CINE
Siete pasos hasta el Goya
Cesc Gay recoge con ‘Truman’ las victorias que, quizá, mereció también con trabajos anteriores
Varios autores 10/02/2016
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Ni la crítica ni el público parecieron sorprenderse demasiado, la madrugada del domingo, cuando el Truman de Cesc Gay (Barcelona, 1967) se marchó de la gala de los premios Goya envuelta en triunfos. Además de los cabezones cosechados por las interpretaciones de Ricardo Darín y Javier Cámara, que ya habían sido condecoradas con una Concha de Plata conjunta en el Zinemaldia, la cinta dejó el auditorio acompañada de los galardones al mejor guión original, la mejor dirección y la mejor película.
El realizador firma, con este, su séptimo largometraje, y hay quienes aquella noche se preguntaron, en el madrileño Palacio de Congresos, pero también en las redes, si el reconocimiento a Truman no sería un premio encubierto a toda una carrera. Quizá, una condecoración tardía a las experimentales En la ciudad (2003) o Una pistola en cada mano (2012). El director y guionista, nominado en otras ocasiones, no contaba hasta ahora con la máxima distinción de la Academia. Siete periodistas, críticos y blogueros nos ayudan a recorrer su obra.
Hotel room (1998), el descaro de la primera vez. Patricia J. Garcinuño
En los 80 minutos en blanco y negro de su opera prima, dirigida junto al argentino Daniel Gimelberg, ya se intuía al Cesc Gay de las historias corales, incluso en un único escenario. Sin salir de la habitación de un hotel de Nueva York, descubrimos a un director recién licenciado, excéntrico y matemático en cada plano, con alguna síncopa en el ritmo. Entre sus personajes encontramos a un mago que, por casualidad, contrata como prostituta a su propia hija, o a un hombre del tiempo de la televisión, cuya afición al travestismo queda al descubierto, o a un superviviente de guerra que acaba siendo asesinado. La vie.
Historias que Gay llevó hasta Nueva York y a la lengua inglesa siguiendo su propio camino: al terminar sus estudios de cine buscó sus oportunidades en la Gran Manzana, donde vivió tres años y trabajó de carpintero. Conoció a Gimelberg y decidieron rodar la película echándole cara y convenciendo a los suyos: “Fue un acto de irresponsabilidad absoluta, financiamos aquella película con las tarjetas de crédito de nuestros amigos y novias del momento, a los que nunca devolvimos el dinero”, ha reconocido alguna vez. Qué duda cabe de que, con el paso del tiempo, aquellos improvisados mecenas se han sentido orgullosos de ese crowdfunding primitivo.
Krámpack (2000), nostalgia de la inocencia. Pablo Herrera
El segundo trabajo de Cesc Gay supuso su consagración como narrador de masculinidades, apuntalada quince años después en Truman. Esta adaptación de la obra teatral de Jordi Sánchez sorprende por su realismo y se convierte en la primera gran oda del director a la amistad entre hombres. En este caso, en el camino hacia la vida adulta: quizá ninguna película española haya representado el despertar sexual y la pérdida de la inocencia con tanto mimo como Krámpack. La historia de Dani (Fernando Ramallo), secretamente enamorado de su amigo Nico (Jordi Vilches), y la búsqueda de sus primeras veces rebosa de una crudeza simpática, desprovista de adornos pretenciosos ni superficiales.
Las interpretaciones sorprenden por su frescura, al igual que la cinematografía de Gay. Quizá también su dirección de actores aún se encuentre aquí sin pulir. Krámpack versa sobre la experimentación y la curiosidad, la que atravesamos a los quince años y que olvidamos al llegar la madurez. Una comedia que a lo mejor resulta ligera, por primera vez, ante nuestros ojos, pero que esconde todo lo contrario al observar sus matices.
En la ciudad (2003), las soledades compartidas. Francisco Pastor
Quizá nada importe demasiado o, como entonaría Leonor Watling casi diez años después de actuar en este largometraje, para qué doler. En su tercera pieza, Cesc Gay toma de la mano a un coro de personajes encarnado por Mónica López, María Pujalte, Álex Brendemühl y Eduard Fernández; este último, ganador del Goya como protagonista por esta interpretación. Con ellos compartimos renuncias y mentiras: las que intercambian unos con otros, pero también las que se cuentan a sí mismos. Viven existencias insatisfechas, en las que la amistad es, ante todo, un trago contra el desasosiego.
Un piano acompaña a los personajes, como lo hace una fotografía desprovista de platós artificiales y repleta de grano. El paso de las estaciones y las horas del día hilan los relatos. Entre desayunos, comidas y cenas, la obra, aunque coral, desprende cercanía y se aleja del mero ejercicio literario; y los suspiros de unos protagonistas envejecidos antes de tiempo se pierden entre secundarios predecibles y acartonados. Por las calles, los restaurantes y los atardeceres de Barcelona, ese extraño punto entre el reposo y la infelicidad resulta, cuando menos, acogedor. Y hasta placentero.
