LECTURA
Nuestro mal viene de más lejos
El filósofo y dramaturgo francés pronunció una conferencia sobre los atentados de París en noviembre de 2015, que ahora se publica en forma de ensayo
Alain Badiou 19/04/2016
La torre Eiffel, durante el duelo por los atentados de París el pasado noviembre.
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Diez días después de los atentados ocurridos en París el 13 de noviembre, el filósofo y dramaturgo Alain Badiou ofreció un seminario en el Teatro de la Comuna de Aubervilliers. Su reflexión quiso comprender el origen de los ataques en el Bataclan y alrededores. Al tiempo, lamentó la falta de atención que la violencia padece a diario en otras partes del mundo, y expuso su temor a la respuesta que Occidente pudiera dar tras los atentados. La transcripción de aquel discurso aparece recogida en el libro Nuestro mal viene de más lejos, editado por Clave Intelectual y con traducción de María del Carmen Rodríguez. CTXT publica la primera parte de este soliloquio:
Esta noche quisiera hablar de lo que ocurrió el viernes 13 de noviembre, de lo que nos ocurrió, de lo que le ocurrió a esta ciudad, a este país, finalmente a este mundo.
Quisiera decir primero en qué estado anímico pienso que hay que hablar de lo que es una tragedia atroz porque a todas luces, como es sabido, y como nos lo machacan en forma peligrosa la prensa y las autoridades, la función del afecto, de la reacción sensible, es, en este tipo de situaciones, inevitable y, en cierto sentido, indispensable. Hay algo así como un traumatismo, como el sentimiento de una excepción intolerable al régimen de la vida corriente, de una irrupción insoportable de la muerte. Eso es algo que se nos impone a todos y que no se puede contener, ni criticar.
No obstante, es preciso saber –este es un punto de partida para la consideración de lo que llamo estado anímico– que este inevitable afecto, en este tipo de circunstancias trágicas, expone a muchos riesgos, riesgos que quisiera recordar para indicar cuál será mi método.
Veo tres riesgos principales a los que nos expondría, después de este drama, la dominación exclusiva del traumatismo y del afecto.
El primero es el de autorizar al Estado a tomar medidas inútiles e inaceptables, medidas que, en realidad, funcionan en su propio provecho. Bruscamente, se pone en primer plano al Estado, y este reencuentra de manera momentánea, o cree reencontrar, una función de representación simbólica, de garante de la unidad de la nación, y otras posturas semejantes, lo cual nos permite percibir en el personal dirigente –volveré sobre ello– un goce bastante siniestro, pero evidente, de esta situación criminal. En tales condiciones, es necesario guardar una medida. Es necesario mantenerse capaz de calibrar en lo que se hace, en lo que se pronuncia, aquello que es inevitable o necesario y aquello que es inútil o inaceptable. Esa es la primera precaución que veo, una precaución de medida respecto del carácter –lo repito una vez más– inevitable e indispensable del afecto.
Cuando alguien muere en una familia, la familia se reagrupa, se estrecha y se refuerza. Estos días se nos dice, con la bandera tricolor en la mano, que una masacre no puede sino reforzar el sentimiento nacional
El segundo riesgo de esta dominación de lo sensible –llamémoslo así– consiste en el refuerzo de las pulsiones identitarias. Ese también es un mecanismo natural. Es evidente que, cuando alguien muere de modo accidental en una familia, la familia se reagrupa, se estrecha y, en cierto sentido, se refuerza. En estos días se nos asegura, se nos dice y se nos vuelve a decir, con la bandera tricolor en la mano, que una horrible masacre en el territorio francés no puede sino reforzar el sentimiento nacional. Como si el traumatismo remitiera de manera automática a una identidad. De allí que las palabras “franceses” y “Francia” se pronuncien por todas partes como un componente evidente de la situación.
