LECTURA
El caso del teniente Seixas
Manuel Moya 24/02/2016
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Pasan dos minutos de las ocho cuando suena el teléfono. Al levantar el auricular una voz le indica que prepare su equipaje pues el automóvil acaba de salir en su busca. En media hora el vehículo estará en la puerta. Después de sugerir por enésima vez a su hijo que no tiene por qué acompañarlo, aparta el visillo y echa una ojeada al camino, por donde ha de llegar el vehículo. Una casi imperceptible bruma se eleva por el valle. Más lejos, el azulado humo de una de las quintas vecinas, se arrastra por el horizonte. Uno de los guardias que ha pasado la noche frente a la casa, orina contra el tronco del algarrobo que da sombra al abrevadero. Al escuchar el chirrido de la ventana, sobresaltado, el guardia se gira hacia el edificio y ve al teniente, que se limita a repetirle las indicaciones telefónicas. Por toda respuesta, el soldado, que aún anda a medio vestir, se cuadra y de inmediato corre hacia su vehículo. El hecho de verlo correr con el pantalón desabrochado y las botas desatadas, dibuja en el teniente una tenue sonrisa. Para los tres muchachos ha sido una noche llevadera a pesar de la temprana escarcha. Han dormido por turnos, dentro del vehículo militar y, salvo el cansino ulular de los cárabos que les ha suscitado algún jocoso comentario, no tendrán mucho que recordar de esa noche. A pesar de que Gentil, el hijo del teniente, los acaba de invitar a que se aseen en el baño de la hacienda antes de tomar una taza de café, los tres soldados prefieren lavarse la cara en la fuentecilla del patio, mientras a lo lejos se perfila la polvareda que levanta el coche oficial.
Cuando suena el teléfono, el teniente del Cuerpo Fiscal de Fronteras António Augusto de Seixas Araujo, herido heroicamente en Chaves, nombrado recientemente caballero de la Orden de Avis por la República Portuguesa, por su dedicación y su celo en el servicio de fronteras, ya se ha afeitado y peinado como si le tocara asistir a su propio funeral. Desde que recibiera la notificación le resulta difícil dormir de un tirón toda la noche. El doctor Pelícano, que viene a visitarlo cada dos días, le ha recetado un específico, pero desde la farmacia de Moura no le han llamado todavía para que lo recoja. Su hijo Gentil, que ha estado trajinando en la cocina, pone junto a la silla donde cuelga la guerrera una taza de café, pero el teniente Seixas le ha dicho que, dados los problemas de estómago que sufre últimamente, no va a tomar café, y que si acaso más tarde beberá un vaso de agua y comerá una manzana. Ese será todo su desayuno. Después ha tomado la guerrera de gala, donde figuran todas las medallas que la República Portuguesa ha tenido a bien concederle en el ejercicio de sus funciones, la ha alzado a la luz para comprobar que está impoluta, se la ha colado con la ayuda de Gentil y se la ha abotonado frente al espejo de pared con la concentración y solemnidad que lo habría hecho para un desfile.
Su hijo Gentil, destinado con él en Sáfara, sigue sus movimientos hipnóticamente. Le gustaría saber qué está pasando por la cabeza de su padre a esa altura, mientras sus manos trajinan con el último botón. Gentil ha seguido todo el proceso y lo nota más viejo y más taciturno, pero a la vez más entero y seguro de sí mismo. El hijo piensa que tarde o temprano a cada hombre le llega su momento y a su padre le llegó el día que el primero de los fugitivos alcanzó la orilla izquierda del Ardila y, sin más fuerzas, dejó su hatillo en el suelo. Apenas si han hablado del asunto, porque el padre se muestra taciturno y poco receptivo. Como atestigua el espejo, con sus ojos azules y su porte marcial Augusto de Seixas es todavía un hombre coqueto y apuesto, a pesar de que se acerca a la cincuentena y desde hace muchos años se enfrenta en silencio a las heridas que sufriera luchando junto a su amigo Ribeiro de Carvalho y apenas doscientos soldados contra las tropas monárquicas de Paiva Cruceiro, seguidoras de Sidonio Pais. Sólo dos veces se han visto las caras desde entonces y para él sigue siendo una incógnita cómo ha llegado la carta del ahora coronel en la reserva hasta Sáfara. Es una carta efusiva y llena de retórica militar, donde se habla de heroísmo, de patriotismo, de honor y del deber inexcusable de todo hombre ante la defensa de la vida humana. La guarda en la maleta por si se viera en la necesidad extrema de utilizarla, pero de no ser así, preferiría conservarla junto a él. Después de la inesperada victoria de Chaves, su carrera como oficial de la Guardia Fiscal ha consistido en dar tumbos del Norte hacia el Sur, ascendiendo de graduación y alejándose de su ciudad natal en cada ascenso. El último de sus destinos ha sido Sáfara, un blanquísimo pueblo alentejano donde ha desempeñado durante los últimos cuatro años el papel de comandante de frontera, con especial dedicación al incorregible contrabando entre Barrancos y las vecinas localidades de Encinasola y Aroche, del otro lado de la raya.
