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Parece que la Semana Santa disfruta en este siglo XXI de un revival asombroso. Según el CIS, tomando datos de 2015, un 70,6% de la población de España se considera católica, pero de estos, más de la mitad, el 61%, no van a misa u otros oficios religiosos y sólo el 12,1% dice acudir a misa casi todos los domingos y días festivos. Sin embargo el interés y atractivo social, turístico, retro o gregario de las procesiones de Semana Santa está creciendo. La Semana Santa no deja de ser un perfecto pretexto para estimular y hacer crecer el gasto turístico que es la principal industria nacional y diversificar el monocultivo del “sol y playa”. Además esos clubes religiosos llamados cofradías tienen año a año más asociados ante el pasmo y el asombro de los foráneos europeos y… ¿por qué?... No, este no es lugar para hablar de misticismo gregario, aquí se viene a hablar de sopas y de potajes y no de cristos de la buena muerte o de vírgenes suicidas. Sin embargo, antes de dejar esta penitencia, afilando un poco más las estadísticas del CIS en la cuestión, descubrimos que solamente un 48,4% de los jóvenes entre 18 y 24 años se declara católico y el 47,1% afirma que no se plantea la cuestión religiosa. A los jóvenes ya no les interesa ni el pecado ni el cielo, sólo es trascendente llegar a fin de mes. Y yo formo parte de esa minoría del 9,9% que se declara ateo. De la Semana Santa sólo me interesan las torrijas y el bacalao, que también tienen algo que ver con la resucitación.
La torrija es una bomba atómica calórica y un postre viejuno que sin embargo goza de buena salud. En estos tiempos de adelgazamientos bisturí, dietas milagro y condenas públicas de barrigas y gorduras, la torrija es un delicioso canto al exceso y al placer sin remilgos. Los primeros libros de cocina que explican su preparación datan de comienzos del siglo XVI y su gusto está muy extendido por toda la América hispana. De hacerse con pan asentado y sobrante ahora se preparan con panes especiales delicatessen. De ser un postre humilde hoy los grandes pasteleros hacen diversas y refinadas interpretaciones. Pero sus ingredientes son todo lo contrario a la sofisticación o el exotismo: pan, leche, azúcar, huevo, canela y aceite. Un postre de fritanga muy resucitador. La cazuela de bacalao o “bollo de acelgas” pertenece a la familia de los guisos de cuaresma. Fritas las patatas cortadas en rodajas junto con un poco de ajo y pimentón de la Vera, se revuelven con el arroz y las acelgas cocidas, cortadas en brunossie las pencas y en juliana las hojas junto con migas de buen bacalao ya desalado. Se mezclan bien los ingredientes al fuego en una sartén de hierro y al final se vierten por encima dos o tres huevos batidos. Se tapa y se pone al fuego fuerte, mejor en brasas de chimenea para que se socarre o tueste la superficie del guiso que está en contacto con la sartén. La momia de bacalao ha sido un ingrediente fundamental de los platos de cuaresma cuando las tentaciones de la carne estaban archiprohibidas. Hoy la carne está barata y el bacalao bueno es un ingrediente tirando a caro.
Ahora he de confesar mi pecado y mi penitencia: una vez amé a una cocinera a la que conocí una Semana Santa de mi otra vida. A ella le debo mi reconciliación con las momias comestibles y haber conocido a Manolo Vázquez Montalbán. Pienso ahora en su pil pil o en sus formas redondas y se me hace la boca agua. Ella volvía del restaurante muy tarde, oliendo a trabajo y a cocina y no la dejaba ir a la ducha hasta que no había probado sobre su piel el rastro de los mil alimentos transformados en guisos deliciosos con sus manos. Mi boca no le dejaba mucho a la ducha y al jabón.
Nunca estimé ese fasto derrochador de la cultura de las momias. Ese fanatismo turístico y necrofílico por visitar los cementerios de los faraones. Egipto no es para mí más que el sueño paranoico de una estirpe de locos que esclavizaban a miles de personas para hacerse un nicho en forma de pirámide con vistas a esa playa infinita que es el desierto. Prefería creer esa otra hipótesis menos histórica pero más sensata de que las pirámides las construyeron ciertos marcianos caníbales. Yo siempre asocié esa otra momia extrañísima llamada bacalao de olor preocupante a la peste que debían echar la momias faraónicas cuando las descubrían. Por eso, cuando los dedos de la cocinera comenzaron a transmutar ese cuero blanquecino saturado de sal en unos lomos traslúcidos gracias tan solo al agua y su saber, cuando después, sólo con aceite y ajos fritos, aquel pescado ambiguo comenzó a nadar en una salsa amarilla y cremosa, cuando me llevé a la boca un trozo de pan empapado en esa salsa… comprendí que tal vez las momias de los faraones tuvieran otro fin, puede que sus cuerpos fueran solo bacalaos secos, alimento o ingrediente futuro de alguna oscura receta caníbal o marciana. Faraón al pil pil o algo por el estilo. Si entonces me reconcilié con los bacalaos resucitados fue gracias a ella, a Manolo y esa loca historia que nos contó primero y escribió después del obispo-gourmet-náufrago que recibe en su isla sin fuego una caja de bacalaos y sueña con las mejores cocinas del mundo y con las piernas sin depilar de una amante ausente llamada Muriel.