Pues bien, hay que plantear la pregunta: ¿A título de qué? ¿Qué es “Francia”, con exactitud, en este asunto? ¿De qué se habla cuando se habla, hoy en día, de “Francia” y de los “franceses”? Se trata, en realidad, de cuestiones muy complejas, y es imprescindible no perder de vista esta complejidad: las palabras “Francia” y “franceses” no tienen hoy en día ninguna significación particularmente trivial, particularmente evidente. Además, pienso que hay que hacer el esfuerzo de recordar, en especial contra esta pulsión identitaria que encierra al acontecimiento terrible en una suerte de falso semblante, que estos espantosos asesinatos masivos ocurrían y ocurren todos los días en otras partes. Todos los días, sí, en Nigeria y en Malí, en forma muy reciente todavía en Irak, en Pakistán, en Siria… También es importante acordarse de que hace algunos días más de doscientos rusos fueron masacrados en su avión saboteado, y de que en ese caso la emoción, en Francia, no fue en verdad considerable. ¡Tal vez los supuestos “franceses” identificaban a todos los rusos con el malvado Putin!
Pienso que una de las tareas fundamentales de la justicia es ampliar siempre, en la medida de sus posibilidades, el espacio de los afectos públicos, luchar contra su restricción identitaria, recordar y saber que el espacio de la desgracia es un espacio que debemos considerar, en definitiva, a escala de la humanidad entera, y que no tenemos que encerrarlo nunca en declaraciones que lo restrinjan a la identidad. Si no, a través de la desgracia misma, se testifica que lo que cuenta son las identidades. Ahora bien, la idea de que lo que cuenta, en una desgracia, es solo la identidad de las víctimas, es una percepción peligrosa del acontecimiento trágico mismo, porque, inevitablemente, esta idea transforma la justicia en venganza.
La justicia [debe] ampliar los afectos públicos, luchar contra su restricción identitaria, recordar que la desgracia es un espacio que debemos considerar a escala de la humanidad entera
La tentación de la venganza es una pulsión que parece natural, como es obvio, en este tipo de crímenes masivos. La prueba de ello es que en nuestros países, que se jactan siempre de su Estado de derecho y que rechazan la pena de muerte, la policía, en el tipo de circunstancias que conocemos, mata a los asesinos desde el momento en que los encuentra, sin –cabe decirlo– otra forma de proceso, y que nadie, al parecer, se siente chocado por ello. Pero es preciso recordar que la venganza, lejos de ser una acción justa, abre siempre un ciclo de atrocidades.
En las grandes tragedias griegas, hace mucho tiempo, oponían la lógica de la justicia a la lógica de la venganza. La universalidad de la justicia es lo opuesto a las venganzas familiares, provinciales, nacionales, identitarias. Ese es el tema fundamental de La Orestíada, de Esquilo. El motivo identitario de la tragedia conlleva el peligro de concebir la búsqueda de los asesinos como una pura y simple persecución vengadora: “Vamos a matar, a nuestra vez, a aquellos que mataron”. Tal vez haya algo de inevitable en el deseo de matar a aquellos que mataron. Pero no hay, por cierto, ninguna razón para alegrarse de ello, proclamarlo, o cantarlo como una victoria del pensamiento, del espíritu, de la civilización y de la justicia. La venganza es un factor primitivo, abyecto, y peligroso por añadidura: es eso lo que nos enseñaron los griegos hace ya tanto tiempo.
Desde ese punto de vista, cabe inquietarse también por ciertas cosas que fueron saludadas como evidencias. Por ejemplo: la declaración de Obama (1). La declaración no tenía nada de especial. Equivalía a decir que este crimen terrible no era solo un crimen contra Francia, un crimen contra París, sino también un crimen contra la humanidad. Muy bien, muy justo. Pero el presidente Obama no declara eso cada vez que hay un asesinato masivo de este tipo, no lo hace cuando las cosas suceden en lugares más lejanos, en un Irak que se ha vuelto incomprensible, en un Pakistán brumoso, en una Nigeria fanática o en un Congo que está en el corazón de las tinieblas. Y, por ende, el enunciado contiene la idea, que se supone evidente, de que esta humanidad lastimada reside más bien en Francia, y sin duda también en los Estados Unidos, que en Nigeria o en India, en Irak, en Pakistán o en el Congo.
