TRIBUNA
La izquierda y el mercado: dos visiones encontradas
'Socialdemócratas' y 'socialistas' son nombres que ocultan tanto como revelan: muchas de las tesis que hoy llamaríamos “radicales” eran perfectamente “socialdemócratas” hace 30 o 40 años
Luis Fernando Medina Sierra 16/03/2016
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El espectáculo de fragmentación de la izquierda española en los últimos meses, en especial tras las elecciones del 20-D, resulta un tanto desesperante. Al aumentar la tensión es normal que todos los involucrados comiencen a acusarse mutuamente de traiciones, mala fe, megalomanía, etc. Pero, vistas las cosas con algo de distancia, el cuadro es más bien familiar. La izquierda siempre se divide, no solo en España y no solo ahora. Puede parecer extraño que supuestamente facciones que tienen un mismo propósito (derrotar a aquella entelequia que se suele llamar “neoliberalismo”) sean incapaces de ponerse de acuerdo en la táctica. Pero por eso mismo, voy a aventurar una hipótesis: el problema no es de medios, sino de fines. La división de la izquierda en la actualidad obedece a que distintas facciones persiguen distintos objetivos y llegó la hora de tener un debate abierto y honesto al respecto.
Es normal que se busque evadir el debate sobre los fines. Mientras más se logre crear la ilusión de que existe un acuerdo básico, más posibilidades habría, o al menos eso pareciera, de llegar a la tan anhelada unidad. Además, existe el riesgo de que, si se pone en evidencia que hay un desacuerdo sobre metas últimas, se llegue a un punto de no retorno.
Pero estos dos argumentos parecen estar errados. Primero, cuando se mantiene la ficción de que ambas partes comparten los mismos fines, cualquier discrepancia solo puede deberse a que una de las dos es estúpida o deshonesta, lo cual genera un ambiente tóxico. Por otro lado, no necesariamente los fines son inamovibles. Posiblemente, si se llegara a una discusión honesta sobre fines y metas, se podría llegar también a un acuerdo. Todos hemos cambiado alguna vez nuestros objetivos. La izquierda ha tenido que hacerlo muchas veces.
En aras de la brevedad tendré que echar mano de dos rótulos, necesariamente inexactos, para explicar lo que considero uno de los desacuerdos básicos en el seno de la izquierda. Me referiré a sectores “socialdemócratas” y “socialistas” a sabiendas de que son nombres que ocultan tanto como revelan: muchas de las tesis que hoy llamaríamos “radicales” eran perfectamente “socialdemócratas” hace 30 o 40 años.
Si se llegara a una discusión honesta sobre fines y metas, se podría llegar a un acuerdo. Todos hemos cambiado alguna vez nuestros objetivos
Es común en los debates internos de la izquierda sacar a relucir el concepto de “igualdad”. Supuestamente, es este segundo componente del trinomio de la Revolución Francesa (“Liberté, Egalité, Fraternité”) el que distingue a la izquierda. Quienes así piensan, defienden sus propuestas ante sus copartidarios teniendo la igualdad como brújula. Aquí voy a proponer una tesis contraria: lo que genera desacuerdos en la izquierda es el concepto de libertad. Tanto socialistas como socialdemócratas valoran la libertad, pero difieren en cómo se define, dónde se realiza y, por tanto, cuáles son las políticas e instituciones que la defienden.
Tal vez donde más claro es este conflicto es en el campo de la libertad de mercado, especialmente en lo que hace al mercado laboral y al poder de las empresas. Los socialdemócratas de ahora (no los de hace 40 años) creen, al igual que los así llamados neoliberales, que el mercado laboral y la iniciativa empresarial privada son esferas intangibles de libertad. Vistas así las cosas, el papel del Estado debe ser el de regular las consecuencias negativas que esta libertad pueda tener, en especial las desigualdades que genere, siempre privilegiando los mecanismos menos intrusivos posibles: impuestos más que regulaciones, suplementos al ingreso más que pisos al salario, impuestos neutros más que impuestos progresivos, gasto redistributivo más que impuestos, y así sucesivamente. Esta vertiente busca, por así decirlo, un “capitalismo con rostro humano”.