Los coches oficiales —son dos— se detienen frente a la puerta. Del segundo de ellos baja un oficial que se presenta como el capitán Afonso Duarte y tiene la encomienda de conducirlo a Elvas. António Seixas, que lo espera a pie firme frente a la puerta, lo saluda militarmente ante la somnolienta mirada de los soldados que parecen impacientes por marcharse. Es un saludo sin énfasis, como el de dos oficiales que se conocen de antiguo y dirimieran melancólicamente el final de una contienda. El capitán, que pretende quitar hierro a la formalidad, entorna los ojos, se alza la gorra y pregunta a los soldados si están preparados para partir, pero sin esperar respuesta comenta con pesar que está visto que este año no quiere llover. El teniente Seixas contesta que más temprano que tarde lloverá y el capitán Duarte, ajustándose la gorra, le sugiere que se tome su tiempo, que no hay ninguna prisa.
El viaje a Elvas va a ser largo. Él lo ha hecho más de una vez. Transcurre por un paisaje huraño y polvoriento de lomas cansadas, dehesas pedregosas y arroyos flanqueados por alisos. A un lado y otro de la sinuosa calzada, tras las toscas paredes de piedra, les salen al paso alcornoques, encinas y con menor frecuencia almendros, algarrobos y olivos. Sólo de cuando en cuando, habrán de cruzar una pequeña población con su iglesia modesta y sus calles polvorosas, aunque si tienen la suerte de coincidir en el día de mercado, verán decenas de puestos de fruta en las calles y la modesta animación pueblerina. Por la carretera se cruzarán con decenas de mujeres enlutadas y hombres renegridos en sus blusones remendados, que caminan al lado de carros tirados por mulas que amenazan con desvanecerse en la primera cuesta. Todos, también ellos, recorren este mar de tierra adentro que es el Alentejo como fantasmas absortos en su infortunio.
—Es posible —le dice el capitán, que acaba de saludar a dos campesinos que caminan por el arcén, a ocho o diez leguas al norte de Sáfara--que no lleguemos hasta media tarde, pero no tiene por qué preocuparse, pues “la cosa” está preparada para dentro de un par de días.
—¿Un par de días? —pregunta alarmado el teniente--. Creía que sería mañana.
—No —responde el capitán—. Dicen que hasta puede que se presente el propio Salazar.
—¿Salazar? —pregunta Seixas desconcertado—, ¿qué sentido tiene que venga Salazar?
—Querrá conocerlo, teniente —replica en tono de broma el capitán Duarte—. Si me permite que se lo diga, es usted un hombre célebre.
—¡Maldita sea la celebridad! —se queja el teniente Seixas—. Mire, ¿puedo serle franco?
—Adelante, diga usted lo que quiera, estamos entre compañeros de armas.
—Yo —confiesa Seixas—, creo que no hice más que lo que me dictaba el deber. Usted, estoy seguro, hubiera hecho lo que yo.
—No lo sé, se lo digo con franqueza —replica el capitán.
—¿Hubiera dejado que mataran a esas pobres criaturas?
El capitán se quita la gorra y la hace girar sobre sus rodillas.
—No lo sé —dice tras pensarlo—. Tengo hijos.
El teniente Seixas trata de hacer inventario de lo sucedido durante esos quince días. Recuerda con absoluta nitidez la mañana del 22 de septiembre en la que el teniente de la Guardia Nacional, Oliveira Soares, destinado en Barrancos, se presentó en su cuartel para notificarle que más de cincuenta fugitivos españoles habían traspasado la frontera por un lugar que llamaban Coitadinhas, no lejos del castillo fortificado de Noudar.
—Eso —respondió él— es una violación de la frontera.
