábilmente, la visita se camufló como un crucero de placer por las islas griegas. El insigne físico teórico está aquejado de una esclerosis lateral amiotrófica que lo mantiene anclado en el mundo de las ideas. (Sí, se trata de ése). Cuatro forzudos de élite del cuerpo de paracaidistas cargaron en andas cuesta arriba la sofisticada silla de ruedas. Casi mil escalones, un trecho de monte, muros de flojas piedras. Bajaron al vapuleado científico, le aflojaron un poco las correas de velcro y lo sentaron a mirar tan desmedido azul de lontananza…
Allí se estuvo, quietecito, pensando un largo, largo rato.
Intimidados, perplejos, los militares lo observaron pensar. Fumaban en silencio, encendiendo el siguiente cigarrillo en la brasa del previo.
Después del largo, largo rato, el sabio pidió a los fortachones lo levantaran y suspendieran al borde del abismo. Los generales intercambiaron miradas de apuro. El del pecho más constelado alzó las insolentes cejas, los otros asintieron.
Ya sin las ruedas, sin electrónica, tubos, cables y motores, el célebre sabio pareció a los paracaidistas ligero como un pelele de trapo, inerme como un cervatillo herido.
Pidió con convulsos movimientos, pasado un par de minutos, que lo devolvieran a su silla, que de nuevo conectaran sus electrodos al sintetizador que le da el habla. Tal parece que pareció encogerse de hombros y que su voz artificial brotó del altavoz en robótico susurro: “Hay misterios que es mejor no mirar de frente”.
O se instalaban ahí radiotelescopios y medidores de éter y cronómetros atómicos y aceleradores de protones y… Etc.
O…
Los Generales interpretaron y atendieron el consejo del sabio a su manera: recién han mandado tapiar la ventana. (Sus primeras intenciones, nunca develadas, habían sido probar en el ‘agujero azul’ una remesa de misiles Stinger tierra-aire, comprada en Atlanta, en un remate).
En lo alto de una sólida fortaleza veneciana del Peloponeso (al poco de construida se la disputaron, sin escatimar pringas de sangre, Griegos y Turcos) un resquicio de escarpadísimo y quebrado acceso esconde un vértice secreto del Cosmos: una ventana hacia la Nada.
Se trata de una arista cósmica tan...
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Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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