Alberto Reguera / Artista
“Soy un pintor de atmósferas, me interesa hacer leve lo pesado”
Sara Zambrana 9/03/2016
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Stéphane Mallarmé, extasiado y después de remar con ahínco en una travesía que parecía no tener fin, se llevó un virginal nenúfar blanco como recuerdo y consolación. Ese poema bien podría estar dedicado a su amigo Claude Monet, quien también daba largos paseos en barca de remos persiguiendo el simbolismo poético de la superficie acuática, obsesión que alcanzaría su culmen en la última de sus series, la colosal Nenúfares, “la Capilla Sixtina del Impresionismo”, en palabras de André Masson. Alberto Reguera (Segovia, 1961) forma parte de este grupo de artistas que han explorado con profundidad la bella ambigüedad que existe en la naturaleza, y por eso conoce tan bien la obra del maestro francés. En verdad conoce muy bien la tradición pictórica del paisaje y sus derivas hacia la abstracción.
Reguera me recibió el pasado mes de febrero en su estudio-casa de la madrileña calle Mejía Lequerica. Tiene un estudio amplio, blanco y muy luminoso. Ha preparado para mí una pequeña selección de sus obras y ha ordenado en un abarrotado carro que acumula toscos rastros de pintura todos sus recipientes, llenos de pigmentos en polvo y algunas mezclas, junto con sus pinceles y sus trapos. Generoso y amable, cercano y risueño, es un pintor de “paisajes abstractos”, o mejor, un creador de atmósferas y climas a base de densas capas pictóricas –aterciopeladas o ásperas– y “pigmentos flotantes” donde el trabajo gestual tiene una importancia trascendental.
Sus obras tienen algo que atrapa, una elegancia que te deja ensimismada a la vez que una asertiva violencia que te inquieta y atrae sobremanera. Reguera también me acompañó el día que coincidimos en Segovia, cuando fui a ver la exposición El Aura de la Pintura en el Museo Esteban Vicente, su primera retrospectiva en España –incluyendo fotografías, un vídeo, cuadernos de viajes y documentación de colaboraciones con otros artistas– bajo un título ambicioso que, sin embargo, bien se comprende y admira al recorrer la muestra. Su obra representa de un modo rotundo la búsqueda de la esencialidad plástica.
¿Qué sucedió para que un historiador palentino se iniciara en la pintura abstracta lírica?
Lo que sucedió fue un viaje. Yo estudiaba en Valladolid, aunque vivía entre Palencia y Segovia, y conseguí una beca para ir a París, a la Ècole du Louvre; pero antes de estudiar Historia ya quería ser pintor, es decir, estaba latente. A los 22 años, tras terminar la carrera, me vi en la encrucijada de tomar una decisión o ya sería tarde. Fue difícil pero decidí irme a París, arriesgar y dedicarme a la creación. Y tuve la suerte de encontrar galerista muy pronto.
¿Qué le aportó formarse con Rafael Canogar?
Me aportó muchísimo. En concreto, hubo dos artistas españoles que me marcaron especialmente: Lucio Muñoz, a quien conocí en los Talleres de Arte Actual del Círculo de Bellas Artes y del que aprendí mucho sobre el manejo de la materia y su relieve, era uno de los más innovadores en este tema; y más tarde conocí a Canogar, cuando él formó parte del jurado de los Premios Ojo Crítico [Reguera ganó el dedicado a las Artes Plásticas en ese momento, en el año 2001]. Canogar, generosamente, me propuso participar en una exposición colectiva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla que se llamó Relevos; me vino muy bien en esa época, cuando tenía un vacío institucional importante. Se conserva joven por dentro y por fuera, Canogar es una persona inmensa desde todo punto de vista; lo que más admiro de él es cómo evoluciona, cómo cambia constantemente de una forma tan sorprendente.
El arte abstracto español ha sido muy político, me refiero al informalismo, ¿considera que hoy existe realmente libertad de expresión?
Mi vertiente o el lenguaje desde el que parto, la abstracción lírica, podríamos decir que no está de moda. Pero cuando el grupo informalista trabajó en los cincuenta tenía otro sentido completamente distinto al de ahora. Hoy sí hay libertad para crear; otro asunto es que se logre visibilidad o no. Ellos no creaban con la libertad con la que puedo crear yo.