De modo que sin perder un minuto, seguido por un improvisado destacamento, cabalgaron hacia el río Ardila, la frontera entre Portugal y España. Era pasado el mediodía cuando pudo otear el lugar con sus prismáticos. Lo que desde allí observó superaba sus expectativas. No eran cincuenta ni cien las personas que se habían aposentado junto al río, sino al menos trescientas y observó que seguían cruzando desde la montaña próxima. Al bajar la ladera que desembocaba en el río, los fugitivos que hasta entonces se desperdigaban por las inmediaciones, se agruparon en torno a una zona de sombra, formando un grupo muy compacto. Había mujeres, niños, hombres y ancianos. Todos parecían exhaustos y recelosos. Alguien gritó que una mujer estaba junto a una retamas, dando a luz. Él, seguido del teniente Soares Oliveira, se aproximó al grupo. Los soldados que los acompañaban quedaron detrás, confusos.
Uno de los fugitivos, un hombre que debía frisar los sesenta años y que vestía un pantalón sujeto por una cuerda y una camisa militar, se aproximó a ellos, identificándose como Fermín Velázquez, jefe de carabineros del pueblo de Oliva de la Frontera, a no más de diez o quince leguas de allí. El grupo cada vez más nutrido de hombres, niños, ancianos y mujeres apesadumbrados y expectantes se fue acercando a aquel hombre con facha de tendero o boticario venido a menos. Los caballos, que hasta entonces habían permanecido tranquilos, relincharon ante el avance de los fugitivos. El teniente Soares, responsable de la operación militar, ordenó a sus efectivos que cargaran sus mosquetones y permanecieran atentos. Entonces él, aún desde la montura, preguntó al que se presentó como mediador, si sabía que estaban pisando territorio portugués. El hombre dijo que lo sabían y se excusó alegando que eran españoles que durante días habían sido perseguidos por las tropas nacionales, que estaban pasando a hierro y fuego las poblaciones vecinas. En el teniente aún resonaban las noticias que habían publicado los diarios lisboetas acerca de la matanza de civiles en la plaza de toros de Badajoz, no hacía ni un mes. El tal Fermín dijo que, así las cosas, todos ellos --y señaló al grupo que lo precedía-- solicitaban formalmente refugio en Portugal. El teniente Seixas, que se identificó como comandante de aduanas y por tanto responsable de la frontera, le informó que no estaba autorizado para ofrecerles refugio, pues eso supondría contravenir la legalidad, pero que se comprometía a gestionar el asunto a condición de que todos volviesen a cruzar el Ardila, entonces casi seco, y aguardasen en tierra española hasta que llegara la autorización. El jefe de carabineros se dirigió a sus compatriotas y tras explicarles la conversación, les preguntó si aceptaban la propuesta. Durante un largo rato discutieron acaloradamente. El teniente Soares y él se resguardaron bajo la sombra de un chaparro, mientras sus caballos no dejaban de luchar contra las moscas. Fue Velázquez quien se acercó para informarles que no pasarían a España a no ser por la fuerza. La situación era ciertamente comprometida para el teniente de aduanas, cuyo deber consistía en defender la frontera.
—No sé si son conscientes —dijo al fin—, pero esto es una violación de nuestro territorio, y tanto yo como mis hombres estamos obligados a actuar.
Por toda respuesta, Fermín Velázquez, que se secaba el sudor con un pañuelo oscuro, afirmó que volver a España significaría la pena de muerte para todos ellos y que igual les daba morir a un lado del río como en el otro, de manera que podían empezar a disparar cuando quisieran. Oliveira Soares, acalorado, les garantizó que allí nadie iba a disparar, pero que los soldados estaban para hacer cumplir las leyes y las leyes exigían que cruzaran de nuevo el río. Seixas trató de poner paz. Era realmente una situación que podía envenenarse en cualquier momento y por cualquier equívoco.
—De acuerdo —dijo él, tras consultarlo con su compañero—. Ve usted esa raya —dijo a Fermín, señalando la línea de crecida del río en la ribera portuguesa—, pues bien, si se compromete a volver a ella y a que ninguno de los suyos la traspase, nosotros intentaremos gestionar un permiso de refugio temporal, aunque no puedo garantizarle nada. Le hago formalmente responsable.
El jefe de Carabineros, Fermín Velázquez, se giró, tratando de ver la raya imaginaria que el teniente había impuesto y, sonriéndole, le extendió la mano.
—Acepto su palabra.
