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En la literatura y en la vida, la primera persona es la garantía de la credibilidad. El que dice “yo estaba allí”, “yo lo vi”, o “yo acuso” es incontestable. Aunque mienta. En primera persona se escribe la moral de la víctima, la única vigente en estos momentos convulsos. En primera persona se expresa el sentimiento intransferible, el amor o el sufrimiento, da igual. El rostro y el nombre son la primera persona.
La primera persona está siempre en construcción. No es estática, y por eso un patinazo puede mandarla a toriles. Con su prestigio incluido. Nadie es tan él mismo como cree. Tampoco yo soy la misma. Y no es objetivo el yo: es el sujeto puro. Pero sólo desde ahí se emite, se puede emitir, el discurso creíble. Ese discurso que el que lee o escucha siente como verdadero. Aunque sea ficción. Es decir, aunque sea literatura.
O no. Hace ya muchos años que Nathalie Sarraute, que tan bien supo leer todo el nouveau roman y todo el destrozo que el nazismo había hecho en la razón —vale decir, en el pensamiento de Occidente—, hablaba de “la era del recelo”, la era de la sospecha. Esos intelectuales de todo orden que en los cincuenta (del siglo pasado) se dieron cuenta de que no tenían suelo. Ahora que se abren los archivos de Vichy, se habrían dado cuenta de que ni suelo, ni techo, y las sospechas se habrían convertido en terribles certezas. Ella, Sarraute, que tan bien leyó a Camus (y a Dostoievski, por cierto), hablaba de ese yo del que el novelista, y hasta el cineasta (¿os acordáis de la cámara que se hace presente, presentísima, en la película?), no puede, ni debe, escapar. Es más: en rigor, no debería salir de él. De sus límites, de sus posibilidades cognitivas, de su imaginación, eso sí, expresa. ¿Cómo hablar de lo que piensa otro? Sólo el yo sabe lo que piensa él. Y a veces, ni siquiera. Recelo de la palabra, y, no digamos, de la realidad. Que en literatura, decía Cabrera Infante, siempre es “realidad”. Con comillas. Algo de lo que desconfiar.
No hay tanta contradicción: porque el refugio del discurso contra una realidad insegura es, precisamente, acudir a lo único creíble: la primera persona. Los tres libros de relatos de los que quiero hablar hoy hacen precisamente eso: contar desde el yo. Lo que yo veo, lo que yo vivo, lo que yo pienso. Y casi siempre, en primera persona.
El yo no es objetivo: es el sujeto puro. Pero sólo desde ahí se emite, se puede emitir, el discurso creíble
Signor Hoffman (Libros del Asteroide), de Eduardo Halfon, podría ser una colección de reportajes, y a lo mejor lo es. Serían unos viajes un poco a la manera del Tom Wolfe joven y sureño, donde los paisajes y los personajes, que por el rubro “relatos” podrían y deberían ser ficticios, tienen tanta pinta de reales. Esos cafeteros guatemaltecos, o esa dama polaca que conoce hasta la última esquina de lo que fue el gueto, sólo por ponerles un par de anzuelos al ánimo lector, podrían figurar como sujetos de reportaje en la Interview de Warhol. Igual que en el “nuevo periodismo”, se cuenta lo que se ve, lo que se oye, y se expresa como tal.
Yo, el propio señor Halfon, entra en el relato con nombres y apellidos, lo que le distancia por un lado pero le convierte en personaje, y aquí la literatura propiamente dicha, con sus obsesiones –el tabaco, por ejemplo, pero también el nombre, la importancia y la versatilidad del propio nombre, sea Halfon o Hoffman--, sus ideas fijas e identitarias —el judaísmo, pero también lo que sea ser guatemalteco— o sus leitmotivs, como ese coche antiguo y prestado para revisitar una Guatemala natal, que le resulta tan exótica como apasionante. Y a nosotros. O las rarezas: ese impensable abrigo rosa con el que recorre, cosa de aviones y equipajes, la Polonia de sus abuelos. Eduardo Halfon, que por cierto ni fuma, ni lo veo yo con un abrigo rosa de segunda mano, acaba de recibir en Francia el prestigioso premio Roger Caillois para la literatura latinoamericana.
