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Desde siempre, la producción literaria sobre el impacto social de Internet se ha batido duramente para seguir el ritmo vertiginoso que su tema le impone. Las primeras reflexiones sobre la red adquirieron su forma a primeros de la década de 1990, cuando el uso de esta se expandía rápidamente gracias a la proliferación de los primeros navegadores; este pensamiento seguía un hilo preexistente que adoptaba una defensa activa de la tecnología y que, a su vez, se remitía al consumismo contracultural de la década de 1960. Su principal vehículo fue la revista Wired, fundada en 1993; entre sus figuras clave se contaban Stewart Brand, Kevin Kelly y Howard Rheingold, entusiastas de la tecnología, junto con su santo patrón, Marshall McLuhan. Esta perspectiva eufórica dominó durante todo el boom de la “nueva economía”: Internet lo estaba cambiando todo, y lo cambiaba para mejor, anunciaba una nueva era de libertad, democracia, autoexpresión y crecimiento económico. John Perry Barlow, el letrista de los Grateful Dead, en la Declaración de independencia del ciberespacio que declamó desde Davos en 1996, marcaba el tono: “Gobiernos del mundo industrial, agotados gigantes de carne y acero, yo vengo del ciberespacio, del nuevo hogar de la mente. Y en nombre del futuro os pido a vosotros, seres del pasado, que nos dejéis en paz”. Pero enfrentada a esta tendencia existía, desde hacía bastante tiempo, una corriente minoritaria de escritura crítica de izquierdas, que también se remonta por lo menos a los primeros años de la década de 1970 y en la que se incluirían figuras de la “izquierda mcluhanita”, como Neil Postman, desde las páginas de The Nation. The Californian Ideology, el ya clásico ensayo de 1995 escrito por Richard Barbrook y Andy Cameron, más abiertamente político, diseccionaba críticamente la primera época de Wired, mientras que, en la listserv de Nettime y en las páginas de la revista Mute, autores como Geert Lovink trataban de forjar una auténtica “crítica de la red”. Sin embargo, estas voces quedaron en su mayoría confinadas a los márgenes disidentes.
En 2000-2001, con el estallido de la burbuja puntocom, se produjo algo parecido a una sacudida discursiva. En estos primeros años posteriores al estallido fue cuando se publicó Does IT Matter? (2004), de Nicholas Carr, que desinflaba la moda de la “nueva economía”. Pero, gracias a la burbuja de Greenspan y a la inmensa aportación financiera del espionaje gubernamental tras el 11S, la industria tecnológica estadounidense volvía a resurgir. Web 2.0, el término acuñado por Tim O’Reilly en 2004, expresaba la vuelta del optimismo. En esos años se produjeron el auge de los blogs, la Wikipedia y la primera ola de las redes sociales y fue entonces cuando se consolidó el paisaje de los gigantes tecnológicos: Google, Facebook, Amazon, Apple, Microsoft. Los discursos tecnológicos de esta fase coreaban la forma de desarrollo de la web: se defendía que gracias al “código abierto” (otro cliché de O’Reilly) y la Wikipedia las indefinidas multitudes podrían ser productoras de contenido y código que superaran al aportado por individuos con nombre (y sueldo).