Ficció (2006), una imperfecta historia de amor. Fon López
Cesc Gay contaba con dos retos al abordar Ficció: sobreponerse al éxito de su trabajo anterior y sacar adelante una historia introspectiva, centrada en menos personajes. Para ello, trata con honestidad la que parece su propia realidad en ese momento, hasta convertir a su protagonista, casi, en su alter ego: un realizador de cine en plena crisis creativa se escapa unos días a los Pirineos para encontrar inspiración. El guion, su segunda colaboración con Tomás Aragay, tras En la ciudad, está repleto de subtexto, así como Gay se afianza como un excelente director de actores, y evita que los abundantes silencios de la cinta devengan en aburrimiento.
La pareja principal, compuesta por Eduard Fernández y Montse Germán, brilla en un sutil recorrido: la introversión, el sentimiento de culpa y el miedo están presentes en sus miradas en cada secuencia que comparten. La belleza de las localizaciones y el trabajo del resto del reparto (Javier Cámara, estupendo) son otros alicientes para acercarse al cuarto largometraje del cineasta, quizá el menos reconocido, ya que está rodado en catalán y sucedió a la que, hasta Truman, muchos consideraron su obra maestra.
V.O.S. (2009), lo cómico de las decisiones trascendentes. Anna Brullet
Al ver algunas de las películas de Cesc Gay, queda la sensación de estar acompañando a los mismos personajes mientras envejecen. Sin embargo, en V.O.S. el realizador abandona el tono más dramático de otros títulos y opta por una comedia romántica. Al tiempo, nos presenta a unos protagonistas que deliberan sobre aquello que nos convierte, definitivamente, en adultos: tener hijos, comprar una casa, conseguir un trabajo estable. Aunque este largometraje recorre alguna de las reiteradas obsesiones de Gay, este no firma el guion original, sino que adapta una pieza teatral de Carol López.
Como en otras ocasiones, los personajes mienten, porque no encuentran otra forma de vivir: la vuelta de tuerca llega cuando Gay lleva la historia hasta un rodaje, y mueve su trabajo entre la realidad y la ficción. Cada trama cuenta con más de una versión. Con el cheque en blanco del cine dentro del cine, el autor enseña las cartas de sus referentes y, muy especialmente, del Woody Allen que solía homenajear siempre a su Manhattan. En este retrato de la Barcelona del siglo XXI, Gay le pasa la mano por la cara al maestro.
Una pistola en cada mano (2012), la torpeza. Ángeles Caballero
Este es un retrato despiadado sobre los hombres y el ridículo que pueden alcanzar llegada la mediana edad (una forma amable de decir los 40 en adelante). Las inseguridades y los temores que hasta ahora se achacaban a las mujeres (y esa crisis en la que nos abocamos, supuestamente, llegadas a la edad fértil sin señor con el que procrear y compartir sofá) quedan perfectamente plasmadas en esa cosa tan obvia pero tan sincera como que al final a todos nos gusta que nos quieran. Sólo que resulta chocante encontrar tantos agujeros y tanto tropiezo en esos actorazos apellidados Darín, Tosar, Cámara, Sanjuan y Fernández, entre otros.
Y esa torpeza se evidencia con el papel que el director concede a las mujeres, a las que otorga una especie de superpoderes. Seguras, siempre con la respuesta adecuada e impecables ante las fisuras del contrincante con testosterona. Una portentosa Candela Peña, que se hizo con el Goya por su interpretación de reparto, una Leonor Watling y una Cayetana Guillén Cuervo perplejas, con capa de wonderwoman, que se ríen sin complejos de los hombres. Y sin un solo espacio en el guión para que nos llamen histéricas. Asombroso.
Truman (2015), el testigo silencioso. Elio Castro
Vivimos una época en la que exhibimos los sentimientos, y el pudor y la intimidad tienen mala prensa. En la que hay que publicar en las redes sociales cómo nos sentimos al levantarnos, qué ánimo tenemos a la hora de comer y con qué humor nos acostamos. La amistad también es un valor que se ha depreciado, hasta que, casi, no vale nada: basta con confirmarla a golpe de clic en un teléfono, tablet u ordenador. Quizá por ello guste Truman, en la que Cesc Gay nos habla de la amistad entre dos hombres y capta perfectamente ese pudor que nos lleva a ocultar nuestros verdaderos sentimientos.
Es un largometraje sobre la muerte, aunque no resulta triste, y sobre la alegría de vivir, sin llegar al empalago. Es una historia sobre las pequeñas miserias humanas y también sobre las pequeñas grandezas de nuestro día a día. Es una película que no exhibe impúdicamente los sentimientos y no comercia con ellos. Donde las cosas más importantes no se dicen con palabras, sino con las miradas o abrazos de Ricardo Darín y Javier Cámara, y donde los personajes están más preocupados por los demás que por sí mismos. Y luego, claro, está el viejo Truman, el perro. El testigo silencioso de todo lo que ocurre. Sin él, nada tendría sentido.
Ni la crítica ni el público parecieron sorprenderse demasiado, la madrugada del domingo, cuando el Truman de Cesc Gay (Barcelona, 1967) se marchó de la gala de los premios Goya envuelta en triunfos. Además de los cabezones cosechados por las interpretaciones de Ricardo Darín y Javier...
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