Cine
Qué extraño llamarse Ettore
Scola era un luchador que defendía a dentelladas la independencia del artista frente al poder, empeñado en atrapar la vida para meterla entre las cuatro esquinas de una pantalla
Pilar Ruiz 21/01/2016
Ettore Scola, en 1983.
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En Roma adoran a sus grandes de la escena: muy cerca de la Fontana di Trevi, en Piazza Colonna, están las Galerías Alberto Sordi --¿alguien imagina un centro comercial español llamado Pepe Isbert o Rafaela Aparicio?--. Allí, un quesero trasteverino puede jactarse de tener como cliente a Bernardo Bertolucci, y en la puerta de una peluquería-barbería de barrio tener como reclamo una enorme fotografía de Anna Magnani. Es la ciudad donde una multitud congregada ante la casa de Mario Monicelli, ese grande de la comedia, canta el Bella ciao al paso de su féretro. Scola ha tenido suerte: ha muerto en Roma.
Dicen algunos de quienes le conocieron, periodistas o colegas, que Ettore Scola era un hombre esquivo, con un carácter agrio de viejo comunista del PCI. En la época berlusconiana, Scola fue uno de los muchos cineastas italianos que cayeron en una amargura negra, él, que siempre había sido pesimista. “El pesimismo es mucho más progresista que el optimismo, encierra más fe en el futuro. El optimismo es cosa de beatos”.
Italia y sus contradicciones siempre ahí, en el comediante nostálgico, a veces cruel, consciente del peso del neorrealismo, de los maestros: él formaba parte del grupo de los epígonos. La época más fructífera de Scola fue la de los 70, subido a la ola de una vuelta brillante del cine italiano, justo en los tiempos de los anni di piombo, de la Logia P2, de Aldo Moro, de los atentados sin castigo. La memoria: “Los jóvenes no deben olvidar a Pasolini.” Scola era un luchador que defendía a dentelladas la independencia del artista frente al poder, empeñado en encontrar una forma propia, sin concesiones, del oficio de atrapar la vida para meterla entre las cuatro esquinas de una pantalla. Unas veces ganó y otras perdió, pero siempre reconoció los talentos mayores: Fellini, Pasolini. Al primero, con quien compartió siendo muy joven la redacción del semanario satírico Marc’Aurelio, le dedicó el documental Qué extraño llamarse Federico (2013); al segundo le ofreció escribir y rodar un prefacio a Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976), pero PPP fue asesinado unos días antes de que le llegara el guión. Scola la dirigió con el alma llena de pesar. Es, sin lugar a dudas, su mejor película.
En un reciente documental sobre su vida y su carrera, Ridendo e scherzando (Riendo y bromeando, 2015) dice: Il cinema è un lavoro duro ma si può, ridendo e scherzando, mandare qualche messaggetto, qualche cartolina postale con le proprie osservazione sul mondo. Il cinema è come un faretto che illumina le cose della vita.
Un farolillo, una luz que ilumina el paisaje de los rostros que amamos: Nápoles o Roma retratadas con la ilusión perdida y reencontrada de la juventud y de la belleza, de los demonios, de la vida, en los rostros de Alberto Sordi, Sofía Loren, Vittorio Gassman, Stefania Sandrelli, Nino Manfredi, Hanna Schygulla, Ugo Tognazzi, Giancarlo Giannini, Monica Vitti o Jack Lemmon esperando delante de un plato de macarrones a que su amigo Marcello Mastroianni resucite. Y otro amigo, detrás de la cámara, lo logra: Scola hace que regrese a la vida. Es el milagro del cine.
En Roma adoran a sus grandes de la escena: muy cerca de la Fontana di Trevi, en Piazza Colonna, están las Galerías Alberto Sordi --¿alguien imagina un centro comercial español llamado Pepe Isbert o Rafaela Aparicio?--. Allí, un quesero trasteverino puede jactarse de tener como cliente a Bernardo Bertolucci, y en...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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