Cuando estalló una segunda crisis en 2008, mucho más profunda, el sector tecnológico estadounidense fue uno de los pocos que salió relativamente indemne, pues ya se movía en nuevas líneas de producción: teléfonos inteligentes, tabletas, dispositivos de lectura electrónicos. La aceptación de estos artefactos tuvo como consecuencia una expansión cualitativa del empleo de Internet, que borraba la frontera entre la vida cotidiana y un “ciberespacio” que antaño se había conceptualizado como una esfera separada. De repente, se hacía evidente que toda la palabrería sobre la capacidad de Internet para instigar un cambio social de amplio alcance no era únicamente una charla inane. En estos años un grupo de voces más pesimistas y críticas comenzaron a ocupar el proscenio, inquietándose sobre los peligros del uso cada vez más expandido de la web: The Shallows (1), de Nicholas Carr (2010), Your are Not a Gadget (2), de Jaron Lanier (2010), Alone Together, de Sherry Turkle (2011), The Net Delusion, de Evgeny Morozov (2011). El libro de Carr, especialmente, se convirtió en la expresión clave de una ansiedad creciente, incluso antes de que las revelaciones de Snowden en junio de 2013 arrojaran luz sobre algunas de las implicaciones más oscuras de estos desarrollos. Pero ahora que Internet estaba tan claramente imbricada en tantos aspectos de la vida cotidiana y de la estructura de la sociedad capitalista, cada vez tenía menos sentido aislar una entidad tecnológica singular, “Internet”, y etiquetarla como simplemente buena o mala. El objeto principal de la crítica de la red era, cada vez en mayor medida, coextensivo con la propia sociedad, convirtiendo, por lo tanto, al modelo crítico más social en el más pertinente. Este es el contexto de The People’s Platform: Taking Back Power and Culture in the Digital Age, de Astra Taylor. Taylor se presenta como alguien que “ni festeja el progreso a cualquier precio” ni “proclama los malos augurios”, condenando el cambio y lamentándose de lo que se ha perdido, al tiempo que pretende ofrecer una modalidad de la crítica de la red más matizada que cualquiera de estos dos polos retóricos estándar. No es en absoluto la primera en hacerlo: Evgeny Modorov es otra figura que podría situarse ahí, adoptando una tercera posición retórica, que se distingue de las otras dos y que ofrece vías de explicación menos tecnodeterministas, más sociopolíticas. Pero aunque los ocupantes de esta tercera posición aciertan al colocarse en ese espacio, también hay que señalar que ahora, en la tercera década de existencia de la web, es más fácil atinar en este aspecto. Lo importante son los detalles del diagnóstico y de las alternativas.
La pretensión de Taylor, como indica el subtítulo de su libro, es plantear una nueva política cultural en la era digital. El modo en que la web 2.0 afecta a la producción y distribución de la cultura es algo que la afecta a ella directamente. Es una cineasta documentalista y editora de dos libros, uno sobre filosofía, el otro sobre el movimiento Occupy en Estados Unidos. No tiene un empleo paralelo en la universidad que la proteja de las crecientes desigualdades estructurales que describe, como no lo tienen en su mayoría los músicos, cineastas, fotógrafos y periodistas de investigación cuyas historias relata, que trabajan picando la piedra de una industria cultural que Internet ha transformado, pero no de la manera que predijo Wired. La trayectoria personal de Taylor podría haberla convertido en una candidata ideal para predicar con entusiasmo las virtudes de la red. En la revista n+1 ha hablado sobre su educación ilustrada, en su casa y bajo la supervisión de sus padres contraculturales. The People’s Platform se inicia con la historia de cómo en 1991, en el crepúsculo de la era anterior a la web, Taylor, entonces con doce años, editó su propia revista ecologista, fotocopiándola con la ayuda del padre de una amiga, gerente de la sucursal local de la cadena Kinko, y distribuyéndolo por las librerías y cooperativas alimentarias de Athens, Georgia, en el coche de sus padres. Señala cuánto más sencillo habría sido hoy emitir su mensaje cuando “cualquier chaval con un teléfono inteligente” tiene el potencial de alcanzar millones de lectores apretando un solo botón. En 2011, Taylor ayudó a producir cinco números, financiados colectivamente, de Occupy! Gazette, el periódico de Zuccotti Park, distribuido gratuitamente tanto en formato virtual como en papel. Estos precedentes son relevantes: Taylor parte de una postura de elevadas expectativas y esperanzas frustradas, no de una resistencia escéptica al cambio tecnológico.