Aquella misma tarde, de regreso al cuartel, Seixas se puso en contacto con el responsable de la PVDE en Beja, a quien durante un largo rato puso al corriente del conflicto fronterizo, pero el jefe de la policía política, enfurecido, no quiso darse por enterado y le advirtió a voces que el gobierno no toleraría revolucionarios, malhechores e indocumentados españoles en su territorio, y que lo mejor que podía y debía hacer es devolver a aquellos individuos a las autoridades españolas por cualquier método. Él trató de explicar que los refugiados estaban dispuestos a todo antes de regresar y que de actuar por la fuerza se produciría un baño de sangre.
—¿Un baño de sangre? ¿Qué es lo que quiere decir con un baño de sangre? Usted está ahí para hacer respetar la ley portuguesa por las buenas o por las malas. ¿Entiende? A partir de ahora usted asume personalmente la responsabilidad de todo cuanto pueda ocurrir a este lado de la frontera. Es una cuestión nacional.
Él trató de explicar al jefe de la policía política que no había opción posible, pues se trataba de una situación de hechos consumados, que los refugiados ya se habían aposentado en una franja de unos veinticinco metros de terreno portugués y que no se iban a marchar de allí a no ser por la fuerza.
—Hágalos salir de ahí como sea. ¿Entiende? Si hace falta, fusílelos a todos.
—Perdone, pero no ordenaré disparar contra gente desarmada sin contar con una orden suya por escrito y en su presencia.
—Usted me hace perder la paciencia.
El oficial de la PVDE se limitó a colgar el teléfono.
En la penumbra de su despacho, el teniente Augusto de Seixas trató de reflexionar sobre una salida a aquel embrollo. Actuar contra los dictámenes de la policía política era impensable, pero si a alguien se le ocurriera disparar contra toda aquella gente indefensa, la noticia daría la vuelta al mundo y quienes le habían empujado a esa situación, esconderían sus cabezas y toda la responsabilidad recaería sobre su persona. Él no iba a caer en esa trampa. Hacía muy pocos días que Mario Neves, en el Diario de Noticias, había descrito para el asombro de los portugueses la arbitraria masacre de Badajoz, que logró conmover al mundo, Por todo el área donde se iba desplazando la ocupación de las tropas sublevadas, las noticias de asesinatos, fusilamientos y demás barbarie eran descritos a diario, aun cuando la prensa portuguesa, afín al Gobierno de Burgos, trataba de guardar silencio.
A esa altura él era consciente de que el asunto de los refugiados de Coitadinhas había sobrepasado ya cualquier posibilidad de marcha atrás. Si los refugiados rechazaban categóricamente, como ya le habían expresado, regresar a España, no existían más posibilidades que utilizar las armas o buscar una solución política en las altas instancias de Lisboa, lo que hasta entonces había sido un empeño inútil. La cuestión era que el tiempo pasaba inexorablemente, que la existencia del campamento no podía extenderse mucho más, pues el número de refugiados ascendía de día en día y pronto no sería posible controlarlos o atender a sus necesidades básicas. En todo caso, ya no se trataba de una cuestión meramente política, sino humanitaria y moral y era a él a quien competía decidir.
Creyendo que, dada la cerrazón de las instancias políticas portuguesas, la solución sólo podría venir de los propios españoles, escribió cartas para los nuevos alcaldes de Oliva, Villanueva del Fresno y Jerez de los Caballeros haciéndoles ver en qué situación se encontraban muchos de sus convecinos para tratar de buscar garantías para su regreso. Convencido de que su iniciativa llegaría a buen termino, aquella misma tarde mandó emisarios a la vecina Encinasola para que desde allí contactaran telefónicamente con las autoridades civiles y militares de las tres poblaciones, pero los emisarios regresaron a medianoche sin que las nuevas autoridades aceptaran recibirlos y advirtiéndoles que los refugiados del Ardila no eran más que chusma, perdularios y quemaiglesias a los que era mejor fusilar sin más contemplaciones.
