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Se precia de ser un periodista incómodo, y por eso no deja de moverse en la silla. Es la imagen periodística de la nueva transición política o lo que sea esto. A fuerza de insistencia y machaconería: sí, pero lo es. Su programa, con lo bueno que tiene, que lo tiene, podría durar cerca de una hora menos sin perder contenido. Ferreras es el malabarista de la exclusiva vacua, del frenetismo estético y del tiqui-taca tertuliano.
La salud de su cadera es cosa esencial para sus seguidores y, por extensión, recae gran responsabilidad en el engrase de su silla. De hecho, en el imaginario general, a veces parece más silla que hombre, una silla moderna, eso sí, ergonómica, articulada, con palanquitas. Tiene unas manos chatas y compactas que le sirven para palpar la actualidad, con la palma abierta, para arriba y para abajo, dosificando el flujo informativo. Son manos avisadoras y repetitivas. Las coloca encima de la mesa y adelanta un hombro en un gesto simiesco de acecho, como si fuera a abalanzarse contra Montoro o Fernández Díaz.
Gran artista de la mitificación y el engolamiento. Adora la ‘p’ de la palabra ‘periodismo’ y, a pesar de las normas ortográficas, la pronuncia siempre con mayúscula. Emplea una tensión vocal de comentarista de previa de derby o de final de Champions, y sus entrevistas, se ubiquen donde se ubiquen, sueñan con ocurrir a pie de campo.
El pelo, siempre como recién sudado y despeinado, aporta atrezo a su rollo de tipo intrépido: las mechas pobres y desordenadas de su frente podrían indicar a la perfección que corre a cosquillearle las corvas al poder en las pausas publicitarias. Sus ojos suelen avisparse con aire cuestionador. Sus párpados se entornan y sospechan. No se fía. A él no se la cuelan. Este gesto ha pasado a integrar la estructura básica de su cara. Debe de usarlo para todo, por ejemplo, para hablar con un camarero: “¿El cortado es descafeinado? Dime sólo sí o no: un titular”.
El presentador pertenece a ese grupo de hombres a los que les cuajan muy temprano las facciones de los viejos que serán. Su rostro tiene tendencia a descolgarse, y en él hay peculiaridades insoslayables. Destacan sus cejas negras y molludas. En ellas sucede algo extraño. No se asemejan a un par de orugas, realmente lo son. Uno las mira esperando que se muevan con independencia, que se desvíen, quizás, hacia la sien izquierda, aunque nunca lo hacen. Sorprende su quietud y su docilidad, casi parecerían cejas de verdad, pero resulta muy difícil quitarse de la cabeza la intuición de que son dos intrusas peludas, o sea, de que las cejas reales se esconden debajo de éstas. Este problema se extiende al resto del personaje, cuesta definir si con justicia a la verdad o no, pero en él da la impresión de que las cosas aparentan más vida de la que tienen.
La forma de su boca es la prueba de que rasgos de carácter como la ironía, el sarcasmo o la socarronería son incompatibles con la carnalidad labial. Poco a poco, le han desaparecido los labios y le han dejado una mueca contradictoria. Cuando eleva ligeramente una de las comisuras, demuestra inteligencia y mordacidad, en cambio, cuando lo pillas desatento y sin mirar a cámara, gasta una sonrisilla simétrica que comunica una especie de bondad rural.
Por supuesto, domina los tonos y las leyes de la viralidad. Con atención, puede percibirse cómo las aletas de su nariz olfatean las bombas informativas: la mayoría de ellas le llegan sin pólvora y desactivadas, aun así poco importa, sabe que los ‘zascas’ rebosan combustible y que el periodismo de hipótesis y de futurología engendra una fascinación fácil y pasajera, y se arma de todo esto para impulsar el interés de la audiencia por los contenidos políticos. Una política de cierto chismorreo o de seso flojo, dicen algunos, pero política al fin y al cabo.
Se precia de ser un periodista incómodo, y por eso no deja de moverse en la silla. Es la imagen periodística de la nueva transición política o lo que sea esto. A fuerza de insistencia y machaconería: sí, pero lo es. Su programa, con lo bueno que tiene, que lo tiene, podría durar cerca de una hora menos sin perder...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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