The People’s Platform contempla las implicaciones de la era digital para la democracia cultural en diversos sectores –música, cine, noticias, publicidad– y cómo se han desarrollado las batallas legales sobre la propiedad intelectual, la piratería y la privacidad. Taylor sitúa acertadamente la euforia tecnológica de finales de la década de 1990 en el contexto de la burbuja auspiciada por Greenspan del precio de los activos, señalando que los fondos de capitales de riesgo desregulados aumentaron desde los 12 millardos de dólares en 1996 hasta los 106 millardos de dólares en 2000. Allí donde los utópicos de la tecnología celebraron la economía política de Internet como “una forma mejor de socialismo” (Kevin Kelly, de Wired) o como “un inmenso experimento de anarquía” (Eric Schmidt, de Google, y Jared Cohen, del Departamento de Estado), Taylor muestra cómo las multinacionales dominan el nuevo paisaje: en 2013 los dividendos de Disney y TimeWarner aumentaron el 32 por 100, y los de CBCy ComCast, el 40 y el 57 por 100 respectivamente. Los viejos gigantes empresariales de la industria de la tecnología y la cultura se habían “asociado” con los nuevos: at&t con Apple; Disney y Sony con Google. Los grandes sellos discográficos poseían acciones de Spotify, como las tenía Fox de Vice Media, mientras que Condé Nast había comprado Reddit. A diferencia de las múltiples redes de distribución, que antaño proveían de telefonía, televisión, radio y cine, ahora casi todo se transmite mediante cable o mediante “monocanales” inalámbricos, monopolizados en Estados Unidos por un puñado de gigantes: at&t, Verizon, TimeWarner, ComCast.
Los recién llegados crecieron hasta igualar estas dimensiones. Google, que responde por el 25 por 100 del tráfico de Internet de los consumidores estadounidenses, se ha tragado más de cien empresas desde 2010. Con más de mil millones de usuarios, Facebook ha reclutado a más de una séptima parte de la población mundial. Un tercio de los usuarios de Internet de todo el mundo acceden diariamente a la nube de Amazon. Como señala agudamente Taylor, la principal fuente de los beneficios de Facebook y Google es el gasto de publicidad de otras empresas, 700 millardos anuales en Estados Unidos, pero este, a su vez, depende del plusvalor que se extrae de los obreros que producen “cosas reales”. La lógica publicitaria impulsa el voraz apetito de los gigantes de la tecnología por nuestros datos. En 2012, Google anunció que fundiría la información de sus múltiples servicios (Gmail, mapas, buscador, YouTube, etcétera) para combinar la “persona cognitiva” (búsquedas web, datos de los flujos de clic) con la “persona social” (nuestras redes sociales y el mail) y con “la persona encarnada” (nuestros desplazamientos físicos, rastreados por los teléfonos que llevamos en el bolsillo) en un único “perfil en 3D” al que los anunciantes podrían acceder en tiempo real. Facebook, que ahora vincula a los perfiles de sus usuarios a sus compras en tiendas físicas, "para facilitar –en palabras de Mark Zuckerberg– que la mercadotecnia acceda a sus clientes", alcanzó un valor de mercado de 104 millardos de dólares el día de su lanzamiento bursátil. Sin nuestros "me gusta" y nuestros comentarios, nuestras fotografías y nuestros tweets, nuestras valoraciones de productos o nuestras reseñas de restaurantes, estas empresas no valdrían nada.
El mundo virtual y el real no son ya mundos separados, insiste Taylor. Internet, en su relato, tiene una realidad claramente "terrenal". Desmembrado en sus tres capas diferentes: la infraestructura física (cables y rúters), el software (código, aplicaciones) y el contenido, se vuelve algo mucho más controlable, potencialmente vulnerable ante los intentos de apropiación. La batalla actual sobre la "neutralidad de la red" en Estados Unidos es un ejemplo clave de esta cuestión, una lucha por amortiguar la normativa que ahora impide a las compañías de cable y a los proveedores de servicios ralentizar el tráfico para ahogar a la competencia o cobrar tarifas extra por acelerarlo. La siguiente cuestión sería discutir si el principio de igualdad de acceso podría extenderse desde la banda ancha a las conexiones inalámbricas, no solo a los teléfonos móviles, sino a los coches, relojes, neveras, ropa, a medida que la Internet de las cosas se aproxime cada vez más.