No había pasado ni medio día desde aquella iniciativa, cuando se presentaron docena y media de escopeteros en el cerro de La Resbalosa, que dominaba la ribera del Ardila desde la parte española, creando el pánico entre los refugiados que, sorprendidos, hubieron de atravesar la raya imaginaria impuesta por Seixas y protegerse entre las retamas y encinas que quedaban a resguardo de los disparos. El teniente Oliveira Soares, que por feliz coincidencia se encontraba en el terreno para dirigir el relevo de la guardia del campamento, montó en su caballo, atravesó el río y enfiló la cuesta a pecho descubierto hacia el lugar donde se encontraban los pistoleros, chicos veleidosos y hombres malencarados que utilizaban escopetas oxidadas y mosquetones de poco alcance. Desconcertados al ver que atravesaba la frontera y ascendía la loma un oficial portugués a caballo, los escopeteros dejaron de disparar y se escondieron tras de las matas. Cuando estuvo a su altura, Soares gritó en español:
—¿Qué es lo que están haciendo, si puede saberse?
—Esos de ahí son comunistas y anarquistas españoles —respondió un chico de unos diecisiete o dieciocho años, señalando el río.
—Como si son de la China —respondió Oliveira— ¿Quién es el que manda aquí?
Uno de los chicos que había salido al encuentro del caballista señaló a un tipo chaqueteado que en ese instante apareció tras una retama, seguido por un perro que acezaba.
—Oiga, ¿usted quién se cree que es para cruzar la frontera? —preguntó el tipo chaqueteado.
—Yo soy un oficial portugués. Tengo una compañía de hombres armados y cuatro ametralladoras ahí abajo. Si a alguien se le ocurre volver a disparar contra suelo portugués —advirtió—, vamos a subir hasta aquí y os vamos a freír vivos.
—Ustedes no pueden pasar la frontera —respondió el cabecilla, envalentonándose ante los chicos que lo rodeaban.
—Un solo tiro y verán si subimos o no. ¿Entendido?
Nadie opuso la mejor objeción.
—Y una cosa más le digo —dijo dirigiéndose al cabecilla—. Dele de beber a ese perro.
Ya no hubo más disparos. Los refugiados explicaron a Soares que aquella cuadrilla de pistoleros llevaba días batiendo la zona fronteriza, desde Valencia de Mombuey hasta Encinasola, buscando huidos y gente que trataba de alcanzar la raya. Muchos de ellos eran abatidos en medio de los campos, para alimento de sus propios perros, de los buitres y de las alimañas. Durante las siguientes horas el teniente Soares habilitó una zona un poco más alejada del río, resguardada de la vista y de un posible ataque desde tierra española, para que los refugiados, valiéndose de retamas y adelfas, improvisaran un nuevo campamento. Soares aprovechó las horas de la tarde para hacer el primer censo: contó quinientas nueve personas, entre ellas veintitrés niños, cerca de doscientas mujeres y sesenta y cuatro ancianos.
Cuando el relevo de la guardia llegó a Sáfara, el teniente Seixas tuvo conocimiento de lo sucedido en Coitadinhas durante la jornada, así como del recuento de refugiados que se había efectuado. La situación, se dijo, es cada vez más complicada y prolongarla en el tiempo no hará más que envenenarla mucho más. Había que actuar de inmediato, de una forma regular o irregular, tanto daba, antes de que todo aquello explotase. Pensaba sobre todo esto cuando su hijo Gentil le sugirió que contactase con algún periodista amigo suyo de Beja o de Lisboa. Todo cambiaría si algún periódico se hiciese eco de la existencia del campo de refugiados. La idea no era descabellada. Necesitaba sopesar los pros y los contras, porque desde luego no quería echarse encima a los comisarios de la PVDE, pero habiéndose roto la posibilidad de un arreglo político y formal, no le quedaban muchas más opciones que actuar por su cuenta, al margen de los cauces legales. No cabía otra posibilidad pues, que la de contactar con alguien que tuviera la disposición y la posibilidad de dar un vuelco al asunto. Pensó en Pereira o en Neves, pero no conocía sus números y tal vez contactar con ellos lo pudieran convertir en sospechoso. Lo más importante es actuar con discreción, pensó y ahí comenzaban sus problemas. Podía contar con su viejo amigo Ribeiro de Carvalho, el héroe de Chaves y confiar que él, anciano ya, lo pusiera en contacto con algún periodista