¿Qué opina de la situación del sistema de arte español en relación con su trayectoria?
Yo trabajo sin prejuicios y me guía el sentimiento; no empecé a hacer instalaciones porque se llevaran más o menos, sino por lógica, por la cantidad de capas que dispongo y porque empecé a engordar los bastidores. No hay posturas artificiales o impostadas. Pero sé que algunos expertos comentaron al ver mi obra en ARCO: “Nos gusta mucho, pero es pintura”. En realidad mi trabajo está en la frontera de muchas cosas y es más difícil de catalogar.
Cuando empecé en los ochenta a trabajar en Madrid dominaba la figuración salvaje, recuerdo que algún pintor cambió drásticamente su forma de pintar porque le dio pánico verse en el ostracismo; obras como la mía no tenían eco pero seguí haciéndola. Se necesita mucha convicción en lo que haces, y resistir. Pero esto lo dan los años y el problema viene cuando no se logra aguantar. Quizá yo no tenía ningún complejo porque en París sí interesaba, convivían diferentes corrientes y tenían eco.
Recibió más apoyo en Francia que en España.
Sí, mucho más, pero no por una razón especial o encubierta. En ese momento Francia y Bélgica eran más proclives a aceptar esa abstracción lírica porque ellos mismos la habían fomentado, mientras que en España no, e incluso se rechazaba y estaba denostada. Me sentía muy aceptado y no me frustré, aunque me dijeran que París ya no era el centro, que lo era Nueva York. Yo estaba muy cómodo allí, donde además no sentía esa presión por triunfar, esa hoguera de las vanidades, que ahora he visto veinte años después en Shanghái.
También creo que yo pertenezco a una especie de generación perdida de artistas en España: se ha hecho caso a la anterior a la mía y también se ha dado otra vuelta a la abstracción y lo conceptual con artistas diez años menores que yo, y sí han despertado interés.
Yo conseguí mantenerme, con unos precios asequibles, sin grandes pretensiones, siguiendo los consejos de mis galeristas y sin subirlos de esa forma tan desorbitada que se dio aquí en los noventa. Mi objetivo no era económico, era continuar y vivir de ello.
En este sentido, justamente su primera retrospectiva tampoco se ha realizado en España, sino en Hong Kong [Blue Expansive Landscape, 2015]. Parece que se sigue necesitando que el reconocimiento proceda del exterior.
Sí, he tenido suerte y se han dado una serie de circunstancias. Esa exposición, en torno al color azul con una selección de 30 cuadros, recibió mucha atención de los medios y muy buenas críticas. Cuando estuve trabajando en esa exposición, en ese museo tan prestigioso, el MHKUMAG, y con esos cuadros, pensé “esto es lo que quiero que me ocurra”.
De forma casi paralela, Ana Doldán, la nueva directora del Museo Esteban Vicente –que al ser tan joven no tiene ciertos prejuicios presentes en otras generaciones– me propuso el proyecto, y yo creo que ella ya lo tenía en mente. Está muy bien que la primera en España sea en Segovia y en un museo como el Esteban Vicente.
Su interés se focaliza en el deseo de expresar la belleza que encuentra en la naturaleza, ¿por qué le fascina tanto y por qué eligió la pintura para hacerlo?
La naturaleza es mi modelo y encaja muy bien para expresar mi mensaje estético. Me permite jugar desde el punto de vista tanto de viaje exterior como interior. La pintura es el instrumento con el que podía traducir esas vivencias, aunque luego se fue ampliando por mi interés por el espacio. Cuando vi los fiordos noruegos comprendí que no podía encerrar ese enorme espacio en un lienzo tirante, tenía que ir más allá. Podríamos decir que es la sublimación de la materia a través de la pintura para crear la belleza. Voy al encuentro de lo que estéticamente me interesa de la naturaleza.
Su obra revela una amplia cultura con muchas referencias estéticas, especialmente pictóricas y musicales.