Si las grandes empresas han prosperado en la era digital, ¿qué hay de la relación entre el trabajo creativo y la innovación tecnológica? Para los utópicos de la tecnología, la web sería un paraíso de creatividad colaborativa, en el que el arte y el conocimiento se producirían por puro placer. En The Rise of the Creative Class (2002), Richard Florida se felicitó por la aparición de la "economía de la información", en la que los trabajadores finalmente controlaban los medios de producción, puesto que estaban situados dentro de sus cabezas. La tensión entre la ética protestante del trabajo y la creatividad bohemia se disolvería, porque la búsqueda del beneficio y la búsqueda del placer, lo alternativo y lo generalista mutaban juntos. En realidad, señala Taylor, la ideología de la creatividad se ha vuelto cada vez más útil para una economía impulsada por el beneficio. En un giro cruel, el ethos del creador autónomo, el tópico del artista depauperado pero espiritualmente satisfecho, se ha reconvertido para justificar así los bajos salarios y la precariedad laboral. El trabajador ideal encaja con el perfil tradicional del virtuoso creativo: inventivo, adaptable, que echa muchas horas y no espera apenas que se le compense. "El dinero no debería ser la cuestión cuando Apple te contrata", se les dice a los empleados de las tiendas. A los licenciados universitarios se les anima a compararse con los pintores o los actores para que estén preparados para empobrecerse cuando los trabajos con contrato indefinido no lleguen a materializarse.
En La lección del maestro, de Henry James, un joven escritor escucha cada vez más alarmado el futuro que le describe su mentor si es que pretende dedicarse por completo a su arte. Nada de hijos, ninguna comodidad material, nada de matrimonio, todo esto mancillaría el "oro" que él posee, su capacidad de crear. El joven se resiste: "El artista, ¡el artista!, ¿acaso no es también un hombre?". La investigación de Taylor sobre la "cultura libre" llega a una conclusión similar, aunque neutral en lo que respecta al género. Reconoce que "el destino de los artistas creativos es el de existir en dos ámbitos de valor inconmensurables y estar desgarrado entre ellos": por una parte, la producción cultural implica "el acto económico de la venta de bienes o trabajo", por otra, implica "esa forma elevada del valor que asociamos con el arte y la cultura". Lo que ella expone es que, para los trabajadores de la cultura, las condiciones del primer ámbito han empeorado de una manera realmente drástica, mientras que la promesa de la era digital (un campo de juego de acceso democrático e universal) ha ofrecido a la postre escasas compensaciones: añadir el propio grito a la cacofonía digital no crea un debate inteligible. Un autor de canciones le cuenta a Taylor que se necesitan 47.680 reproducciones en Spotify para ganar los royalties de la venta de un disco, mientras que iTunes puede llevarse un pellizco del 30 por 100 o incluso más. La ideología de la "cultura libre" de Internet oculta unas relaciones sociales profundamente desiguales: los gigantes digitales ofrecen aplicaciones gratuitas, servicios de correos y contenidos como gancho para asegurarse un público que pueden después vender a los anunciantes; los artistas independientes que empiezan se supone que deben proporcionar su obra en las mismas condiciones.
Taylor describe apesadumbradamente su experiencia al descubrir que su película documental Examined Life (compuesta de entrevistas con filósofos y filósofas y que tardó dos años en hacer) había sido publicada en la red por gente ajena antes de que ni siquiera se hubiera estrenado comercialmente. Cuando escribió a los responsables, explicando que le gustaría disponer de unos pocos meses para recuperar los gastos de la película antes de publicarla en Internet, estos le dijeron (entre exclamaciones) que la filosofía pertenecía a todo el mundo. "Había tropezado con las guerras de la propiedad intelectual". Taylor cree firmemente que las leyes actuales sobre la propiedad intelectual en Estados Unidos son indefendibles. En 1978 los derechos exclusivos de un autor sobre su obra se extendieron hasta los setenta años después de su muerte, convirtiendo así el principio original de la limitación del derecho de copia, entendido como una compensación para el autor o como un incentivo para la producción cultural, en una broma de mal gusto. En lugar de ello, argumenta, proporcionó a un puñado de grupos empresariales un incentivo "no para crear cosas nuevas, sino para acaparar inmensos paquetes de cosas que ya existen". The People’s Platform defiende con ardor la reforma del sistema de propiedad intelectual, que sería esencialmente una protección del trabajo, y pide una relación de "apoyo mutuo" entre "aquellos que producen trabajo creativo y aquellos que lo reciben". Taylor cita la espléndida invectiva de Diderot:
¿Qué otra propiedad puede poseer un hombre si el trabajo de la mente –el fruto único de su educación, sus estudios, sus veladas, su edad, su investigación, sus observaciones; si sus horas más preciadas, los momentos más hermosos de su vida, sus propios pensamientos, los sentimientos de su cora- zón, la parte más preciada de su ser, aquello que no perece y que le hace inmortal– no le pertenece?