discreto y dispuesto a asumir riesgos, pero en los tiempos que corrían era difícil encontrar a plumillas no afectos al régimen o que no siéndolo no fueran estrechamente vigilados. Entonces pensó en Rui Vaz de Cunha, un aristócrata que malvivía en su quinta de Alcacer do Sado, y que a pesar de su reclusión era un hombre de mundo, cuyo retintín monárquico lo hacía sospechoso de casi todo, que es como decir de casi nada. Sabía Seixas que Rui solía invitar a su quinta a un poeta de Lisboa, cuyo nombre no lograba recordar, y que cada noche acudía al Grémio Literário para discutir de versos y de etiqueta con el embajador mexicano Carlos Mendoza y su misteriosa amante Lucila Godoy. Intuía el teniente Seixas que cualquiera de los dos tendría razones más que suficientes para conseguir que la noticia de los refugiados de Barrancos corriera sin freno por el mundo. Había conocido al embajador mexicano hacía sólo unos meses, cuando coincidieron en una cacería en tierras de Moura y entre vino y vino charlaron de los ideales republicanos y de toros, a los que ambos eran aficionados. En aquella ocasión acompañaba al embajador Lucila Godoy, una mujer bellísima, que el propio jefe de la PVDE, haciéndolo llamar, le sugirió que se anduviese con cuidado porque trabajaba para los ingleses. Sin pensarlo más alzó el teléfono. Al otro lado escuchó la voz algo accidentada de Rui Vaz de Cunha, un viejo camarada de francachelas que ejercía de filósofo monárquico, trasnochado y decadente. Fue el propio Rui quien le proporcionó el teléfono, no del poeta, que no lo tenía, sino del Grémio Literário, donde seguramente se encontraba el diplomático azteca. Mendoza no había llegado al Grémio todavía, pero dos horas más tarde sonó el teléfono y el teniente Seixas, tras un tedioso circunloquio y no pocas prevenciones, logró ponerlo en situación.
—Me da usted una bomba —dijo el diplomático, exaltado.
—Hágala estallar lo más discretamente posible.
Dos días más tarde, las radios y periódicos suizos, franceses e ingleses hablaban de los más de seiscientos españoles confinados en la raya portuguesa e incluso el Diario de Noticias, que se apresuró a negar la existencia del campo de refugiados, tuvo que admitir su error un día más tarde, ante la insistencia de los periodistas extranjeros ubicados en Lisboa que querían conocer de primera mano el campamento.
En cuanto la noticia de los refugiados saltó a la prensa, el jefe de la policía de Beja, un hombre inmensamente gordo que siempre parecía al borde de una apoplejía, se presentó en el cuartel de Sáfara y exhibiendo con desprecio el diario lisboeta, hizo responsable al teniente de aduanas de la noticia.
—Le advertí que estaba jugando con fuego.
—No sé a qué se refiere.
—Me refiero a lo que han publicado los periódicos.
—No sé qué dicen los periódicos. Aquí llegan con cinco días de retraso.
—Tiene dos minutos —dijo señalando su reloj—, para decirme cómo ha llegado esta basura a la prensa internacional.
Él tomó el periódico y leyó el titular que el jefe de la policía política le señalaba. Tras leerlo se encogió de hombros y se limitó a preguntar que si desde Sáfara costaba dios y ayuda poner una conferencia a Beja, cómo podría hacerlo a Londres o a Roma. El jefe, sorprendido por la respuesta, golpeó el periódico contra el filo de la mesa y lo examinó con resentimiento.
—Entonces, dígame de una vez quién ha sido —inquirió desorientado, sudoroso.
—Habrán sido los españoles —repuso él.
—¿Los españoles? No me joda, Seixas, ¿cómo van a ser los españoles?, ¿de qué españoles me está hablando? ¿Usted cree que me chupo el dedo?
—No lo sé, pero podemos ir allá y les pregunta.
El jefe de la policía política, al que mareaban los caballos, no parecía dispuesto a ensuciarse sus relucientes zapatos de charol por aquellos caminos polvorientos, de modo que recogió el periódico con rabia, pateó la silla que tenía delante y ya desde la puerta se giró para asegurarle que la cosa no quedaría así. Tras la marcha del comisario político, António Augusto de Seixas sintió que el trabajo más difícil estaba hecho y que ahora eran otros los que debían tomar las decisiones importantes sobre los refugiados. Entonces, sintiéndose ligero, telefoneó al teniente Soares y lo citó en el campamento tres horas más tarde.