Por la mañana le acompañaba al mercado a admirar su forma dulce de ser exigente, de decidir las compras, discutir con los tenderos, alabar el aroma de verdad que tenían las verduras del puesto de Alberto o cargar con esas cajas de pescados preciosos que le preparaba Jaime y que ella ni revisaba, confiada en una pescadería que llevaba trabajando para su restaurante tres generaciones. Después de llevar el género a las neveras y despensas del restaurante volvíamos a casa para desayunar de verdad y gastar con más amor las calorías del pan tumaca con jamón extremeño, el queso de cabra con membrillo, las fresas sin nata y un exquisito café guatemalteco recién molido. Después ella se iba al trabajo y yo me quedaba en su casa picoteando en una biblioteca en donde se mezclaba Baudelaire con la memoria gustativa de Néstor Luján, de Cunqueiro y de Pla, las manías gastrosóficas de Curnonsky con Chéjov, los recetarios visuales de Arzak con los novelones de Victor Hugo en ediciones de principios de siglo, los recetarios abrumadores de Ducasse, Bocuse, Dutournier, Hermé o Robuchon con las explicaciones del apetito insectívoro del hombre que daba Marvin Harris, las historietas caóticas de doña Maguelonne Toussaint-Samat con alucinantes primeras ediciones de los poemarios de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Miguel Hernández, la admirable guía para golosos de Faustino Cordón con las primeras novelas de Pepe Carvalho. Me sentaba en el suelo de esta biblioteca heredada del abuelo poeta, republicano y gastrósofo, convertido a la fuerza en cocinero tras la guerra y leía a los poetas y a sus santones de la cocina francesa con igual admiración. Aquella biblioteca era un tesoro que se salvó de la barbarie falangista tras la caída de Barcelona y que lejos de menguar fue creciendo gracias al empeño del jovencísimo dueño de una humilde tasca de cocina valenciana que se gastaba el escaso dinero de la posguerra en las joyas bibliográficas que aparecían de cuando en cuando por las librerías de lance. Ese era mi abuelo, su tasca es ahora mi restaurante. Mi padre huyó de la peste a conejo frito y arroz con verduras que dejaban en la ropa estos fogones y se hizo picapleitos pero yo he vuelto aquí. No sabría hacer otra cosa. Nada puede hacerme más feliz que ser cocinera.
Yo trabajaba entonces de investigador de mercados free lance y podía escribir los informes pendientes desde cualquier lugar sin tener que aparecer por la oficina más que un par de mañanas a la semana. A eso de las cuatro de la tarde, con hambre ya canina, me acercaba al restaurante a comer alguna sobra que no podía guardarse para las cenas. Una sopa boba de lujo en la que no había que pedir carta ni elegir. Por aquella hora ella salía de la cocina a saludar o hablar con sus admiradores y agradecer esa fidelidad a sus fogones. Allí me encontré una tarde a Manolo Vázquez Montalbán. Qué, ¿usted también es comedor de sobras? De postre había torrijas. Entre los comensales de su comedor había muchos fieles burgueses con posibles que rondaban ya los sesenta y que acudían a comer el pil pil y las torrijas con la misma devoción religiosa con la que irían luego a los oficios sacros de esas fechas o eso imaginaba yo al verlos tan concentrados en el platillo pringoteando la salsa dorada del bacalao o rebañando el almíbar.
Soy ateo, ya lo he dicho, y las tendencias de descreídos del CIS auguran que el cielo se va a extinguir en una pocas décadas, pero si tuviera que creer en algún cielo sería el de estar entre las carnes generosas de aquella cocinera, comer luego su pil pil y sus torrijas y escuchar durante la sobremesa a Manuel Vázquez Montalbán hablando de los culos de una tal Muriel, amante de un obispo en excedencia y fanático del bacalao en todas sus resucitaciones. No hubo mejor Semana Santa que la de entonces. No hay mejor cielo que aquel, lleno de pecados y momias.
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Notas:
Para saber más de Muriel y de su amante Obispo el gran Manuel Vázquez Montalbán nos dejó el cuento Reflexiones de Robinsón ante un Bacalao. Mi edición es de 1995 pero imagino que estará reeditado.
Susana Pérez es la creadora de uno de los mejores y más seguidos blogs de recetas en español. Con más lectores y fans que la mayoría de los cocineros mediáticos. Cualquiera que visite su blog se vuelve adicto. Su receta de torrijas es inmejorable.
Parece que la Semana Santa disfruta en este siglo XXI de un revival asombroso. Según el CIS, tomando datos de 2015, un 70,6% de la población de España se considera católica, pero de estos, más de la mitad, el 61%, no van a misa u otros oficios religiosos y sólo el 12,1% dice acudir a misa casi todos...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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