GENTES DE MAL VIVIR
El furioso llanto de Chavela Vargas
Se puede vivir en carne viva: aquí esta mujer que más que una mujer se diría un tótem
Miguel Ángel Ortega Lucas 17/02/2016
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Hay que romperse para resucitar. Hay que llorar riendo. Hay que arrodillarse para no caer.
(¿Pero por qué llorabas tú, Chavela Vargas? ¿Por qué romperte tanto? Arrodillarte tanto erguida: ¿para qué, para quién? Ni sé para quién es esta amargura, pensó una vez César Vallejo: otro majestuoso mendigo; otra llaga, como tú.)
Se puede vivir en carne viva y no morir. Se puede. Se puede y se debe: aquí el ejemplo en llamas. Esta mujer que más que una mujer se diría un tótem; un ídolo antiquísimo hecho mujer y furia y lágrima. Se puede ir por ahí en carne viva, con un puñal en una mano y en la otra el corazón, chorreando, delante de un micrófono como un altar, sobre las tablas calientes del acantilado. Se puede. Y, si uno es un artista, sobre todo si se pretende artista, radicalmente debe.
¿Quién era, quién es esta mujer?
La abandonaron. ¿Cuántas veces? Infinitas o una sola, como mejor gusten: era abandonada (hay cosas que suceden para siempre). “Lo diré: mis padres no me querían”, cuenta ella misma al principio de Y si quieres saber de mi pasado, testimonio escrito junto a J. C. Vales en que la voz de lumbre crepitando de la Vargas se escucha de manera íntima, como dicho al oído, como ella misma hablaba. En fin: su padre era “un señor muy decente” que “se gastaba todo el dinero con las mujeres” (las de otras familias), y su madre “una neurótica hipocondríaca” que la trató siempre como a una extraña. Eran muy mayores, y cuando se divorciaron cada hermano “fue por donde pudo”.
A ella la mandaron con sus tíos (“Que Dios tenga en el infierno”) siendo apenas una cría. “Es más que cierto, y lo diré cuantas veces me plazca, que viví con mucho desamor, que no me quisieron, que la familia era un nido de soledades, que desde muy niña aprendí a defenderme a la fuerza, que el mundo es un mortero y que hay que ser muy duro para que los golpes no te desmenucen… Así, no esperen que cante lo que no puedo cantar”.
Cuando podía, se iba por los cafetales, donde la hacían trabajar, “para ver la luna, para estar conmigo, para inventarme una vida más dulce…”. “Vas a cantar cuando seas grande, me decía. Voy a cantar como cantan los mexicanos…”.
Hay cantantes que cantan, y hay cantantes que se cantan. Que se cantan a sí mismos la tonada única posible para quitarse el frío, para guarecerse, para no morir, palomas negras exiliadas para siempre en algún invierno incomprensible. “Yo sentía dentro de mí algo que estaba más allá de más allá: la búsqueda de una canción”. Y no podía cantar otra canción distinta, no: como una profecía de sí misma, sólo tenía una verdad Chavela Vargas; la suya (¿de qué artistas, de cuántos artistas de cualquier tiempo o latitud se puede decir lo mismo?).
Esa niña rara de principios de siglo (veinte), a la que le gustaban las niñas pero que prefería los rifles y las pistolas a jugar a las casitas [no tuvo más remedio: “Como todos los muchachos del campo en América, tuve que procurarme mi propio cuidado. Primero, una pistolita del 22, chiquita, y después una pistolota del 45; aprendí a utilizarlas para matar las culebras de los excusados”], que soñaba con fulminar paredes con sólo mirarlas, fue recogiendo absolutamente todas las piedras y todas las flores y todas las hostias y todos los besos –pocos– del camino, y se los fue echando a la garganta para que fueran macerando ese destilado de limosna y desamparo y rencor y fuerza y humillación y vértigo: “A veces pienso que si he sido retadora sólo se ha debido al puro miedo que tenía”.