Las jornadas posteriores fueron realmente duras, pero al menos el conocimiento del campamento por las autoridades de Lisboa, descargaba al teniente Seixas de la responsabilidad sobre aquellos desahuciados. Día por día aumentaba el número de refugiados y por dos veces los hombres de Soares hubieron de protegerlos de las incursiones de los pistoleros españoles que los vigilaban desde el otro lado del río y a veces perseguían a quienes aún no habían alcanzado tierra lusa. Alimentarlos no fue tarea fácil porque sólo contaban con la ayuda de los habitantes de Barrancos. Cada tarde bajaban del pueblo ocho o diez mulas cargadas de pan moreno, café, arroz, patatas, tocino, manteca y hortalizas de las huertas que el propio Fermín Velázquez se encargaba de distribuir a las tres cocinas que funcionaban a todas horas, por rigurosos turnos. Los soldados compartían su comida con los niños que se les acercaban y en más de una ocasión, acabadas sus guardias, fueron a cazar ciervos y conejos para los refugiados. El doctor Pelícano y el cura Almeida bajaban diariamente desde Barrancos al campamento para tratar a los enfermos y los más doloridos por el infortunio y la despiadada represión del otro lado de la raya. Fue así cómo atendieron al creciente número de fugitivos. Mucho era el dolor y el desamparo que había seguido hasta aquel paraje a toda aquella pobre gente, pero la situación se hacía cada jornada más insostenible y el campamento de Coitadinhas estaba cada vez más colapsado. Una mañana se presentaron en él media docena de agentes de la PVDE e inmediatamente iniciaron un recuento oficial. La visita fue acogida favorablemente por el teniente puesto que venía a suponer el reconocimiento oficial del campamento. Durante horas una larga hilera de refugiados fue compareciendo antes los agentes y el médico. Se identificaron así 640 personas, entre ellas un niño de pecho que había nacido en el propio campamento días antes.
Cuando los agentes se marcharon el teniente Seixas respiró más tranquilo. El invierno se aproximaba y para el gobierno portugués aquello era un engorro que enturbiaba la relación diplomática con el Gobierno de Burgos y creaba malos entendidos e incomodidades con Gran Bretaña y Francia, que exigían mandar observadores y ver sobre el terreno qué es lo que estaba pasando en la raya portuguesa. Pero el flujo de refugiados no cesó en los días ulteriores. Avisados tal vez por la suerte de sus compatriotas, durante los siguientes días alcanzaron la orilla izquierda del Ardila trescientos huidos más. Él trató por todos los medios de sumarlos a la lista que la PVDE había confeccionado en el terreno, pero los nuevos refugiados fueron de inmediato considerados ilegales, lo que significaba que debían ser devueltos al puesto fronterizo de Barrancos o Rosal sin más contemplaciones. Sin contar con nadie, en la esperanza de que así como el asentamiento de Coitadinhas se había legalizado, decidió montar otro similar dos leguas río arriba, en una hondonada que llamaban Russianas. Consciente de que la presencia del segundo campo de refugiados contravenía las órdenes expresas de sus superiores, trató de mantenerlo en secreto incluso para el teniente Oliveira Soares. Intuía que en pocos días la situación quedaría definitivamente arreglada. Su intuición era cierta: el día siete de octubre por la tarde supo que los refugiados debían ser trasladados al día siguiente a Moura, desde donde emprenderían el viaje en tren hasta Lisboa, para desde allí abandonar el país en un vapor de bandera portuguesa.
El movimiento comenzó de madrugada. Los refugiados debían caminar varios kilómetros hasta alcanzar un lugar favorable para los camiones. Pronto supo que para los refugiados del segundo campamento nadie había previsto transporte, de manera que hubo de contratar de su propio bolsillo cuatro camiones más procedentes de Serpa y de Moura para poder sacar de allí a los trescientos cuarenta nuevos refugiados. Él mismo y su hijo Gentil escoltaron a estos últimos hasta la plaza de toros de Moura, desde donde, ya de madrugada tomarían un tren especial para Lisboa.
Sólo cuando, en la madrugada del 8 de octubre, los últimos refugiados subieron al tren, él, el condecorado teniente de fronteras António Augusto de Seixas Araujo, respiró tranquilo. Mas de mil personas comenzaban ese viaje nocturno hacia Lisboa.
—Después de eso se quedaría usted en la gloria —comentó el capitán Duarte, que había escuchado el accidentado relato del teniente Seixas.
—Ni siquiera tuve tiempo de eso. No había salido de la estación, cuando un agente de la policía política se acercó al grupo que formábamos el teniente Soares, mi hijo Gentil y yo y sin más me pasó el mensaje que le había transmitido para mí su jefe de Beja. “Esto no quedará así. Está usted acabado”, dijo.
—¿Y qué le contestó usted?
—¿Qué le iba a contestar? Nada. Cuando me quise dar cuenta el tipo ya se estaba metiendo en su coche.