La declaración [de Obama] no tenía nada de especial. Este crimen no era contra París, sino contra la humanidad. Muy bien, muy justo. Pero Obama no declara eso cuando las cosas suceden en lugares más lejanos
En verdad, Obama quiere recordarnos que, para él, la humanidad es identificable ante todo con nuestro viejo Occidente. Que se pueda decir “humanidad = Occidente” no es nada extraño: lo oímos, como una base continua, en muchas declaraciones, oficiales o periodísticas. Una de las formas de esta inaceptable presunción identitaria –sobre la cual volveré– es la oposición entre bárbaros y civilizados. Lo cierto es que es escandaloso, desde el punto de vista de la justicia más elemental, dejar entender, incluso sin quererlo, incluso indirectamente, que hay partes de la humanidad que son más humanas que otras, y me temo que, en este asunto, es eso lo que se ha hecho y lo que se sigue haciendo.
Pienso que hay que romper con la costumbre tan presente, inclusive en la manera en que las cosas se cuentan, se presentan, se disponen o, por el contrario, se callan o se borran, sí, hay que perder la costumbre, casi inscripta en el inconsciente, de pensar que un muerto occidental es algo terrible y que mil muertos en África, en Asia o en Medio Oriente, o hasta incluso en Rusia, no son, al fin y al cabo, gran cosa. Esa es, en definitiva, la herencia del imperialismo colonial, la herencia de lo que llamamos Occidente, a saber, los países avanzados, civilizados, democráticos: esta costumbre de verse uno mismo como el que representa a la humanidad entera y a la civilización humana en tanto tal. Ese es el segundo peligro que nos acecha si reaccionamos solo sobre la base de nuestros afectos.
Ese sujeto oscuro se revelará, a su vez, como capaz de lo peor, y deberá ser reconocido por todos, a la larga, como simétrico de los organizadores del crimen
Y hay, luego, un tercer peligro, que es el de hacer ni más ni menos que lo que los asesinos desean, esto es, obtener un efecto desmesurado, ocupar la escena interminablemente de manera anárquica y violenta, y crear en el entorno de las víctimas, al fin y al cabo, una pasión tal que ya no se pueda, a la larga, distinguir entre aquellos que iniciaron el crimen y aquellos que lo sufrieron. Porque la meta de este tipo de carnicería, de este tipo de violencia abyecta, es la de suscitar en las víctimas, en sus familias, sus vecinos y compatriotas, una suerte de sujeto oscuro –así lo llamo–, un sujeto oscuro deprimido y, a la vez, vengador, que se constituye en razón del carácter de impresión violenta y casi inexplicable del crimen, pero que también es homogéneo a la estrategia de sus comanditarios.
Esta estrategia anticipa los efectos del sujeto oscuro: la razón va a desaparecer, incluso la razón política; el afecto va a prevalecer y se propagará así por todas partes la pareja de la depresión abatida –“estoy alelado”, “estoy chocado”– y del espíritu de venganza, pareja que va a dejar hacer al Estado y a los vengadores oficiales cualquier cosa. Así, en conformidad con los deseos de los criminales, ese sujeto oscuro se revelará, a su vez, como capaz de lo peor, y deberá ser reconocido por todos, a la larga, como simétrico de los organizadores del crimen.
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1. “Libertad, igualdad, fraternidad no son solo valores del pueblo francés, sino también valores que nosotros compartimos”
Diez días después de los atentados ocurridos en París el 13 de noviembre, el filósofo y dramaturgo Alain Badiou ofreció un seminario en el Teatro de la Comuna de Aubervilliers. Su reflexión quiso comprender el origen de los ataques en el Bataclan y alrededores. Al tiempo, lamentó la falta de atención que la...
Autor >
Alain Badiou
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