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Mis roces con la fama

Alain-Paul Mallard 4/01/2016

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El rótulo en el muro, de burdas letras trazadas a mano, dice: « Don Bricio ». Se trata de una fonda sin pretensiones en la destartalada avenida costera de Manzanillo. (Manzanillo, puerto mexicano de cara al Pacífico, mira con avidez hacia Oriente: por sus muelles entran al país, procedentes del sudeste asiático, los llamados precursores: materia prima para los laboratorios de drogas sintéticas situados en la ribera del lago de Chapala. Pero esa es ya otra historia.)

La fonda « Don Bricio » despliega sus diez mesas de plástico en la acera, bajo un techo de lámina. También las sillas son de plástico, blancas, ligeras, esas sillas ubicuas que se han convertido en el emblema mismo de la globalización. Cada noche, supongo, alguien las recoge, apila y encadena.

Un hombre de unos sesenta años, anfitrión, camarero y —pronto lo sabré— propietario, nos entrega la carta. Del modesto menú me tientan por igual, para desayunar, los chilaquiles y los huevos divorciados. Serán éstos, y un plato de papaya.

Una perra hedionda y costrosa nos mira con ojos lastimeros sin animarse, aún, a mendigar. Más por matar la espera que por verdadero afán de higiene, me levanto a lavarme las manos. Llegar al lavamanos supone atravesar la cocina, abierta a los cuatro vientos. Tras los fogones, hornillas y comales hay, altas en el muro —por encima de la línea de pringue— un curioso reguero de fotos enmarcadas. Diez o doce, con la inconfundible estética de « celebridad en  restaurante », subgénero que siempre me ha atraído. Estudio rápidamente la galería. Los vidrios lucen turbios de cochambre, la intensa luz del trópico está haciendo lo suyo sobre el fijador, los marcos cuelgan a más de dos metros de altura… Bastante trabajoso, pues, distinguir las celebridades y celebridadzuelas que han honrado con su glamour la fonda « Don Bricio ».

Salvo una.

En un blanco y negro acusado por el smoking blanco y la negra corbata de moño, un gran retrato de . Está dedicado en una mezcla de idiomas, sin puntuación, a tinta azul y con letra de trazo vigoroso: 

« To Bricio

Todos dicen que nos parecemos

Love

Amen

Los Tattoo

Amigo

Hervé Villechaize »

¿Hervé Ville-quién?

Acaso lo recuerden mejor como Tattoo: actor enano de rostro levemente achinado y voz atiplada que, al lado del enigmático Sr. Roarke (Ricardo Montalbán), acogiera cada semana, al grito de « ¡El avión, el avión! » a los abigarrados invitados de La isla de la fantasía, la icónica serie televisiva de los años 70 y 80. Su estatuto de celebridad me parece incontestable.

Vuelvo animoso a mi mesa, las manos fragantes de jabón Rosa-venus. Me esperan ya mis huevos divorciados con frijoles refritos. Deliciosos, recomendabilísimos. La perra de negras costras se arma de valor. Le tiro, tras una jardinera, un generoso pedazo de pan.

En casa de mi mujer, por afán contestatario de sus padres contra la caja idiota —muy de los años setenta—, no había televisor. Así que paso parte del desayuno tratando de enunciar el concepto de base y el tono general de La isla de la fantasía. Me las veo negras. Una isla perdida en medio del Pacífico a la que cada semana llega un avión de selectos invitados dispuestos a pagar por vivir « su fantasía », i.e. recuperar un amor segado por la muerte, volver al Londres del siglo XIX y resolver los crímenes de Jack el Destripador… Mafufadas por el estilo. A menudo, como es de suponerse, la fantasía no sale como esperado y se torna contra la soberbia o imprudencia del protagonista, por lo que el episodio funciona como fábula moral.

—Así como lo cuentas no me perdí gran cosa… —acota escéptica mi mujer, más interesada en su plato de chilaquiles (que probé, por supuesto, y debo declarar sublimes).