Como augurara el capitán Duarte, después de recorrer de sur a norte medio Alentejo, hasta media tarde no atisbaron la vieja ciudad fortificada de Elvas, que apareció dorada y apacible sobre la loma. No había acabado de dejar atrás sus murallas, cuando los renegridos baluartes del fuerte de Graça se hicieron presentes en un quiebro de la carretera. Los dos automóviles se detuvieron antes del foso y tras presentar los salvoconductos, la puerta se abrió y cruzaron el puente. Al escuchar cómo la puerta se cerraba a sus espaldas sintió un escalofrío. Ya en el sombrío patio interior del fuerte los coches se detuvieron y enseguida cuatro soldados armados corrieron a su encuentro.
—Aquí, en el patio —comentó Duarte, antes de bajarse del automóvil—, oscurece una hora antes.
Apenas pusieron pie en tierra, el capitán ordenó a uno de los soldados que tomara la maleta y los siguiera. Duarte esperó durante más de media hora junto a él hasta que todas las formalidades se dieron por acabadas. Todo se hizo en un riguroso y espeso silencio, como si formase parte de un negro e implacable reglamento. De nuevo en el patio, donde ya había oscurecido por completo, Duarte desistió de acompañarlo a la habitación que le tenían destinada desde hacía una semana. Tampoco asistió al juicio y mucho menos al vejatorio acto de su degradación, antes de conducirlo a los calabozos, condenado por desobediencia y rebeldía.
Pasados dos meses, cuando António Augusto Seixas completó su condena, el capitán Duarte se prestó a conducirlo a la estación de ferrocarril de Elvas.
—¿Adónde lo mandan ahora, compañero? —preguntó.
—He tenido suerte, contestó. Me han confinado a Sines, un pueblo de la costa, donde me han dicho que no me voy a aburrir.
—Sardinas no le van a faltar.
La estación de Elvas no estaba muy concurrida a esa hora. El tren hacia Lisboa no salía hasta más de una hora después. Mientras Seixas sacaba el billete, Duarte observó los preciosos azulejos que decoraban las altas paredes y que representaban la historia y los monumentos más característicos de Elvas. Mientras, diez o doce viajeros esperaban en las distintas dependencias de la estación. Una mujer vestida de negro no se alejaba de su pesada maleta y de una cesta donde a veces cacareaba una gallina. Un soldado de artillería bostezaba con su petate a los pies. Un tipo con sombrero leía el periódico y fumaba. Cuando Seixas apareció con el billete, el capitán tomó su maleta y se dirigieron a un banco. Hablaron de los días pasados en el Forte de Graça y de los planes de Augusto Seixas, que aún ignoraba a qué dedicaría sus días en Sines. El capitán lo escuchaba mientras fijaba la vista en el bello azulejo del acueducto de Amoreiras. Así estaban cuando el tipo del sombrero apartó el periódico, se alzó de su asiento y se dirigió hacia donde ellos se encontraban, sin quitarse el cigarro de la boca. Tras presentarse como agente de la policía política les pidió los billetes y la documentación. António Seixas buscó en el bolsillo de su chaqueta y se los extendió. El agente examinó largamente los documentos.
—¿Es usted António Augusto de Seixas? —preguntó al fin con frialdad.
—Sí, soy yo —contestó él.
—¿Y usted? —dijo el agente dirigiéndose al capitán—. Deme sus papeles.
—Soy militar —contestó el capitán.
—¿Militar? —contestó confusamente, algo azorado— ¿Y qué hace aquí de paisano?
—Acompaño a un amigo.
El agente pareció dudar.
—¿No sabe que no está permitido permanecer en la estación si no va a viajar?
—¿Eso quién lo dice? —preguntó el capitán.
—De momento, lo digo yo. ¿Le parece a usted mal?
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Teniente Seixas. La decisión, es un relato inédito del escritor onubense Manuel Moya.
Pasan dos minutos de las ocho cuando suena el teléfono. Al levantar el auricular una voz le indica que prepare su equipaje pues el automóvil acaba de salir en su busca. En media hora el vehículo estará en la puerta. Después de sugerir por enésima vez a su hijo que no tiene por qué acompañarlo,...
Autor >
Manuel Moya
Además de licenciado en Filología Hispánica, es poeta, narrador, crítico literario, editor y traductor. Todo ello, desde Fuenteheridos (Huelva), donde nació en 1960.
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