Por su parte, desde un enfoque socialista, el mercado laboral y la empresa privada, aunque sean innegables componentes de una sociedad libre (ya quedaron atrás, bien sepultados, los tiempos de la planificación central), le otorgan demasiado poder coercitivo a unos sobre la vida de otros, en especial, a los empleadores sobre los empleados. En esta forma de ver las cosas, el empresario no es simplemente un agente económico más, dotado de cuanta libertad se pueda procurar, sino el depositario privado de una responsabilidad ante la sociedad: la responsabilidad de utilizar los vastos poderes que tiene dentro de una empresa, en beneficio de todos.
Un socialismo tecnócrata
El Estado no es un ente encargado de usar un fino pincel para enmendar los desperfectos ocasionales, sino que es una esfera más del conflicto social. Es, o puede llegar a ser, el yunque para el martillo con que los trabajadores aspiran a luchar contra el poder del empleador. Por eso, la agenda socialista privilegia medidas tales como regulaciones estrictas al salario y a las condiciones de trabajo y despido, propiedad pública de algunos activos importantes en la economía, a veces incluso, co-propiedad del Estado en las grandes empresas (como el famoso Plan Meidner de la socialdemocracia sueca en los años 50). Por supuesto que, como apuntan los críticos, a veces esas medidas generan desigualdades entre “insiders” y “outsiders”. Pero a esa crítica la respuesta es que la solución es expandir, no reducir, la cobertura de las medidas, a expensas del poder empresarial.
Cada una de estas visiones lleva también a una concepción distinta de la política. Para la socialdemocracia, lo fundamental es contar con el favor del electorado para que lleve al poder a un estrato tecnocrático con las sensibilidades correctas. Para el socialismo, en cambio, los partidos necesitan suplementarse con movimientos sociales, especialmente ahora cuando es cada vez más notorio el vacío que deja el debilitamiento de los sindicatos.
Me tomaría muchísimo tiempo discutir en detalle los méritos de cada punto de vista. Pero creo que haría bien la izquierda en discutir este punto abiertamente. Como dije más atrás, no siempre los debates sobre fines son insalvables. De pronto, en lugar de perder tiempo en mutuos insultos y descalificaciones, ambas partes podrían pensar en formas de armonizar sus perspectivas. Por ejemplo, si se va a aceptar la premisa de que los mercados laborales deben ser flexibles, ¿por qué no complementarlos con un sistema robusto de ingresos incondicionales?
Para la socialdemocracia, es fundamental contar con el electorado para llevar al poder a un estrato tecnocrático con las sensibilidades correctas
¿No sería esa una forma de romper el excesivo poder de los empleadores sobre los trabajadores, sin tener que regular demasiado la actividad empresarial? Si se acepta que, en lo fundamental, la labor de asignación del crédito debe estar en manos privadas, ¿por qué no pensar en mecanismos de banca ciudadana que sirvan para llevar capital a muchos sectores excluidos? Si se acepta que la gestión del suelo urbano debe tener un componente vigoroso de iniciativa privada, ¿por qué no pensar en formas de planificación urbana más participativas que le den más espacio a la sociedad civil y no únicamente a los especuladores inmobiliarios?
Para decirlo abiertamente, en el debate fundamental sobre la libertad en el mercado, creo que la lectura socialista es la correcta. También es verdad que los medios que se han utilizado en el pasado para consolidarla no tienen viabilidad en la sociedad moderna, un reproche en el que no le falta razón a los socialdemócratas. Pero, entonces, la solución no es fingir un acuerdo sobre la igualdad donde no lo hay, ni seguir en discusiones del siglo pasado, sino revitalizar el debate para articular una visión que ilusione en los tiempos actuales. De pronto así sí se puede pensar de nuevo en la unidad y, ¿será mucho pedir? La victoria.
El espectáculo de fragmentación de la izquierda española en los últimos meses, en especial tras las elecciones del 20-D, resulta un tanto desesperante. Al aumentar la tensión es normal que todos los involucrados comiencen a acusarse mutuamente de traiciones, mala fe, megalomanía, etc. Pero, vistas...
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Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
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