La nostalgia de la infancia perdida, lo sé, me impele a defender algo de un valor cultural indefendible. Sí, la caja era, en los años setenta, más idiota que hoy día en que las series son tema de doctorado. Acaso sólo sea cuestión de contexto y FX digitales… Ya se verá en algunos lustros.

Más trabajo me da evocar el tono. Todo en la producción era, decididamente, de cartón piedra. Algunas fantasías lograban, sin embargo, resultar macabras y truculentas (la paleta de los guionistas no soslayaba lo sobrenatural) y a los siete u ocho años de edad, La isla de la fantasía bien podía meter miedo. O al menos ruido en una mente infantil que se debatía ante la problemática premisa « protégeme de aquello que más quiero ». Sea lo que fuere, el sonriente y afable anfitrión liliputiense enfundado en un smoking blanco hecho sobre medida y el chillón grito de « ¡El avión, el avión! » con que daba el silbato inicial de cada episodio tienen un lugar indiscutido en los afectos televisivos de mi generación.

Otro anfitrión —de mandil, éste— se acerca a nuestra mesa a recoger los platos perfectamente rebañados, a ver si no se nos ofrece algo más. Don Bricio. Aprovecho para soltarle una pregunta:

—Oiga, Don Bricio, ¿y a poco sí vino Tattoo a comer aquí a sus tacos? Vi el retrato firmado en la cocina…

Se le ilumina el rostro.

—Pues fíjese que no, la verdad, aquí no vino, pero déjeme le cuento.

—¡Por favor!

—Estaba yo sirviendo en otro restaurante, uno de lujo, allá en Puerto Vallarta. Y a menudo se aparecía algún famoso. Y ¡záz! que, una vez que me toca la mesa del Robert Redford y del Ryan O’Neal. Nomás me doy la vuelta y que los oigo que empiezan a cuchichear. Al Ryan le gustaba bastantito el desmadre. Y que me empiezan a gritar « the plane!, the plane! ». Y sabía que me estaban echando carrilla, pero no le pescaba por dónde. Total que ya luego me llaman y me explican que me parezco al Tattoo, el de « ¡el avión, el avión! ». Tenía yo un peinado de aquellos años, así, cubriendo las orejas, que así se usaba… Y ya ve que tengo los ojos medio achinados. Aquí, por el puerto, hubo bastante chino, así que vaya usted a saber de dónde me vienen… Y pues ellos, el Redford y el Ryan, pues me vieron el parecido y dale que dale con que el Tattoo y yo quesque éramos gemelos… Yo, como quien dice, pues les di el avión y los dejé que echaran su desmadre.

—Y entonces la foto, ¿luego se la mandaron?

—No, ¡pérese, que la cosa no acaba ahí! Pues resulta que hasta Hollywood llegó el chisme de que el Tattoo tenía un gemelo en Vallarta. Y aluego resulta que vinieron a filmar, en Las Hadas [un resort exclusivo], un episodio de La isla de la fantasía. ¡Y que el Tattoo me manda llamar! Nomás de verme y que empieza con que my brother, my brother y ya no me soltaba. ¡Y era tremendo el enanito! ¡Bueno pa’ la pachanga! Y entonces que se le ocurre que se podía aprovechar esa semejanza nuestra para un programa. Y que va y que convence a los escritores y que me hacen a mí un programa a la medida, en el que habemos dos Tattoos, uno chiquito y uno grande, uno bueno y el otro bien perverso. Ese era yo. Y pues que les digo « va » y que lo filmamos y todo. Ya vestidos parejo, con el esmokin y el moño, pus lo que sea de cada quien, sí daba el gatazo.

Tengo, mientras me esboza una intriga de lo más barroca, un sentimiento de déja-vu: en el resquicio neuronal donde se albergan mis terrores nocturnos quedan remotas virutas de ese segundo Tattoo, grande y perverso.