Contrariamente a las esperanzas que los entusiastas de la tecnología depositaron en las nuevas formas de colaboración creativa, la mayoría de los contenidos culturales disponibles en la red han sido producidos por empresas comerciales que emplean procesos convencionales. Internet ha agudizado la "curva del poder" de las mercancías culturales, apunta Taylor, en la que figura un puñado de bestsellers que progresivamente ejercen su dominio sobre una "cola" en aumento de lo apenas leído, visto o escuchado. Netflix, que la mayoría de las noches ocupa el 40 por 100 de la banda ancha de Estados Unidos, informa de que el 1 por 100 de las películas más vistas de su catálogo suponen el 30 por 100 de los alquileres; los diez vídeos más populares de YouTube consiguen el 80 por 100 de las reproducciones totales. Taylor lamenta el vaciamiento del estrato medio, de las obras menos convencionales, que, no obstante, podrían tener repercusión más allá de un nicho especializado.
Este "medio ausente" es especialmente relevante cuando Taylor pasa de hablar de películas y música a discutir sobre el periodismo. La industria periodística es otro entorno devastado en la era digital, en el que los periódicos locales y rurales de Estados Unidos han sido especialmente vapuleados; el número de reporteros que cubren las capitales de los estados se ha reducido a la mitad entre 2003 y 2009. Incluso en la floreciente Bay Area, el Oakland Tribune pasó de tener doscientos reporteros en plantilla en la década de 1990 a tener hoy menos de una docena. Como señala Taylor, mientras que hoy puedes acceder a The New York Times, a The Guardian o al Globe&Mail de Canadá con un único gesto con el ratón, también es muy probable que los periódicos de tu ciudad hayan cerrado. Su defensa de la profesión es clásica, basada en la idea de que los periodistas deberían actuar como los perros guardianes de la democracia contra la ignorancia y la corrupción, pidiendo cuentas a los políticos y revelando los acontecimientos que ocurren a lo largo y ancho del mundo, sacándolos a la luz y colocándolos en las portadas de los periódicos, ya sean en papel o digitales. En las redacciones modernas, sin embargo, los reportajes internacionales en profundidad se han extinguido prácticamente: en 2006, escribe Taylor, los medios de comunicación estadounidenses, ya fueran escritos o audiovisuales, mantenían apenas ciento cuarenta y un corresponsables extranjeros fuera del continente. Los presupuestos se canalizan para desarrollar ediciones digitales y revistas virtuales, como el Huffington Post; los agregadores de noticias, como Gawker, o los medios de comunicación "contagiosos", como Buzzfeed, proliferan. Pero la bomba de relojería que amenazaba a los corresponsales extranjeros había empezado su cuenta atrás mucho antes de que se extendiera la red. Aquí, una vez más, los nuevos problemas son generalmente problemas viejos con una cara diferente: tendencias que ya existían en la década de 1990 experimentaron una aceleración vertiginosa cuando se impuso la era digital. El modelo original de periódico había empleado los beneficios de los anuncios impresos para financiar sus páginas internacionales, más caras pero a menudo menos leídas, empaquetando juntos a todos los públicos: los aficionados a los crucigramas y los lectores de las páginas de negocios con los forofos de los deportes y los chismorreos de gente famosa. En Internet, las secciones de un periódico se dividen y los públicos se desligan, puesto que los lectores pueden ir directamente a las noticias que buscan sin tener que ojear ninguna otra, ni pagar por ella.