Hay artistas que han decidido cortar con la historia del arte; en cambio yo no, mi trabajo es muy deudor de esas corrientes del romanticismo que conducen a la abstracción, pasando por el impresionismo. E incluso son más antiguas, por los paisajistas holandeses del XVII, como esa Vista de Naarden [1647] o el Mar tormentoso [1668] de Van Ruisdael del Museo Thyssen. Me interesan mucho estas composiciones bipartitas, esos mundos compartimentados por el cielo y la tierra o el agua, con fluctuaciones vibrantes, que luego veo también en Monet y después en Rothko. Es el horizonte que yo acabo sacando del cuadro. A mí me alimenta la historia del arte, los museos son mi verdadera escuela. Javier Maderuelo lo expresó diciendo que cada estrato de mi pintura era como cada capa de la historia del arte.
En cuanto a la música, también tengo muchos referentes, desde Haydn, Debussy y Satie hasta otros mucho más contemporáneos. En mi estudio, cuando trabajo, escucho música, a veces sin saber qué pieza es, y todo eso me genera una atmósfera o un contexto que me transporta a un vacío, y me invita a pintar. Soy un pintor de atmósferas, me interesa, como a algunos antiguos pintores chinos, hacer leve lo pesado; de ahí que, aunque veamos mucha materia, hay algo que lo eleva o lo hace flotar, hay una sensación de ingravidez de la materia.
Es una exposición ecléctica.
He podido trabajar muy bien junto a Doldán, que es una gran profesional que tiene las cosas muy claras. Sólo puse como condición romper un poco con el orden cronológico para así intercalar tanto periodos como disciplinas artísticas, porque desde 2014 trabajo a la vez todas ellas. Es una selección de 50 piezas y ese sería el planteamiento inicial. La idea principal era jugar con el espacio.
Hay desde obras tempranas, como las de los horizontes castellanos, en las que trabajaba mucho el raspado y el barrido, hasta las obras tras el viaje a Noruega, en 1997, y que me fascinó; fue cuando cambió mi manera de pintar, volviéndose menos violenta y más sutil, ya se aúnan cielo y tierra y las veladuras cubren todo el paisaje. Luego introduje pigmentos metálicos, como se ve en un cuadro que me gusta mucho, Paisajes visionarios; a partir de 2003 esos paisajes se estiran, tras tantas capas de color ya no pueden más y se convierten en un objeto; ya en 2007, por un lado, llegué a la “pintura expansiva”, que es como un recorrido o un viaje de la materia, una huida que hace la pintura más allá del marco, hacia el espacio –Guillermo Solana lo explica de forma maravillosa al decir que es como un derrame, una hemorragia–; y por otro, el cuadro es cada vez más ancho, lo pinto también por la parte trasera pasando a ser lo que llamo “instalación pictórica”, cubos llenos de materia y color. Por ejemplo, entre las salas 2 y 3 hay una abertura en altura y ahí colamos una instalación, para poder verla desde más puntos de vista.
Otro de los aspectos más interesantes de su obra es el cuestionamiento del soporte tradicional de la obra de arte.
Sí. Al mismo tiempo que hay un homenaje a los grandes maestros, también hay ese cuestionamiento y un empleo muy contemporáneo de los materiales, como una combinación de modernidad y clasicismo. Es una reflexión también sobre qué puede aportar la pintura en el siglo XXI puesto que ya no se puede plantear como en el XX. La obra tiene que aportar, tener muchísima intensidad y fuerza.
¿Qué visibilidad está teniendo la muestra?
Está teniendo muchas visitas. Desde la mundialización ya existen otras reglas de juego en este sentido, antes había pocos periódicos o revistas y si no salías en ellos no existías; ahora existes a pesar de los que no quieran darte visibilidad. Además ahora hay mucha creatividad y medios muy interesantes; al igual que hay más buenos críticos y museos.
¿Cuál es su próximo proyecto?
Estoy trabajando en una serie con soportes circulares, tondos, una individual que se expondrá en la Galería Serena Morton de Londres; también itinerar la exposición Blue Expansive Landscape; y tengo otro, algo utópico, donde el soporte pictórico o de acción, que sería también el argumento conceptual de la potencial exposición, fuera la propia sala y que la pintura brotara directamente del muro: una intervención en el propio espacio.
Stéphane Mallarmé, extasiado y después de remar con ahínco en una travesía que parecía no tener fin, se llevó un virginal nenúfar blanco como recuerdo y consolación. Ese poema bien podría estar dedicado a su amigo Claude Monet, quien también daba largos paseos en barca de remos persiguiendo el...
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Sara Zambrana
Es historiadora del arte.
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