—Así que ora sí que se le cumplió su fantasía, Don Bricio —atrevo el chascarrillo—, de ser famoso…

—¡Uy, ni se imagina usted cómo se infló la cosa allá en Vallarta, cuando por fin pasó el programa! Creían que nomás andaba de hablador y ándale que no. Me volví famoso ora sí que de la noche a la mañana. Me llamaban de México, de la ANDA [Asociación Nacional de Actores] que para que aceptara un cargo, que para que hiciera yo carrera, que para unos anuncios, ¡hasta del PRI se me acercaron! Pero yo me dije: « ya cobré mis pesitos; ya ahí muere ». ¡Luego anda uno creyéndosela y termina haciéndole al payaso! ¿No? Uno debe saber quién es en la vida y qué es lo suyo. Y pues ya ve: esos fueron mis roces con la fama.

—Muy sabios sus consejos, Don Bricio —apruebo. —Oiga, y con Tattoo, ¿siguió la relación?

—Un poco, sí. De cuando en cuando me marcaba y me decía que me fuera con él a Hollywood, que él podía clavarme. Y que my brother, my brother… Pero pues se le oía en la vocecita que andaba borracho y melancólico. ¡Era tremendo, el Tattoo! Bastantito. La verdad es que sí estaba bien traumado.

—¿Traumado? ¿Qué quiere usted decir?

—Pues por ser enanito, ya ve. Lo sufría mucho. Allá en Hollywood, me contaba, tenía un rancho con todo en miniatura. Con gallinitas enanas, con caballitos poney, carritos de golf, teteritas para tomar el té. Todo lo quería a su medida. Todo menos sus mujeres: esas le gustaban grandotas. Yo le vi varias, bien guapas todas. Les exigía que se pusieran tacones para que se vieran todavía más altotas.

—¿Se volvieron a ver?

—Sí, él era el presidente de la asociación internacional de enanos. Era alguien importante en su medio. Y se las agenciaba para que las convenciones se hicieran en Puerto Vallarta. Y cada vez me mandaba llamar. Pero en la francachela era difícil aguantarle el paso. Ya luego supe que se mató de un tiro en el pecho. No me extrañó nada: ya le digo que estaba bien traumado. Me figuro que le pasó lo que a Pedro Armendáriz: que viene el médico y le dice que tiene cáncer y lo que él entiende es que llegó el fin del mundo y ¡pum! Todo se lo dejó a su sirvienta. No fui al sepelio, pues ya ni a qué.

Me he demorado platicando y a mi familia le anda por irse. La pistola imaginaria en la diestra de Don Bricio se disuelve en una palma áspera, franca y fuerte. Nos despedimos. Lo dejo feliz de haber podido compartir su momento estelar, su roce con la fama.

También yo parto entusiasmado: el entusiasmo del narrador que sabe que acaba de recibir una historia en prenda. Es, de momento, un entusiasmo difícil de compartir. Al volver a nuestro hotel en la playa me conecto al Wi-Fi en busca de argumentos para convencer a Matiana, mi mujer, de la grandeza de un enano espiègle vestido de smoking.

Nacido en el París ocupado de 1943, Hervé Villechaize sufrió de problemas agudos del sistema endocrino, que derivaron en enanismo. Dotado para la pintura, estudió Bellas Artes y se fue a Nueva York a probar fortuna como dibujante, y luego a Los Ángeles, como actor. En su momento de mayores penurias vivió en su auto y fungió de ayudante para un cazador de ratas. Sensible a su innegable carisma, el productor Albert R. Broccoli hizo de Hervé, de apenas metro y veinte de altura, un villano de talla: lo opuso a nada menos que James Bond, agente 007, en The Man with the Golden Gun.

Las memorias de Roger Moore —no pretendo aquí, ni por asomo, jactarme de haber leído semejante monumento de las letras; hallé la cita en internet— nos ilustran sobre el desaforado comportamiento de Villechaize en los burdeles de Hong Kong, isla de la fantasía avant la lettre, donde juntos filmaran la misión de Bond. Al final del rodaje, el playboy pregunta al diminuto actor con cuantas mujeres se acostó en el mes. « ¡Con 45! », le responde radiante. « Pero todas a las que les pagas no cuentan », lo aguijonea Moore. A ello responde tristemente el enano: « Pues sí que cuentan, ya que algunas, aunque les pago, igual me rechazan ».