Las directrices de AOL para el nuevo modelo del Huffington Post insinúan la orientación del futuro: los editores tienen que pegar su mirada a las redes sociales y a los flujos de datos para determinar así los trending topics, deben emparejar estos con títulos optimizados para los motores de búsqueda, a menudo apenas comprensibles, aunque poco importa si encabezan las listas, y recurrir a miles de blogueros así como a escritores en plantilla para que produzcan un flujo ininterrumpido de artículos condensados y refritos. Quienes deciden el contenido de la revista ya están presos en el bucle retroalimentado de lo "más popular". Mientras tanto, la producción a ritmo de ametralladora de las agencias de noticias, que funciona como una "rueda de hámster" (los redactores de noticias de agencia deben componer diez noticias cada día), se convierte en la única fuente para los reporteros que trabajan sobre el terreno por todo el mundo. Los periodistas de agencias pueden ser buenos reporteros, pero su consigna es ser fieles al compromiso de neutralidad de su patrón y limitarse a decir lo que otra persona, habitualmente en un puesto oficial, ya haya dicho antes.
El modelo en auge para las noticias en la era digital impulsada por la publicidad es ofrecernos lo que ya hemos leído antes, ya sea el precio del petróleo o los últimos resultados de un campeonato de tenis; los principales servicios de Internet moldean el contenido según algoritmos que se basan en el comportamiento pasado. Podemos personalizar las noticias, "comisariar" y compartir contenidos, pero en el proceso, "lo que queremos resulta ser sospechosamente parecido a lo que ya tenemos, más de lo mismo, el equivalente cultural a un baño caliente". Los agregadores de noticias tratan de "capturar nuestros ojos". Como un joven obrero de las "minas de sal de los agregadores" explica: "Aproximadamente gano 1.107 veces más dinero vinculando noticias con poco fundamento sobre Lindsay Lohan que informando de cualquier noticia original". Las páginas de noticias independientes se ahogan por falta de financiación. Cuando el Baltimore Examiner cerró en 2009, sus periodistas intentaron montar Investigative Voice, una página web basada en reportajes en profundidad según el modelo de Voice of San Diego, MinnPost o ProPublica. Parecía, escribe Taylor, "un ejemplo brillante de lo que muchos esperaban que fuera el futuro de nuestros nuevos medios", que combinaba "lo mejor de la vieja escuela del periodismo que patea las calles" con "una plataforma rápida y barata" como Internet. Los reporteros fueron pioneros de un "periodismo de investigación episódico", publicando y actualizando revelaciones sobre malas prácticas en el gobierno y en el departamento de policía, invitando a que los lectores contribuyeran. Apenas un año después, estaban en la ruina. El contacto de Taylor aceptó un trabajo en una de las sucursales locales de Fox para así poder ir al médico.
The People’s Platform finaliza con un manifiesto, en sí mismo una iniciativa más ambiciosa que la mayoría de los libros sobre la cultura digital, incluso si las exigencias de Taylor parecen decepcionar por su limitación después de lo que acaba de contarnos. Se amilana ante la idea de la nacionalización –aquí no hay un equivalente a la petición que hacía Evgeny Morozov de "socializar los centro de datos"– y desdeña el movimiento del software libre iniciado por Richard Stallman y otros, calificándolo de "libertad para remendar". En su lugar, pide una mayor regulación de los proveedores de servicios y de las grandes plataformas; la mejora de las previsiones de banda ancha; la creación de una especie de Glass-Steagall Act para los medios de comunicación que obligue a separar la creación de los contenidos y la comunicación de estos para así impedir una nueva fase de integración vertical; la aplicación de un impuesto a la industria de la publicidad; que se presione a Silicon Valley para que pague más impuestos; y el aumento del gasto público en los "comunes culturales", las artes y la retransmisión pública (el sistema educativo no se menciona). En las "guerras de la propiedad intelectual" opta por una reforma, más que por la abolición o por el copyleft. De manera más general, Taylor defiende que la ideología de la "cultura libre" que promueven los entusiastas de la red se ha centrado en la distribución, ocultando y, en último término, disminuyendo el apoyo personal y social que subyace a la producción cultural. Nuestra autora pretende restablecer el equilibrio mediante una mentalidad más a largo plazo, más "ecológica", basándose en las políticas del consumo ético y el "comercio justo" para pedir para la cultura algo "sostenible" y "justo", en oposición a "gratuito".
