El poeta Carlos Oroza.
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“Que nadie se lamente de llevar una vida gris y sin grandes emociones, que espere un poco porque todos llegamos al Far West, donde silban las balas. Si no eres tú se ha muerto el de al lado. Silban las balas. Cumplir años se convierte en una cosa realmente emocionante. Y es para todos”. Eso dice Iñaki Uriarte en una reciente entrevista que firma Javier Villuendas. Bueno, algunas llevamos ya un rato en ese Lejano Oeste, y las vastas praderas se van quedando cada vez más vacías: cada vez, que diría mi amigo Ángel Harguindey, disparan más cerca.
Lo de cerca no es sólo una cuestión generacional. También cuando caen los maestros, como Carlos Oroza, se nos vacía el mundo. Tenía 92 años este gallego peculiar, pero como dijo Stevenson –y cito a Fernando Savater-- todos los hombres mueren jóvenes. Y Oroza más. Era un poco nuestro Allen Ginsberg, un poeta oral, un poeta de recitales más que de libros, aunque publicó algunos (en 2012 la Editorial Elvira lanzó su Poesía Completa), que más que vivir la bohemia era la bohemia misma. A ver: pobre. De dinero, digo. Flaco, parecido a las fotos de César Vallejo. Llevaba los poemas escritos a mano, pero lo que le gustaba era decirlos. No tenía ningún interés en hacer libros. Vivía, en Madrid hasta los setentas, a salto de mata. El Café Gijón y el Café Lion. Pero marcó una línea ética, sí, ética, de entendimiento de la poesía. La suya estaba entre los beat y Dadá, y por ahí, poesía de acción, de intervención. Poética. Para iluminar el mundo.
Hoy sería imposible el tipo de vida que llevó en Madrid Carlos Oroza, porque falta ese ambiente de café que se había arrastrado, medio resistente, desde las vanguardias hasta el final del franquismo. Pero es muy posible que exista otro: pienso en ese nuevo teatro en la calle, que con un corte político y denunciante, a la manera del teatro de fábrica y de plaza de los sesenta, se puede una encontrar estos días en los barrios de Madrid. Porque no necesitan gran cosa: un apunte de “disfraz” para señalar que son teatro, una esquina, y a veces, la caja abierta de un viejo camión con el que arrancan del cruce de calles en cuanto llega la autoridad. Estos, supongo, serán más de birra y vale, y no de café con leche y vale, como Oroza. Pero hacen un teatro político que supongo que viene (y va) del 15M, igual que la poesía de Oroza tenía un lado vallejiano de intervención y deseos de libertad.
Oroza y los cómicos callejeros tienen en común su marginalidad. Están al margen de sus respectivas “industrias”, la editorial y la del espectáculo. Ahora tenemos que defender las dos, porque están maltrechas por la crisis y por las políticas del PP, pero sin engañarnos. La crisis es selectiva, y aunque sólo se libra una minoría, y las gentes de la cultura arrumbadas a los márgenes son cada vez más, la moral del éxito, que en estos campos se mide por la chequera y la popularidad, en cantidades variables, se ocupa de llenarnos de frustración, y a veces, de rabia. Más que nada, por lo de la chequera.
Iñaki Uriarte, que siempre escribió como los ángeles, que tiene una poesía inédita (salvo algunos poemas en revistas como La Moneda de Hierro, breves de existencia y muy minoritarias de extensión) y que desde los 20 años se consideraba un lector ágrafo, ha publicado los tres tomos de sus Diarios entre 2010 y 2015. Son magníficos, y no lo digo porque yo salga en uno, que salgo, muy lateralmente, eso sí, y en un recuerdo de tiempos pasados. Son diarios que van del presente lector (y escritor) al recuerdo vivido, y que están hechos desde el Far West. Y, seguramente, desde el territorio de los indios, más que del de Buffalo Bill. Llenos de referencias y notas de lecturas. Y relecturas, porque leer también es vivir. Los publicó Pepitas de calabaza, una editorial de Logroño que dice de si misma que es “una editorial con menos proyección que un cinexin”. De una manera poco o nada bohemia, y aunque ha recibido premios importantes como el Nacional de Ensayo o el Tigre Juan, Iñaki Uriarte se coloca también en una suerte de marginalidad: la del intelectual solitario y a contracorriente que es. La del escritor que escribe un poco como salvación personal. Y que ha oído silbar muchas balas.
La industria editorial va por otro lado. Esta semana, por ejemplo, ha comenzado la campaña de lanzamiento del primer libro del papa Francisco, que se titula El nombre de Dios es Misericordia y que aparecerá en 84 países y seis lenguas. En España, la editorial Planeta acaba de enviar a la prensa la portada, con el título de su puño y letra, como en el resto de los idiomas. Y bueno, me quedo con lo positivo: que el título va en otro sentido de los del centenar de libros de Joseph Ratzinger, que seguramente es un intelectual brillante, que discutía hasta con Habermas. Este da una imagen del papado un poco más, cómo decir, misericordiosa.
“Que nadie se lamente de llevar una vida gris y sin grandes emociones, que espere un poco porque todos llegamos al Far West, donde silban las balas. Si no eres tú se ha muerto el de al lado. Silban las balas. Cumplir años se convierte en una cosa realmente emocionante. Y es para todos”. Eso dice
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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