Tres años después, Hervé Villechaize aparece —caracterizando al simpático Tattoo— en La (más que absurda) isla de la fantasía. La televisión hizo de Tattoo una celebridad planetaria, le dio fama, fortuna y poder. Tras bambalinas, las cosas eran menos plácidas: el actor era turbulento, importunaba a las actrices invitadas, hacía rabietas y causaba accidentes y estropicios.

Nada en esa trivia seduce a Matiana, por el contrario.

Tras el lento ascenso, viene la rápida caída. Después de seis temporadas y más de 130 capítulos filmados, Villechaize exige a los productores que nivelen su salario con el del Sr. Roarke, su co-anfitrión y co-estrella Ricardo Montalbán. En vez de negociación, procedió un despido. Tattoo fue echado, sin miramientos, a la calle. El tiempo le daría la razón: sin su enigmática sonrisa la isla perdió su encanto. La audiencia decayó y la serie pronto dejó las ondas. Enclaustrado en su rancho en miniatura, Tattoo Villechaize se hundió en la acedia. Constreñidos en una reducida caja torácica, sus órganos internos, que habían seguido un crecimiento normal, le hacían sufrir dolores indecibles. Debía, para poder respirar, dormir de rodillas. A los 50 años, fue demasiado. Escribió una nota algo confusa y grabó una despedida en una banda magnética. En un traspatio, la bala redentora desgarró sus pulmones atrofiados.

¡Pero es atroz! Se exclama mi mujer, conmovida ante tanto sufrimiento. Buscamos en YouTube algún clip que reviva la magia de Tattoo. En la lista del buscador aparece un clip que dice: JAVIER GURRUCHAGA - El bonsai del presidente (HQ). 

—Dale a ése, dale a ése —me insta Matiana—. ¡Es genial! ¡El presidente desgastado! Un clásico…

Obedezco.

No doy crédito a lo que ven mis ojos. « ¿El poder desgasta? », lanza obsequioso un gordo travestido de cremosa entrevistadora. Ante ella, Tattoo, sentado en una silla presidencial puesta sobre un enorme cojín. Es él, sí, pero es también Felipe González caricaturizado, todo seducción sin substancia. Se parecen como dos gotas de agua. Una parodia sublime, llena de sorna, sobre el romance del poder y los medios. Un raro y preciosos momento de genio televisivo.

—Es él —le digo a Matiana.

—¿Él quién?

—El enano, Felipe González. Es Tattoo. El de La isla, el gemelo de Don Bricio…

—¿Es él? ¿El presidente desgastado, es él?

Matiana lleva muchos, muchos años de vivir en España y maneja los referentes culturales harto mejor que yo. Me explica que un tal Javier Gurruchaga parodia a la periodista Victoria Prego en las entrevistas de un programa llamado Ante la opinión. No necesito saber más.

Si, como dice el dicho « los amigos de mis amigos son mis amigos » acaso también « el gemelo de mi gemelo es mi gemelo ». De ser así, acaso Felipe González tenga cita pendiente en el muro de una fonda en la destartalada costera de Manzanillo.

El rótulo en el muro, de burdas letras trazadas a mano, dice: « Don Bricio ». Se trata de una fonda sin pretensiones en la destartalada avenida costera de Manzanillo. (Manzanillo, puerto mexicano de cara al Pacífico, mira con avidez hacia Oriente: por sus muelles entran al país, procedentes...

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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1 comentario(s)

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  1. Alain-Paul Mallard

    P.S. Don Bricio, que sabe bien quién es —pura substancia sin seducción— difícilmente aceptaría un cargo en el PSOE de hoy.

    Hace 8 años 10 meses

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