En muchos aspectos, The People’s Platform es más potente en el detalle, es certero en objetivos muy específicos (como el mito de que los dispositivos de lectura electrónica son una bendición para el medio ambiente: según un reportaje de The New York Times un Kindle consume los recursos de cuatro docenas de libros y tiene la huella de carbono de cien libros). Taylor proporciona un relato valioso y desmitificador del paisaje cultural estadounidense actual. Sólido en documentación empírica, el libro es más flojo en la conceptualización o en el análisis estructural. Da un poco la sensación de que mucho material se queda en la superficie. Aunque su intención expresa es destapar "las fuerzas socioeconómicas que dan forma a la tecnología y a Internet", todo lo que obtenemos en ese frente como causas explicativas es una mención de pasada del modelo del valor del accionista. Políticamente, Taylor se sitúa como "progresista". El libro está plagado de frases que comienzan con "progresistas como yo", lo que parece referirse a esa sección de la opinión pública estadounidense que se localiza aproximadamente a la izquierda del Partido Demócrata, The Nation y Democracy Now! Comparte sus fortalezas (un potente sentido de la indignación moral y el odio por la injusticia) y sus debilidades, de las cuales no son las menores un provincianismo capaz de cegarse al mundo más allá de las fronteras de Estados Unidos y la incapacidad para analizar el papel funcional del Partido Demócrata en Wall Street y Silicon Valley.
The People’s Platform nunca se enfrenta al hecho de que el gobierno de Obama no solo ha liderado la expansión continua de un estado de vigilancia global, sino que se ha mostrado excepcionalmente amistoso con la elite de Silicon Valley. A la vez que Google, Facebook y compañía han apoyado todos con entusiasmo al Partido Demócrata, el personal y las ideas respectivas de las "comunidades" de la tecnología y del espionaje institucional transitan continuamente por una puerta giratoria. Sorprendentemente, en el libro de Taylor se mencionan muy poco los héroes digitales que han incurrido en la ira del presidente de Silicon: Manning, Snowden, Swartz. Y, sin embargo, sus acciones han hecho mucho más que la mayoría de los volúmenes de crítica sobre la red para revelar las relaciones de poder en el mundo digitalizado. De manera similar, el manifiesto de Taylor podría haber sido más potente si hubiera mirado más allá del río Grande. El que la mayoría de la infraestructura global de la red, tanto el hardware como el software, esté en manos de grandes empresas estadounidenses tiene diversas implicaciones fuera de las fronteras de Estados Unidos. Persiguiendo lo que Stallman ha llamado "soberanía computacional", el gobierno de Lula en Brasil empezó a subvencionar proyectos de software libre (libre, no gratuito) hace más de una década. El gobierno de Correa en Ecuador ha seguido el mismo camino. Un enfoque más comparativo, internacionalista, podría también haber arrojado más luz sobre las condiciones que podrían permitir que un periodismo de investigación online pudiera prosperar. En Francia, Mediapart, apoyado en suscriptores, ha prosperado a partir de su fundación en 2007 por parte del antiguo editor de Le Monde Edwy Plenel, y ha desvelado alguna de las grandes historias de corrupción política del país.
Mientras que la referencia desdeñosa de Taylor al software libre como "libertad de remendar" expresa sin duda algo de sus limitaciones prima facie en tanto que programa político, pasa también por alto el modo peculiar en el que esas mismas limitaciones tienen implicaciones significativas cuando se ensancha el marco y se examina un cuadro más social. Aunque puede que al usuario individual no le interese modificar, por ejemplo, el núcleo de Linux, sino más bien sencillamente usarlo, el hecho de que efectivamente se pueda remendar abre un espacio de empoderamiento social que no es en absoluto trivial. Puesto que todo el mundo puede acceder al código en todo momento, es imposible que cualquier entidad, capital o Estado, establezca un control definitivo sobre los usuarios basándose en el propio código. Y dado que los resultados de este proceso se ponen en común, no hay que estar personalmente interesado en "remendar" para beneficiarse directamente de esa libertad. Con el software privativo solo se puede confiar en quien sea que lo haya creado, organización o individuo. Con el software libre, este "quien sea" está abierto socialmente y la responsabilidad recae, en último término, en la propia comunidad de usuarios.