Se fue de Costa Rica, donde nació en 1919 –y que nunca quiso, porque no la quisieron– antes de cumplir los 15 años. A encontrar su canción en aquel país que desde el primer momento se le antojó un bravo de cantina dispuesto a respetarla sólo si ella no se perdía jamás el respeto a sí misma: Usted, señorita Vargas, no va a triunfar nunca: canta espantoso … Verdaderamente tiene usted una voz terrible… Y ella: ‘Defiéndete, Chavelita; aguanta, Chavela; resiste, Chavela Vargas”…
(¿Cómo resististe tanto, Chavela Vargas? ¿Qué te sostenía; quién? ¿Qué volcán allá adentro te daba lentamente de comer?)
Hay que romperse para no caer. Hay que llorar rompiéndose. Hay que arrodillarse para resucitar.
“La primera vez que di con José Alfredo Jiménez le dije:
–No vengo a ver si puedo; sino porque puedo, vengo.
–Así me gustan las mujeres –contestó.”
Los mismos dolores
Se lo bebieron todo, lo lloraron todo, lo amaron todo. La bohemia, al menos la mexicana, al menos la de aquellos años (40 y 50) en el DF, según la Vargas, consistía en “jamás hacer nada para que los demás dijeran esto o lo otro”, nunca pensar “si una actuación, un gesto o una respuesta me convenía o favorecía mi carrera”. Y también, y sobre todo, bohemia significaba que bohemio equivaliera fatalmente a enamorado: “Se decía que un bohemio, un enamorado, debía morir joven o borracho”. Un bohemio: un enamorado. Un enamorado: un borracho herido despeñándose gozosamente sobre la lágrima alcohólica del fracaso, dichoso de estar muriendo por haber vivido lo vivido (y lo bebido):
Nada me han enseñado los años,
siempre caigo en los mismos errores:
otra vez a brindar con extraños
y a llorar por los mismos dolores…
¿Con cuántos extraños brindaría Chavela Vargas, aquellos años feroces en que todavía buscaba su canción por entre los cuerpos de mujer, los vasos sin cuerpo y el laberinto incorpóreo de todas las cantinas de la noche…? (“Ya no duermo en tres noches, ya no duermo…”, sollozaba Pepe, el dueño de entonces del legendario Tenampa: “Y lo matamos nosotros”, confiesa Chavela, “o se murió de tanto trabajar. Íbamos al Tenampa José Alfredo y yo, con Álvaro Carrillo y otros. A veces entrábamos un jueves y no salíamos hasta el lunes siguiente”).
Buscaba su canción y la encontró; dentro de sí y en las farras infinitas junto a algunos de los escritores de canción popular más dotados en lengua castellana de cualquier tiempo: José Alfredo Jiménez, “de la raza de los borrachos sublimes de México”, que buscaba angustiado una servilleta y un lápiz de labios para que no se le olvidara el verso inolvidable entre trago y trago de agua de fuego; Agustín Lara, aristócrata vividor a quien Chavela robó una novia una vez, y éste, “en vez de enojarse, se desternilló: ‘No sabe lo que se llevó, Chavela; ¡va a sufrir muchísimo!’…”.
Buscaba su canción y la encontró, también, al percibir “la inmediata necesidad de los mexicanos de un nuevo modo de hacer en la música popular: la sencillez”. Sola con su guitarra –que apenas sabía gobernar–, vestida de campesina, fumando puros y dando tientos al tequila a cada tanto, “sentada en el escenario como si alrededor de una hoguera estuviéramos, como si la canción no tuviera otro fundamento que el dar salida a los dolores del alma, así me presentaba ante el público. No era rebajar la música; bien al contrario, era situarla donde verdaderamente le correspondía”.
“Yo dejé el alma en las cantinas”, dijo una vez ante una cámara, “eso que llaman alma”. “Más allá del dolor humano, eso es el alma”. Vive dios que se la dejó.