Una voz para la posmodernidad
También Guido Finzi entra en sus relatos con su nombre. En Rumbo Sur (ACVF Editorial, ahora en papel pero antes online), su primer libro, traza un mapa de Buenos Aires como sólo puede hacerse desde la nostalgia del exilio. Son los suyos unos cuentos urbanos y nocheros —y me da igual si a veces son de día: esos cafés, esas librerías, esa precisión de las calles, las esquinas y las arquitecturas—. Una especial tensión se da entre esa geografía voluntaria, que necesita la memoria, y que yo diría que convierte la ciudad en la verdadera protagonista del libro, y el carácter interior de sus historias. Que son de soledad, de desamor muchas veces, de leve alcohol, y en las que pueden entrar el humor y el misterio.
Lo misterioso, que consigue una nueva tensión con el yo propio, que lo vuelve creíble: pienso en ese personaje fantasmal que comparte con Guido unas grappas en un cafetín porteño, O en tantas mujeres fugaces, con nombres que parecerían repetirlas, y que son otras. Pero ya desde las primeras líneas lo sabremos: este libro nos cuenta, además de la construcción mítica de la ciudad, la construcción del propio escritor. Ese personaje vocacional y perseguidor de sombras que es, cuando y porque escribe, Guido Finzi.
La primera persona no es nueva. Pero es la que da voz a los pícaros, la que escribe desde fuera de la autoridad. La que cuenta la lucha por la vida y la falta de certezas
En No todo va a ser sexo (Huerga & Fierro Editores), el primer libro de Julio Teruel, el yo de la primera persona que narra se confunde también con el del propio autor, pero no siempre. Porque muchas veces se pone en el lugar del sujeto de las pequeñas o terribles historias que nos rodean. ¿Ustedes no han jugado nunca a imaginar qué le pasa a ese personaje desconocido, que toma su café dos mesas más allá, o que finge leer enfrente, en el metro? Pues da indicios. “Cada persona que te cruzas está librando una batalla”, fue casi viral hace poco tiempo: este es el espíritu. Y el yo se disfraza del otro, se convierte en el otro porque se mete dentro. Y pilla la batalla.
Claro que, casi siempre, un yo sin maquillar se analiza con crueldad, con humor y con ironía. Son historias de momentos, de situaciones concretas, y que tienen que ver con el amor, con las relaciones y los logros y las torpezas, y las dudas, y, por supuesto, con el sexo. Que aunque no sea todo, es mucho. Sarcástico y agudo, pero ferozmente tierno, Teruel mira la cotidianidad con un lenguaje rico, ostensiblemente moderno, elegantemente desinhibido. Un placer leer a este joven escritor, que se ha fogueado en los blogs y en los guiones para series de Internet (¿recuerdan aquella, tan divertida, Are You App?) y que dará qué hablar.
No es que la primera persona narrativa sea nueva en la literatura, qué va. Pero ha sido la que ha dado voz a los pícaros, desde el Lazarillo a Moll Flanders, la que escribe desde fuera de la autoridad. La que cuenta la lucha por la vida, y la falta de certezas. Por eso hizo furor en la modernidad. Por eso es la voz que conviene a esta convulsa, incierta y crítica posmodernidad. Por eso me atrevo a recomendar estos tres libros, tan distintos entre sí, para este 2016 que empieza ya.
En la literatura y en la vida, la primera persona es la garantía de la credibilidad. El que dice “yo estaba allí”, “yo lo vi”, o “yo acuso” es incontestable. Aunque mienta. En primera persona se escribe la moral de la víctima, la única vigente en estos momentos convulsos. En primera persona se expresa el...
Autor >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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