Aunque hace solo unos años este tema de la confianza nos parecía un asunto técnico y limitado, a medida que nuestras vidas se encuentran progresivamente mediatizadas por las infraestructuras de software y, especialmente, con posterioridad a las revelaciones de Snowden, se ha hecho bastante evidente que estas cosas tienen unas ramificaciones políticas importantes. Por ejemplo, no es raro que el software privativo venga con puertas traseras secretas que permiten a terceras partes recabar información sobre los usuarios. Las agencias de espionaje gubernamentales pueden encender el micrófono o la cámara de tu teléfono para averiguar qué estás haciendo o diciendo. Con el software libre el problema se reduce significativamente, puesto que allí hay una multitud de usuarios atentos a tales riesgos, listos y capaces de repararlos cuando se los encuentran. Estas cuestiones, y la habi- lidad para evitar la vigilancia o las formas sutiles de interferencia tecnológica por parte de terceros, tienen una relevancia obvia para periodistas, activistas, intelectuales comprometidos y trabajadores de la cultura, esto es, para los sujetos que pueblan el núcleo de The People’s Platform.
Sin embargo, es, por supuesto, realmente posible vivir en buena medida más allá del ámbito de la Big Tech y del estado de vigilancia; y hay una cantidad muy diversa de "comunes" que apoyan esa independencia. El empleo de motores de búsqueda que no dejan rastro, como DuckDuckGo en lugar de Google, puede reducir significativamente el rastro de nuestras huellas digitales, así como usar un proveedor de correo consciente de la seguridad como Kolab (especialmente cuando se combina con un cifrado), o un proveedor libre y activista como Riseup o Inventati/Autistici en lugar de un servicio basado en la publicidad como Gmail, que se alimenta mediante su capacidad de analizar la carpeta de entrada de tu correo. Una red social federada como Diaspora puede reemplazar a Facebook; en lugar del Android de Google, los teléfonos inteligentes y las tabletas pueden funcionar con el sistema operativo Replicant, que emplea software libre; Owncloud proporciona las mismas funcionalidades que Dropbox. La lista podría extenderse: prism-break.org, una página gestionada por alguien que dice llamarse Peng Zhong, y cuya sede, tal vez solo virtual, se halla en el norte de Francia, ofrece innumerables sugerencias de una enorme variedad.
Los mayores obstáculos para un éxodo a gran escala en esa dirección son, en primer lugar, la tendencia autorreforzada hacia la consolidación, que hace que, por ejemplo, sea muy fácil apuntarse a Facebook y bastante difícil salir y, en segundo lugar, la tentación directa que ofrecen los servicios corporativos que son gratuitos y fácilmente accesibles, mientras que las alternativas suelen costar tiempo o dinero, o ambos. Aun así, una política cultural de Internet debería agradecer el trabajo de los programadores de software libre y recurrir a él la beneficiaría gracias a las posibilidades que abre. A partir de Wikileaks y de las revelaciones de Snowden se han produ- cido señales de una alianza emergente entre los hackers y los periodistas, como lo demuestra The Intercept, la plataforma virtual que han impulsado Glenn Greenwald, Jeremy Scahill y la cineasta documental Laura Poitras. Taylor tiene sin duda razón al decir que necesitamos abordar las fuerzas socioeconómicas que moldean las tecnologías digitales, pero contra enemigos tan poderosos una estrategia eficaz apuntaría a abrir múltiples frentes; cualquier avance real, aunque pequeño, será bienvenido. El giro final del relato de James era que el Maestro, una vez que había enviado a su epígono a Suiza en nombre del arte, no perdía ni medio segundo en casarse con la amada del joven. La lección, dicho de otra manera, no era más que palabrería. Los jóvenes trabajadores culturales de hoy es probable que ya lo sepan.
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Notas:
1 Ed. cast.: Superficiales, Madrid, Taurus, 2011.
2 Ed. cast.: Contra el rebaño digital, Barcelona, Debate, 2011.
Este artículo está publicado en el número de mayo-junio de 2015 New Left Review. La edición española de la revista tiene activa una campaña de crowdfunding en Goteo.org. Puedes colaborar aquí.
Desde siempre, la producción literaria sobre el impacto social de Internet se ha batido duramente para seguir el ritmo vertiginoso que su tema le impone. Las primeras reflexiones sobre la red adquirieron su forma a primeros de la década de 1990, cuando el uso de esta se expandía rápidamente gracias a...
Autor >
Emilie Bickerton (New Left Review)
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