¿Con cuántos extraños lloraría Chavela Vargas, aquellos años atroces que vinieron después, ya en los 70 y ganados el éxito y la fama que la vida le había ido debiendo? ¿Por cuántos dolores lloraría durante sus “quince años en el infierno” (quince), montando desbocada sobre el corcel en llamas del alcohol? Casi veinte años “perdida”. Un día dijo se acabó: “O te pegas un balazo o te quitas la borrachera para siempre”. Estuvo a punto de recaer, de puro miedo escénico, la primera vez que volvió a una cantina (llamada apropiadamente El Hábito), cumplidos ya los setenta años y olvidada de tanto público. Pero su amiga Marcela Rodríguez tiró donde sabía que iba a escocer: “¡Qué poco mujer eres! ¡No aguantas nada!”. Y ella se dijo ‘A mí no me friega nadie’…: Cantó “como nunca”.
Los dioses la salvaron del alcohol, diría luego. De los cuarenta y cinco mil litros de tequila que llegó a honrar, según cálculos caritativos de algún carnal suyo. Y un señor remoto de Madrid, un librero que la posteridad podrá llamar Manuel Arroyo, apareció un día de 1991 por El Hábito para decirle: “Chavela, tiene usted que ir a España porque allí sí la quieren. Esta gente no se entera de quién es usted” (a veces hasta nos enteramos de algo por aquí). Entonces volvió a España, para cantar en El Escorial. Y más tarde cantó en el Olympia de París. Y luego en el Zócalo de México. Y luego también en el Carnegie Hall de Nueva York.
La chamana
Amó a Frida Kahlo, más o menos secretamente, más o menos inocentes las dos, mellizas en la orfandad, mientras Diego Rivera (“eso es amor”) le dejaba a su mujer enferma una pistola debajo de la almohada (“Mátate. Si no puedes soportar el dolor, mátate”). Vio amanecer una vez, en Acapulco, junto a Ava Gardner, pero nunca especificó en qué circunstancias. Dicen que cenaba una vez al año con García Márquez, ambos ya de vuelta de todas las guerras civiles: y cómo no, sí, de ser mujer, Aureliano Buendía habría sido Chavela Vargas.
También trató a Juan Rulfo: es de suponer que viejos conocidos en su ir y venir ambos de Comala. Fidel Castro no quería que fuera a Cuba a cantar porque “le alborotaba el gallinero” (ella juraba haberlo visto a finales de los ’40, en La Habana, llevando y trayendo señoritas de uno a otro portal…). “Para mí, y para mucha gente, es un oráculo”, dice Martirio.
Para Carlos Fuentes su voz era como la de María Sabina, india mazateca curandera que “sanaba enfermos, hacía vaticinios extraordinarios y hablaba con las fuerzas oscuras”. Aunque de todos es sabido que el mejor retrato lo perpetró el bucanero andaluz de idéntico apellido –otro paladín del mal/mejor vivir–: Mestiza ardiente de lengua libre, / gata valiente de piel de tigre / con voz de rayo de luna llena. [Cabría preguntarse cuánto se le podrá deber, a esa canción de Sabina, que a tanta gente nacida antes de ayer se le ocurra ahora mismo buscar el nombre de Chavela Vargas, y que siga así la farra.] Tuvo un cáncer y les dijo que no a los médicos que pretendían rebanarla por dentro: “Vine entonces a ver al chamán, y se burló de ellos. Vomité, me desmayé, creí morirme. Pero me curó”.
Porque así se curaba Chavela Vargas, la chamana: y así curaba y cura a los de su tribu. “Los chamanes”, decía, “dominan las fuerzas de la naturaleza; se transforman en animales, en sangre, en rayos, viento o fuego. Pueden ver el alma de las gentes y pueden curar sus cuerpos: si el alma está enferma, el cuerpo se pudre”. Y qué, si no, debe ser una canción. (Hay que arrodillarse para no romperse. Hay que reírse mientras se cae. Hay que llorar resucitando.)
No la destruyó el alcohol. No la destruyó el amor. No la destruyó el dolor. Tampoco pleiteó con la muerte: sólo le dijo espérame a la puerta, mi cuatachona, que ya salgo. Se fue, por supuesto, cuando a ella le dio la gana.
Hay que romperse para resucitar. Hay que llorar riendo. Hay que arrodillarse para no caer.
(¿Pero por qué llorabas tú, Chavela Vargas? ¿Por qué romperte tanto? Arrodillarte tanto erguida: ¿para qué, para quién? Ni sé para quién es esta amargura, pensó una vez César...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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